Madre Admirable

Mons. Dr. Gustavo Enrique Podestá

 

Tal vez todavía queden algunas especies pertinaces, pero no por mucho tiempo. Por octubre en Roma la catarata rutilante y polícroma de flores que se derrama por la scala de la Trinitá dei Monti hacia el valle cerrado de la Piazza di Spagna se va secando irremisiblemente. Se viene el invierno. Por cierto que ha de ser un espectáculo único en el mundo el de los ramos floridos de primavera y estío que bajan por ese artificioso declive lateral del monte Pincio. Es como si una bendición de vida, de alegría y pureza descendiera del sobrio manantial de la Iglesia de la Trinidad. ¿Han visto las dos torres y el frente desde la distancia, enfocados por la mira noble de la Via dei Condotti que se va a clavar ahí a los bajíos del templo y de la escalinata?

Pero aún así, aunque se acerque el invierno, no es de lamentar que la vertiente de flores se tome un respiro. En ese rincón del mundo y de Roma que es la Plaza de España, en lo alto del magnífico monumento de la escalera de Specchi y De Sanctis
—una inmensa escultura de escalones en mármol travertino, blanca y conmovedora—, allí arriba, indiferente a las estaciones del año, permanentemente, la sobria fachada de Carlo Maderno para la Trinidad expresa con la lengua del barroco lo que tantos otros rincones de Roma también manifiestan: la trascendencia de lo bello en toda su movilidad; lo ágil sugerido por los diversos ángulos de enfoque; la infaltable presencia del dinamismo del arte que pronuncia a Dios y al mundo.

Precisamente en la Piazza di Spagna, como en muy contados y escogidos lugares, se anudan los elementos más dispares: aquí, lo espiritual, lo tradicional, la santidad y la pureza de lo mariano; allí, los aspectos más nobles de lo terrenal, las glorias de los tiempos pasados, lo arquitectónico como callado discurso de poderes e historias que han sido bien vividas, de reinos humanos y cristianos. También ahí van a desembocar —cual por acequias que vienen arrastrando de lejos— las fragilidades, lo mundano hostil, lo torpe. Cuando faltan las flores, y cuando no, entre ellas, sobre la escalinata de la Plaza España se arraciman los turistas, la multitud inquieta, ruidosa, y con frecuencia poco vestida; los jóvenes que se anudan y se magrean ardorosamente dando espectáculo; los que buscan la foto rápida para demostrar que ahí estuvieron —una parada más del tour enloquecido— pero que son incapaces de ver más lejos de sus narices y gozar el compás plácido de la hermosura legítima. Hay de todo. En el rincón de Piazza Spagna yace en sociedad cortés la diversidad: hidalguía y miseria de la inmanencia humana, y trascendencia consoladora de la gracia cristiana. 

Ese rincón barroco de la Ciudad Eterna se llama precisamente Spagna porque el barrio íntegro era territorio hispánico desde que en el siglo XVII se establece la embajada de ese reino delante del pequeño espacio que ahora, hacia un lado de la Vía dei Condotti, se denomina Piazza Mignanelli. 

De lo más famoso que ofrece Piazza Spagna junto a la escalinata y la Iglesia de la Trinidad, se cuenta la Barcaccia, obra diseñada por Bernini, padre del famoso Gian Lorenzo: una navecilla en travertino que mana siempre agua cristalina, emblanquecida por el fondo inmaculado de la fuente. Es un monumento sencillamente profano, y nada más; empero, ubicada en ese ámbito, con la Iglesia en lo alto exhibiendo sus dos torres que señalan el cielo, la barcaccia obliga a pensar inevitablemente en la nave de la Iglesia. Ah, sí, el sortilegio de la Ciudad Eterna: esa capacidad de armonización para lo divino y lo humano que tiene Roma. ¿Qué ciudad más cristiana, más teándrica? La barcaccia a los pies de la Trinitá, figura de la Iglesia que deriva de Dios. ¿No es acaso ahí desde donde, extasiados, podemos observar en su mejor perspectiva los campanarios que señalan al cielo? ¿No es allí, si echamos la mirada hacia la derecha, donde encontramos en lo alto de una esbelta columna la imagen de la Inmaculada Concepción? Barca de la Iglesia que mira a los misterios de la Trinidad y de María siempre Virgen. A mi juicio uno de los espectáculos más candorosos y entrañables que ofrece Roma es la coronación con flores de esa imagen de María, que todos los años, el ocho de diciembre, para la fiesta de la Inmaculada, realiza la representación diplomática española de manos del mismo embajador, quien debe ser ascendido a lo alto de la columna por un carro de bomberos mientras una orquesta y un coro rezan melodías religiosas populares. Muchísima gente se acerca a participar del tradicional homenaje de la comunidad hispánica a la Purísima Madre del Cielo.

En fin. La aglutinación de elementos, la coreografía maravillosa de efectos, el muestrario de la realidad que constituye esa plazoleta romana, suerte de eje cósmico, hoy, con fundamento, ha de ayudarnos a llegar hasta los pies de María. Porque ¿cómo pasear por los entornos de la Piazza di Spagna, cómo hacerse presente en ese pliegue delicioso del viejo mundo, sin que se vea conmovida nuestra entraña, nuestra sensible subjetividad? Es, en buena parte, producto del efecto escénico del barroco; pero también, no quepa duda, es nuestra tradición cristiana la que converge y provoca la conmoción. Tal movimiento de trepidación espiritual nos concederá —si estamos correctamente orientados— acercarnos al misterio de María, misterio dulce y candoroso, misterio conmovedor y tierno, misterio que a su vez nos remite a otro mucho más hondo, más magnífico y emocionante: el misterio del seno de Dios.

Junto a la Chiesa di Trinitá dei Monti se afinca el convento de las hermanas francesas del Sagrado Corazón. En él, hacia 1844, una postulante sencilla, una jovencita que hacía sus pininos en el arte pictórico estampa en un muro el fresco de la Virgen Santísima, obra que hoy todos conocemos como Madre Admirable. Nadie en ese convento pensaba que la dulce presencia de María llegaría de la mano de una simple aprendiz. Pero así son las cosas de Dios. La revolución de los cielos y la tierra en Cristo ¿no comenzó asimismo por obra de una tenue doncella, que apenas si podía intuir el significado de su respuesta al ángel: "Sí, yo soy la esclava del Señor. Cúmplase en mí cuanto has dicho"? Así son las cosas de Dios. Así se hace presente la Santísima Virgen y su influjo: por medio de la sencillez y la humildad, y gracias a la conmoción interior delante lo puro.

De alguna manera podríamos decir que el escenario barroco, humano y cristiano, del rincón romano de la Trinitá dei Monti, ofrece rasgos paralelos a aquellos que laten en el cuadro de la hermanita Pauline Perdreau. Ambos conmueven e invitan al ingreso y al ascenso. ¿En qué sentido?

La Santísima Virgen María bajo la advocación de Madre Admirable —llamada así desde que el papa Pio Nono exclamó al verla: "Esta sí que verdaderamente es nuestra Admirable Madre"— concentra en sus líneas y su estética los valores dinámicos del barroco. Y decimos esto con un objetivo espiritual. Así como necesitamos conmovernos, emocionarnos, dar un paso adelante en ese escenario romano que nos invita a entrar, en esas escalinatas que, seduciéndonos, nos obligan a ascender, en esos repliegues de las fachadas monumentales que ofrecen lazo y cobijo a la mirada, así el cuadro de la Santísima Madre Admirable nos propone un ingreso. Las enérgicas líneas de perspectiva del embaldosado —seguramente todos tenemos presente en este momento la imagen que tanto queremos— ofician de sendero de entrada. María se muestra joven, casi adolescente, dentro del templo en el cual aprendió a conocer y amar a Dios. Está representada con los signos del trabajo y el estudio —el huso con que hila, y el libro a sus pies—, y con el ramo de lirio a su derecha, expresión de su pureza virginal. Las manos cándidamente entrecruzadas en su regazo. Con una pierna más elevada que la otra, su posición es blanda y descansada. La mirada recogida en su interior expresa su condición contemplativa. Esta virgen, casi una niña, se recorta sobre un firmamento magnífico, hundido en la distancia crepuscular, teñido de suaves tonos que se acentúan hacia el colorado, como atrayendo al corazón hacia el calor de Dios: es la oración la que se expresa en el entorno vibrante del cielo puro y tornasolado.

María Santísima nos está invitando a entrar. El mismo suelo que ella pisa se transforma en el nuestro. María representa por esta dinámica espacial de ingreso un camino hacia las alturas de Dios, una oferta de ascenso análoga a la de la escalera de Piazza Spagna que se apaga a los pies del templo de la Trinidad, sin que se sepa si allí nace o termina. Con María serena subimos a Dios, mas a la vez el cuadro plasma el movimiento que María efectúa hacia los hombres. Ella se llega hasta nosotros, como un ángel, como una embajadora dulcísima de Dios, portando sus secretos —los que ella aprendió orando, estudiando y trabajando— para susurrarlos a nuestros oídos. Esta niña admirable es, a pesar de su edad, pues, una madre, en tanto fecundada por el don inconmensurable del amor divino, atravesada por el amor transformador, sobrenatural, enaltecedor de Dios, lo hace nacer y nos lo entrega. Su seno de sagrario nos da a Dios y nos lleva a Dios. La emoción que procuramos ante el cuadro no es ni siquiera una mínima expresión de la apertura y conmoción que suscita en el ser de María el ingreso triunfante de Dios. Pero como toda apertura a lo divino se convierte en apertura a los hombres, el ser de María, esta dulce Madre Admirable, doncella estudiosa y laboriosa de ardiente oración, es, en realidad, puerta abierta a los hombres, madre de los hombres. Es necesario que ingresemos piadosamente emocionados a su dimensión, al ámbito musical del fresco de Pauline Perdreau, hasta ponernos a sus plantas.

María no alcanzará a derramar el amor divino y maternal que posee —y que la posee— si no contribuimos aproximándonos a ella con la misma docilidad con que se abrió a Dios durante toda su vida. Entrar a ella. Subir por sus dorados peldaños. 

Nos ofrece Dios hoy la oportunidad de viajar por un escenario conmovedor como el de esa Piazza di Spagna recogiendo la variedad de lo humano, y remontar ese torrente de flores para llegarnos hasta el convento del Sagrado Corazón, ingresar y encontrar la pared hermoseada con la Madre Admirable. Dios nos propone también hoy continuar ese derrotero entrando en el muro, ahora permeable por el amor de María Santísima, pisando su embaldosado. Nos invita Dios a ingresar dentro de la Madre, a ser cobijados en su seno y en su mundo, a ser alumnos en su escuela, de la que ahora la maestra es ella, María. 

Madre Admirable, qué mejor podemos regalarte hoy que nuestra conmoción, qué mejor que nuestro pobre corazón dispuesto. Qué mejor podemos entregarte, María Santísima, Admirable Madre de Dios, querida Madre Nuestra, que nuestros pasos inciertos por los suelos de este templo ciudadano, estos pasos que desean introducirse y hollar, haciéndolos nuestros, tus pisos, las baldosas del templo de Jerusalén donde tú acudiste para aprender a servir a Dios. María, invítanos a entrar, ábrenos la puerta, tiéndenos la mano, haznos una cobija con tu huso, y dispónnos un sitio a tus dulces plantas en el Reino de Dios.

Fuente: Madre Admirable