Madre Admirable

Mons. Dr. Gustavo Enrique Podestá

 

Homilía

Lc. 1,26-38 
“La Serenísima” es un nombre que hoy, prosaicamente, nos recuerda a una empresa de productos lácteos. Cualquiera de nuestros abuelos en cambio, al escuchar el adjetivo, inmediatamente hubiera pensado en la República de Venecia, así llamada al menos a partir del siglo XVI, cuando el adjetivo de ‘serenísimo’ se utilizaba como título honorífico de los príncipes de sangre real. ‘Su Alteza Serenísima’, se les decía. Ella, Venecia, orgullosa república aristocrática, no le iba en zaga a ninguna dinastía hereditaria.

Que junto con los epítetos de ‘majestad’, ‘alteza’, ‘eminencia’, ‘excelencia’, ‘ilustrísimo’ ‑todos términos que connotan grandeza o fama‑, se pudiera ubicar el título de ‘serenísimo’ nos habla de la impresión y admiración que en la gente común producía un temperamento sereno, calmo. Esa serenidad y calma que siempre es propia de los verdaderamente grandes, de los que saben mandar. Esa serenidad que, en un verdadero jefe, transmite fuerza y calma a sus soldados, a sus subordinados, aún en los momentos de mayor conflicto.

Ya sabemos que el adjetivo sereno es un término que viene de la meteorología, de un antiguo vocablo griego –xeros‑ que habla de, a la noche, clima ‘seco’, no borrascoso, unido a la idea de ‘calma’ que, en la antigüedad, se asociaba a los horarios nocturnos, al descanso, a la falta de bullicio, al recogimiento. A todos, alguna vez, en el campo, en la montaña, cielo despejado, nos ha fascinado y calmado observar la serenidad de la noche, de la ‘sera’ –en italiano, que directamente así llama a los largos atardeceres que, al apagarse de la luz, invitan al reposo, a la meditación‑. Acostarse boca arriba a orillas del mar, en la arena, en lo oscuro de la vigilia, mirando a las alturas; arrellanarse en un sillón del jardín y observar el cielo azabache, brotado de estrellas, es siempre una invitación a la serenidad.

“Las doce han dado y sereno”, voceaba precisamente el sereno de nuestras noches coloniales, avisando, al mismo tiempo, que el cielo estaba calmo y no había amenazas de lluvia o tempestad y que tampoco había peligro de malones, ni de ingleses, ni de piratas, ni de bandoleros... Ya es algo que nunca más se podrá pregonar en nuestro desdichado Buenos Aires.

Precisamente la serenidad es una de las cualidades que todos perciben en nuestra sencilla imagen de Madre Admirable. Serena imagen, fruto de una mano serena, la de la religiosa Pauline Perdreau del Sagrado Corazón quien, en Roma, Trinità de Monti, 1844, la pintó, sin ninguna pretensión artística, queriendo solo volcar en ella su devoción mariana, e intentar hacer presente a la Serenísima Virgen María en el lugar donde, durante los días de verano, se reunían las religiosas en sus horas de recreo y de labor en común.

La imagen todos la conocen. Está a la entrada de nuestro templo, la tienen en sus estampas: la Virgen Niña, supuestamente en el templo de Jerusalén. Sin saberlo, formándose, para ser, nada menos, que la Madre de Dios. Allí está, en la calma de su pureza, simbolizada por el lirio; de sus labores, indicadas por el huso y la rueca; de sus estudios, señalados en el libro abierto sobre su cesta de costura. Al fondo, un vano en el muro, mostrando un paisaje abierto al infinito de un sereno atardecer. Su rostro: soñador, calmo, ‘sereno’, los ojos bajos, pero no por timidez, sino señalando una vivacidad, una alegría profunda, una entrega confiada que se prolonga en sus brazos y manos cruzados gentilmente sobre su regazo. Todo habla de una interioridad abierta a la belleza divina y que la novicia artista seguramente ha querido espejar en el dilatado paisaje del fondo.

Patrona de los estudiantes, le decimos. Pero no solo de los jóvenes: de todo aquel que quiera iniciarse y progresar en la vida verdadera, la vida interior. Esa que no depende de la agitación, de los ruidos, los negocios y diversiones de este mundo, con sus parlantes, pantallas, discotecas y actividades febriles, sino de la riqueza que nace del calmo y sereno silencio, es alimentada en estudio y oración, y plasmada en obras.

Y sin embargo, no la llamamos a nuestra imagen, la Virgen Niña, ni la Virgen Estudiante, ni la Virgen en el Templo, sino Madre Admirable, como la bautizó espontáneamente el Papa Pío IX, en cuanto la vio, conmovido por su figura, en su visita al convento del 20 de Octubre de 1846. 

¿Será que la mujer es madre desde su mera condición de mujer y ésa es su característica innata aún antes de serlo biológicamente, o aún sin serlo nunca? ¿Será que una auténtica madre no surge simplemente de su genética, sino que ha de prepararse cuidadosamente a serlo por su formación? ¿Y que, al contrario, puede desviar su congénita vocación por perversos influjos culturales? 

Es verdad que la mujer, en los viejos relatos bíblicos, pareciera que, antes que madre, es el complemento del varón, su costado, su mitad. Aquella que, junto a éste, forman la realidad total de la naturaleza humana: “al hombre creó Dios, varón y mujer lo creó”. 

Y sin embargo, su condición de madre –tenga o no tenga hijos, desarrolle como desarrolle esa su maternidad‑, es como esencial a su personalidad de mujer. Tal es así que su primer nombre, según el viejo mito de Génesis, fue Eva, la ‘madre de los vivientes’ según interpreta el autor bíblico, a partir de un verbo hebreo que está emparentada con el nombre de Dios, Yahvé, que significa precisamente ‘el que respira’, ‘el que vive’, ‘el que es’, ‘el que da la vida’. Dicen los filólogos que Eva es probablemente un antiguo nombre semita de ‘diosa madre’, desdivinizado por la Biblia. En todo caso, en la misma Biblia, a Eva se le regala el don más grande, propísimo de Dios, cuyo objetivo al crear es ‘dar la vida’. La mujer, Eva, madre de los vivientes, participa ‑en el nombre que la define, en su esencia misma‑ de ese divino poder. Dar la vida. 

En todo caso el nombre de madre, también en nuestros idiomas occidentales de cuño indoeuropeo, va más allá de su simple significado genético. El vocablo madre se emparienta con la ‘mater’ latina, la ‘mother’ o ‘mutter’ germánica, la ‘matár’ sánscrita, la ‘metér’ griega, la ‘matti’ eslava. Todos nombres derivados de una raíz común ‘ma’, probablemente una onomatopeya infantil, pero que, antes que designar a la mujer progenitora y adquirir desinencia femenina, sirvió para designar a ‘lo divino original’, a ‘lo creador’. De allí también surgió el término ‘materia’, de lo cual todo se hace; y ‘madera’, de la cual todo se hacía... ‘dura madre’, ‘matriz’. 

Como si el ser mujer fuera como la entraña de lo cual todo sale y en lo cual todo se cobija. Distinto a lo paterno que engendra, enseña y protege desde fuera. No a la manera de lo materno, tierra cercana que abriga, acuna y abraza; sino del sol que, siempre de lejos, fecunda e ilumina, como decían los antiguos. Ser madre se hace mucho más carne en el significado de ‘ser mujer’, que ser padre, en el de ‘ser varón’. 

Se puede ser varón, a lo mejor, sin ser padre, sin ser progenitor. No se puede ser mujer, aunque no se tenga hijos, sin tener corazón de madre. Madre, mamá: mucho más que compañera del varón, que hembra, e incomparable más que la que adorna la tapa de revistas para adultos. (Adultos infradotados, por supuesto.) 

Hoy se nos quiere hablar de ‘géneros’, de parejas de no se sabe que ‘orientación’ a las cuales sería lícito adoptar chicos de otros. Se nos habla, incluso, de que se podrían llegar a implantar embriones en las vísceras de los varones. Desde el marxismo a antropólogas como Margaret Mead, pasando incluso por teólogas feministas, se nos quiere convencer de que las diferencias de ‘roles’ entre varones y mujeres son solo pautas impuestas por la cultura, por el sexismo androcéntrico, por convenciones patriarcales... Pamplinas que desmiente cualquier fisiólogo, cualquier ciencia psicológica que tenga la más mínima seriedad. 

Nadie negará la fuerza de las costumbres, de la explotación que la ignorancia de los hombres ha hecho de las mujeres a favor de los varones, de la posición subordinada que les han impuesto e imponen ciertas civilizaciones o falsas religiones inhumanas... Pero ninguna ideología podrá jamás poner en cuestión la identificación básica de lo femenino con lo materno. Ni que si lo materno, en la mujer, de algún modo no se desarrolla, su personalidad queda frustrada. Y si eso a alguien le resulta degradante para la mujer, es que su mente está definitivamente corrompida. 

Aún las que jamás tendrán marido o, teniéndolo, no logran concebir hijos, dejarán ‑en cualquier área que ocupen en la sociedad o en la Iglesia‑ de alguna manera, de realizarse fecundamente como mujeres madres, dadoras de vida, de ternura y de cobijo. No la solterona es la imagen de la mujer frustrada, sino la yerma, la estéril ... de cuerpo o de alma. 

Madre Teresa de Calcuta. Hoy beatificada por el Papa. He allí uno de los tantísimos ejemplos de mujeres madres vírgenes y de multitud de hijos que no salieron de su seno. 

Verdaderas madres: no preparadas solamente en sus cuerpos mujeriles, sino, como María, Madre Admirable, madurada en serena formación interior, capaz de dar la vida no solo biológica, sino esa vida florecida, antes que nada, en su interioridad, en su fe, en su relación con Dios. ¿De qué nos serviría el vivir fisiológico si no hubiéramos sido engendrados por nuestras madres en cariño, serena firmeza y ternura, al vivir humano? ¿De qué nos serviría haber sido engendrados y educados a lo humano, si ellas, en su fe, no nos hubieran hecho capaces de renacer y crecer a lo divino? 

No: no solo la maternidad del hospital o la más paqueta del sanatorio: la maternidad del bautismo, de las manitas juntas de los hijos aprendiendo a rezar en las manos juntas de sus madres, en su palabra serena, en su ejemplo amoroso, en su transmitir esa vitalidad que solo puede venir de Dios, del Espíritu Santo, del ‘hágase en mi según tu palabra’ que toda madre debe llevar grabado en su corazón. 

En la oración más breve que utilizamos para dirigirnos a nuestra Madre Admirable leemos: “Madre Admirable, tesoro de calma y serenidad ...” 

Alteza, Nuestra Serenísima Señora, Madre Admirable. Danos a todos, en estos tiempos tumultuosos y confusos, en estas épocas turbulentas y llenas de acechanzas tanto a nuestros bienes como a nuestras vidas de hombres y de cristianos, danos ésa tu serenidad. Y sobre todo dásela, en calma, en verdadero señorío, a nuestras mujeres, ‑esposas, hijas, hermanas, amigas, maestras, superioras o colaboradoras‑, todas ellas, antes que nada, ‘madres’. Que ellas también, como Tú, Madre Admirable, sean verdaderas Damas, verdaderas Señoras, dadoras de auténtica Vida, transmisoras siempre de esa serenidad que se abre al cielo, que ilumina la existencia, que nos señala los horizontes de lo eterno, que contagia verdadera alegría.

Fuente: Madre Admirable