Homilía en la Basílica Nacional de Nuestra Señora de Luján con ocasión de la peregrinación arquidiocesana  

 

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, Argentina

 

15 de mayo de 2004

Desde 1630, cuando estos pagos eran todavía pampa abierta, la Virgen María ha sido venerada aquí en la presencia silenciosa de una imagen de su Pura y Limpia Concepción. Hoy la llamamos Nuestra Señora de Luján. En el origen de esta devoción tan argentina, tan bonaerense, no se encuentra una aparición deslumbrante de la Madre de Dios, sino un acontecimiento providencial, que fue reconocido e interpretado como un milagro por los primeros testigos, pero que no deja de ser un hecho sencillo, discreto, cotidiano.

Todos conocemos la historia del carretón atascado junto al río a causa de un impedimento inexplicable, misterioso; sabemos que sólo pudo continuar la marcha cuando quedó en tierra el cajoncito con la preciosa carga. Aquel acontecimiento fue el desenlace o la conclusión de una cadena de hechos, al parecer fortuitos, que en realidad iban siendo recogidos, ensamblados, por la mano suave y prodigiosa de la Providencia.

Es la historia de Luján; historia –digo– no leyenda, ni mito. A comienzos del siglo XVII los reinos de España y Portugal estaban unidos bajo el gobierno de un mismo soberano, y esta circunstancia había favorecido el libre comercio entre los respectivos dominios americanos. Por eso pudo don Antonio Faría de Sá, un portugués que vivía en Córdoba del Tucumán, pedir a un amigo suyo del Brasil una imagen de María para entronizarla en su estancia. De allá vino, pues, el dichoso encargo, conducido por un tal Andrea Juan desde el puerto de Pernambuco al Río de La Plata. Otros nombres van incorporándose a la crónica al paso que se encadenan los hechos para diseñar la historia de Luján: Bernabé González Filiano, propietario del campo que seguía llamándose “estancia de Rosendo”, en cuyas cercanías se produjo el milagro y donde tuvo su primera morada la santa imagen; el negro Manuel, su piadoso servidor desde entonces y por muchos años; doña Ana de Matos, que la trasladó hasta aquí, donde se fue formando y poblando la Villa de Luján de la que María es reconocida fundadora; don Juan de Lezica y Torrezuri, que edificó un templo nuevo, admiración de toda la campaña bonaerense; finalmente, ya más cerca de nosotros, el Padre Salvaire, que impulsó la construcción de esta magnífica basílica.

Desde el comienzo, la presencia lujanense de la Madre de Dios dispensó mercedes abundantes; y así hasta el día de hoy. Por eso venimos a Luján. ¡Sí, sabemos con certeza que aquí abundan las gracias! ¿Quién no lo ha experimentado? Gracias de sanación del alma y del cuerpo, innumerables y a veces diminutas gracias de consolación, de alivio, de reconciliación, de serena esperanza, de alegría y de paz. Grandes favores, todos ellos, para los pobres. Pero el regalo mayor es la presencia misma de la Madre, cálida y cercana, junto a sus hijos.

No hay revelaciones ni mensajes ligados a Luján; tampoco hay mediadores a quienes se haya encargado transmitirlos. El mensaje, en todo caso, se identifica con el acontecimiento. Aquellos asombrados paisanos lo interpretaron, movidos por un instinto certero de fe católica, y expresaron su convicción en esta sentencia irrefutable: la Virgen quiso quedarse aquí. Nosotros sostenemos lo mismo, decimos: eligió este lugar para oficiar de Madre de nuestro pueblo, aun antes de que existiera la Argentina; nos estuvo esperando para prodigar de múltiples formas su ternura, para acercarnos a Jesús. El mensaje de Luján es proclamado con el Evangelio que resuena incesantemente en este templo: Aquí tienes a tu Madre (Juan 19, 27). Entienden este mensaje los que procuran hacerse como niños para entrar en el Reino (cf. Mateo 18, 2s.), las multitudes que se allegan a María para confiarse a ella, para buscar cobijo en su corazón, llorando sus penurias, volcando con ansia sus solicitudes. Siempre, y todos, somos niños y la necesitamos.

Cada año traemos a Luján una nueva lista de carencias, de deseos, de súplicas. Pasa el tiempo y la suerte de los argentinos no mejora; al contrario, las precarias esperanzas se convierten pronto en desilusiones y algunos resuellos momentáneos sólo nos distraen de advertir nuestra vertiginosa decadencia. Pero hay algo peor, porque se refiere al alma de la Nación y de su cultura: la descristianización de nuestro pueblo avanza, y se extiende ostentando una máscara de indiferencia ante la verdad y el bien, o presentándose como oposición –a veces solapada, otras veces prepotente– a la tradición cristiana y católica que signó los orígenes de nuestra patria. El pecado parece haber perdido su nombre; se lo exhibe impúdicamente y se pretende reivindicarlo como un derecho, como un avance de la humanidad. La manía legislativa que caracteriza a nuestra vapuleada república amenaza con instaurar la legalidad del vicio. A la hora de presentar a la Virgen Santísima nuestros pedidos más personales, no olvidemos esta necesidad mayúscula, de orden teologal y religioso: la recuperación, la conservación y un nuevo florecimiento del alma cristiana de la Nación. Encomendémosle especialmente la salud espiritual de nuestro pueblo, y que nosotros podamos ofrecer al logro de este fin una fidelidad intacta a los mandamientos del Señor, el fervor de nuestra caridad y un impulso misionero que sea incontenible.

Otro dato integra el mensaje: Nuestra Señora de Luján es la Inmaculada, la Pura y Limpia Concepción. La imagen hacia la cual se dirigen ahora nuestras miradas ilustra este misterio: María fue preservada, desde el primer instante de su existencia personal, de toda mancha del pecado original por un especial privilegio de Dios y en atención a los méritos de Jesucristo, Redentor del género humano. Ella, que iba a ser su Madre, recibió anticipadamente, con plenitud sublime, la gracia de la redención. Por aquellos años del siglo XVII en que ocurrió el milagro de la carreta, los reyes de España insistían para que la Santa Sede reconociera y proclamara que esta doctrina –sostenida como “piadosa creencia”– es una verdad de fe, revelada por Dios. La veneración y el amor del pueblo español a la Pura y Limpia Concepción pasó a las tierras de América y se abrió paso en el corazón de los argentinos, sobre todo después que el Beato Pío IX definió, hace 150 años, el dogma de la Inmaculada Concepción de María.

La mentalidad que caracteriza al mundo moderno se funda en una ficción, en la afirmación antojadiza de que el hombre no necesita ser salvado. Es la fantasía, que sólo ha producido efectos desastrosos, del hombre naturalmente bueno. Un hombre así concebido podría vivir entregado a sus instintos, sensaciones y sentimientos; las nociones morales que encauzan la vida serían prejuicios colectivos alienantes. Al afirmar que únicamente María Santísima fue concebida sin pecado original, la fe católica nos transmite una visión realista de la condición humana. Nos invita a reconocer que, a causa del pecado original, el hombre experimenta, junto con muchos impulsos que lo dirigen hacia el bien, una inclinación nativa al mal, y que tiende a introducir el mal en las relaciones sociales, a infectar la comunidad. Por eso necesita ser redimido, regenerado por la gracia de Cristo, para orientarse hacia la salvación y para contribuir a la regeneración de la sociedad.

La verdad de María concebida sin pecado, la imagen de su Pura y Limpia Concepción, nos manifiesta cómo el amor de Dios, que infunde y crea la bondad en las cosas, introduce un principio de santidad y vida nueva en el linaje humano envejecido por el pecado. María es la aurora de la nueva creación. El misterio de su Concepción Inmaculada es un signo de pureza, esplendor de luz, belleza , juventud, gracia y libertad, un signo que preconiza lo que nosotros estamos llamados a ser: santos e irreprochables por el amor en la presencia de Dios Padre, que nos ha elegido y bendecido en Cristo (cf. Efesios 1, 3-4); hombres nuevos, creados a imagen de Dios en la justicia y en la verdadera santidad (ib. 4, 24). Todo es gracia a la luz de la Inmaculada, dones del Señor que hemos de custodiar con fidelidad y con el arrojo del combate cristiano, confiados en Aquel que puede preservarnos de toda caída y hacernos comparecer sin mancha y con alegría en la presencia de su gloria, como dice San Judas en la última de las cartas apostólicas del Nuevo Testamento (Jud. 24); inmaculados y exultantes.

El signo de la Pura y Limpia Concepción es también prenda de novedad, de renovación, para esta patria terrena elegida por Nuestra Señora de Luján, a la que contemplamos revestida con los colores de nuestra bandera porque nuestra bandera ha sido pintada con los colores de la Inmaculada.

Cumplimos hoy los peregrinos platenses con el deber filial que ha encaminado a Luján a nuestros antepasados en la fe, todos los años, desde los orígenes de la diócesis, hace más de un siglo. Este encuentro eclesial, que como siempre es fuente de fervor y de fraterna alegría, nos prepara a otro acontecimiento singular. Graben en la memoria esta fecha: domingo 21 de noviembre. A la tarde de ese día, en nuestra catedral de La Plata, renovaremos la consagración de toda la comunidad arquidiocesana a la Inmaculada, que fue pronunciada solemnemente hace 45 años. Cumpliremos este gesto de amor y de entrega con la esperanza de ver florecer una primavera del Espíritu en nuestra Iglesia particular. Sólo la gracia de Dios puede dárnosla; la gracia de Dios, y los méritos de Jesucristo, y la intercesión de Nuestra Señora. A ella se dirige nuestra mirada, la plegaria que brota del corazón, la gratitud y el cántico de alabanza.

Y nosotros volvamos a saludarnos con aquella contraseña católica que exhibía, como un timbre de nobleza para sus hijos, el glorioso privilegio de la Madre; digámosle y digámonos: Ave María purísima... sin pecado concebida.