Madre de la Misericordia

Fidel González

Una nueva etapa del viaje de Huellas para conocer la incidencia de María en la historia. Cristóbal Colón y el descubrimiento de América. Guadalupe, Lepanto y Loreto. La proliferación de peregrinaciones en época de la Reforma protestante

El 12 de octubre de 1492 el vigía de la Santa María gritó «¡Tierra, tierra!». Cristóbal Colón se sobresalta y piensa: «Lo conseguimos, la India». Todavía no sabía que había descubierto el Nuevo Mundo. Que había abierto nuevos horizontes. Tras él otros aventureros surcarían la mar Océana. Hombres ambiciosos, a veces sin escrúpulos, pero que eran en el fondo «cristianos pecadores» como escribía Taviani refiriéndose al propio Cristóbal Colón. Un calificativo que se podría aplicar a todos. De hecho, Pizarro murió trazando con su sangre una cruz en el suelo. Cortés quiso que figurara el signo de la cruz con la leyenda “In hoc vinces” por un lado de su bandera y por el otro la imagen de la Inmaculada. Y muchas ciudades y regiones del Nuevo Mundo recibieron el nombre de la Madre de Dios. Se invoca a María, madre de Misericordia, sobre todo en esa encrucijada histórica que vio cómo entraban en contacto culturas y religiones diferentes. Y que tendría en México uno de sus momentos más dolorosos, en el cual el mundo indígena y el español llegarían a la confrontación armada. Parecía que no hubiera ni un resquicio para la convivencia pacífica. Tanto es así que Fray Toribio de Benavente Motolinía escribía a Carlos V reconociendo la impotencia de los misioneros para poner remedio a semejante calamidad. Solo la fe en la Virgen y en su intercesión podría cambiar la situación. En efecto, el fraile escribe «Esa tierra ha quedado tan arruinada debido a las guerras y las plagas sufridas, que muchas casas quedaron destruidas y abandonadas; no había lugar en el que no hubiera dolor y llanto; y esto duró muchos años; y para poner remedio a tantos males los hermanos se encomendaban a la Santísima Virgen María, guía de los extraviados y consuelo de los afligidos». Y la Virgen, madre de Misericordia, acogió aquella plegaria respondiendo con mucha más fuerza y potencia de lo que se pudiera imaginar. Como siempre.

El manto de rosas
Diciembre de 1531. Juan Diego Cuauhtlatoatzin, un indio recién bautizado, va de camino hacia una misión franciscana. En la colina llamada de Tepeyac –un lugar consagrado al culto de la divinidad indígena Tonantzin a la que había que alimentar con horrendos sacrificios humanos–, no lejos de Méjico, se le apareció la Madre de Dios. Se presentó diciendo: «Soy la Madre del verdaderísimo Dios por quien se vive», usando un antiquísimo verso de uno de los mas grandes poetas de la tradición mejicana antigua. La Virgen mandó después al indio que se presentara ante el obispo, el franciscano fray Juan de Zumárraga, para pedirle que construyera en aquel lugar «una casa, mi templo» para su Hijo y para ella. Una morada en la que todos se sintieran acogidos, porque, como Madre de todos, a todos quería enjugar las lágrimas. Por último, pidió a Juan Diego que cortara rosas, flor que era no se daba en aquel lugar, y se las llevara envueltas en su tilma al obispo, como signo divino. En el rostro mestizo de la Virgen de Guadalupe sucedió el milagro del encuentro de ambos mundos.

La batalla de Lepanto
Pero no solo se combate en el Nuevo Mundo. El imperio Otomano amenaza Europa, llegando incluso a asediar Viena. La cristiandad está en peligro. En la segunda mitad del siglo XVI, la situación se vuelve dramática. Túnez, Chipre y otras tierras cristianas están en manos turcas. Felipe II teme un ataque a España. Es el momento de actuar, de ponerle freno. Se constituye así la Liga Santa en la que se unen España, Venecia y el Papa Pío V. El comandante de la flota es Juan de Austria, hermano de Felipe II. En su nave flamea el estandarte –conservado hoy en la catedral de Santiago de Compostela– con la imagen de la Virgen a la que había encomendado la difícil empresa. El 7 de Octubre de 1571 se encuentran las dos flotas en orden de batalla. En Roma, san Pío V, de rodillas, reza el Rosario pidiendo la intercesión de la Virgen. Antes de que llegara la noticia, tuvo una visión que le anunció el éxito en la batalla: la cristiandad ha vencido en Lepanto. La Virgen le había escuchado. Por aquella victoria se había disipado el peligro turco. Europa está a salvo. El año siguiente Pío V instituiría la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, el 7 de octubre.

La Santa Casa de Loreto
Son años trágicos por las guerras, la carestía y la peste. La Virgen hace sentir su presencia. Por toda Europa se recogen noticias de milagros llevados a cabo por la Madre de Dios. En numerosas ocasiones estos hechos ocurren “por casualidad”, son pura gracia derramada a través de apariciones a niños, pastores o en el hallazgo de iconos marianos. Se construyen santuarios, ermitas, iglesias que se convierten en lugares de peregrinación. Hasta ellos llega la gente para rogar al Misterio que se hace presente de forma tan evidente. A menudo es el mismo Jesús, la Virgen o los santos los que indican dónde se ha de construir el santuario, de los más diversos modos: a través del hallazgo de una imagen milagrosa, un rosal que florece en pleno invierno, una estatua que llora o emana perfume. Allí los fieles rogarán e implorarán el milagro. 
En 1473 se recoge por primera vez el relato del traslado desde Tierra Santa hasta Italia de la casa de Nazaret, la Santa Casa de Loreto. El misterio que se celebra en Loreto fundamentalmente subraya el Hecho de la Encarnación del Verbo en el seno de María. No por casualidad los jesuitas difundirían la devoción lauretana, construirían numerosas capillas a Nuestra Señora de Loreto y llamarían Loreto a muchas de sus misiones.

El nombre de María
Entre los siglos XV y XVI, cambian algunos de los aspectos de la devoción mariana. Se introducen algunas fiestas en honor a la Virgen, como los Desposorios de la Virgen, Nuestra Señora del Buen Consejo, Nuestra Señora de Gracia o la Expectación del Parto. Familias religiosas enteras se glorían de una piedad mariana particular y se convierten en heraldos de la devoción mariana, como los cistercienses, los dominicos, los servitas o los franciscanos. Pero también nuevos grupos de consagrados –hombres y mujeres– tienen en María su punto de referencia. A nivel popular, cada vez se bautizan más niñas con el nombre de la Virgen.
En una época en que la crisis de la conciencia europea tendría repercusiones dramáticas y trágicas en la cristiandad, con la brecha abierta por la división protestante, el fenómeno más importante es, sin duda, el aumento de las peregrinaciones. En efecto, de nada valen las polémicas suscitadas por los protestantes y por las corrientes humanistas: los fieles acuden a los santuarios. San Ignacio de Loyola, firma su autobiografía, escrita en 1553, con el nombre de peregrino, ya que la peregrinación estaba en el vértice de su experiencia de conversión. Precisamente ofreció su espada y todos los símbolos de su condición de noble a la Virgen de Monserrat, en Cataluña. El peregrino visita a la Virgen y los lugares en los que se ha aparecido, para obtener una gracia o para pedir la propia conversión. Y la Madre de Dios siempre responde. 

Fuente: huellas-cl.com