Nuestra Señora de Luján

 

Mons. Dr. Gustavo Enrique Podestá

 

Cuando uno examina las religiones que pretenden -fuera de la cristiana‑ unir a Dios y al hombre, se encuentra ante dos tipos de ellas: las que describen a la divinidad como un Ser lejano, mayestático, tiránico y, a veces, cruel, como las sanguinarias deidades asirias, aztecas, babilónicas, y aquellas que rebajan a Dios a la medida del hombre, de tal modo que no se diferencia de nosotros, sino por tener apetitos y vicios más refinados o dispendiosos ‑como los dioses del simpático carnaval del Olimpo griego‑. 

El hombre logra encontrar al verdadero Dios, recién , en la admirable síntesis de lo lejano y lo cercano, lo infinito y lo mensurable, lo terrible y lo tierno, la eternidad y el tiempo, que es la Persona, estupenda, del Verbo encarnado: Jesús, el Cristo, el Hijo de María. 

Dios, sin rebajar lo más mínimo su infinita dignidad, se hace amigo, compañero, camarada nuestro, en afecto y comunicarse humano. Y lo hace mediando la más espléndida de las criaturas salidas de Sus manos: María, la mujer de José, el carpintero de Nazareth. 

Pero María no es solamente la puerta física por donde la Segunda Persona de la Trinidad entra en el mundo. Ella, Madre de Dios, queda asociada para siempre en la obra de engendrar a Cristo en los corazones de todos los hombres. Ella, Madre de Jesús, en la admirable ternura de su alma apta para amar al Verbo, es capaz de amarnos a cada uno de nosotros con esa misma ternura sin límites. 

María es, así, el típico ejemplo de cómo la Redención ha querido seguir senderos bien humanos. ¡Qué profunda demostración de la sabiduría, pero sobre todo, del afecto y cariño de Dios, la presencia femenina de María en su plan de salvación! ¡Qué cosa fría, severa y desnuda, el cristianismo protestante, despojado de su figura! 

Muchos reprochan al catolicismo el haber elevado a una simple mujer a la categoría de “casi divina”. Todos sabemos la falsedad de esta acusación. Pero, aún a costa de malosentendidos, ¡qué enorme consuelo saber que una mujer ‑mujer de nuestra humana raza y sangre‑ ocupa privilegiado lugar en la dispensación del Amor de Dios!. Y que esa misma mujer, a través de la cual Dios se dio a Sí mismo en la Persona de Jesús, sigue cuidando, por voluntad de Dios, de cada uno de nosotros, con la solicitud y el cariño que una mamá tiene por sus hijos!. 

Pero ella no sólo nos quiere mirar desde la historia, hace dos mil años; ni desde su ser femenino ya en el cielo, pero invisible para nosotros. Así como Jesucristo, también en el Cielo, multiplica Su presencia entre nosotros en el estupendo sacramento de la Eucaristía, así María, de un manera sin duda inferior, pero similar, nos mira y se deja mirar, bien de cerca, desde la proximidad de sus apariciones, de sus imágenes y de sus muchas advocaciones. María se hace india en México, negra en África, amarilla en Asia, española en España, italiana en Italia... Se hace argentina en nuestra Patria. 

Todos conocemos la historia de nuestra Virgen de Luján. Año 1630. Una carreta que no avanza; una caja que se abre; una imagen de la Inmaculada. La voluntad de María de quedarse en ese lugar, para nosotros. No hay visiones, no hay palabras, no hay milagros estrepitosos. Sólo el callado milagro de la gracia, la tierna presencia de la Madre, la devoción de un pueblo que acude en masa a amarla. 

Salvo casos excepcionales, como Guadalupe, Lourdes y Fátima, podemos decir que los miles de santuarios marianos surgidos en todo el mundo han nacido de manera parecida: Pompeya, Montenero, Itatí, Monserrat, Copacavana, Andacollo, Covadonga... María que decide quedarse, silenciosamente, entre sus hijos. Ninguna revelación, ningún mensaje, ninguna palabra: sólo su presencia, de por sí elocuente. 

Ella no necesita hablar. Basta que esté. En silencio. Señalándolo a Jesús, diciéndonos “haced lo que él os diga”. 

Es que los grandes acontecimientos se engendran y nacen en el silencio. En el silencio de la eternidad el Padre engendra al Unigénito, pronuncia la Palabra que crea al mundo; en el silencio de María, Jesús viene al mundo; en el silencio de la cruz y del sepulcro, Cristo nos salva. Todas las cosas que valen realmente la pena han nacido del silencio: las grandes obras literarias, la música, la pintura. 

Hay pocas palabras que merezcan ser pronunciadas, y menos aún, que merezcan ser oídas. Dios dijo todo lo que tenía que decir en una sola: la Palabra por excelencia, el Verbo Eterno. Por eso, María apenas habla en los Evangelios. Señala a Jesús. Y, a lo largo de los siglos, muestra en sus santuarios su fecunda presencia silenciosa. 

Santuarios que se adaptan a cada pueblo, a cada nación, a veces a cada provincia o región. Porque María, tan cerca de Dios, Señora de todo el Universo, no lo es en la indistinción de una globalización religiosa que no tuviera en cuenta a cada pueblo, a cada nación. Épocas de unificación masónica, cabalista, cuando todos los hombres tienden a uniformar hasta sus modos de vestir, sus intereses, sus gustos, su música, sus costumbres, perdiendo la riqueza de la distinción, del lenguaje, de los regionalismos, de las diversas culturas, de las distintas familias, de las patrias, todos sujetos a oscuros poderes mundiales, a confundirnos en puro número, en disolver las fronteras legítimas que nos definen y dan personalidad y aún libertad, o confundiendo nacionalismo con oscuras rebeldías marxistas o montoneras, o peor xenofobias que no tienen más para compartir que el odio, María, la misma Madre de Dios y de los hombres que nos hace a todos hermanos, en la fe en Cristo, nos enseña también el aprecio a lo nuestro, a la tierra de nuestros padres, a su historia, a su lengua y a su genio, a todo aquello que, argentino, es capaz de ser asumido por Cristo, hacerlo católico y flamear en la bandera con sus colores.