ANIKOS Kazantzakis
cuenta esta deliciosa fábula ”
¿Comprender a Dios, Yanna-kos? ...
– preguntó el pope con terror. Pero el hombre, gusanillo
ciego a los pies de Dios, ¿qué podrá compender de una
grandeza inconmensurable? Yo tampoco comprendía cuando era
joven, protestaba y preguntaba como tú. Un día, mi superior,
en el Monte Athos, me refirió una parábola.
Una vez -me dijo-, hubo una aldehuela perdida en el
desierto. Todos sus habitantes eran ciegos. Un gran rey
llegó a pasar por allí, seguido de su ejército. Iba montando
en un enorme elefante. Los ciegos lo supieron y, como habían
oído hablar mucho acerca de los elefantes, los impulsó el
deseo de tocar el animal fabuloso, para así formarse una
idea de cómo era. Una docena de ellos se pusieron en camino.
Suplicaron al rey les diera permiso para tocar al elefante.
“ Os doy permiso, ¡tocadlo!”, consintió el rey. Uno le palpó
la trompa, otro la pata, éste el lomo, a aquél lo alzaron un
poco para que pudiera tocar las orejas, y a otro lo montaron
en el elefante y le hicieron dar una vuelta. Los ciegos
quedaron encantados. Los demás ciegos los rodearon,
preguntándoles ávidamente qué clase de ser era esa bestia
que llamamos elefante. El primero dijo: “Es un enorme tubo
que se alza con fuerza, se enrosca y ¡desgraciado de ti si
te coge!” Otro afirmó: “Es una columna con pelos”. Un
tercero: “ Es un muro como una fortaleza y también con
pelos”. Aquel que había tocado la oreja: “De ningún modo es
un muro, sino un grueso tapiz, groseramente tejido, que se
mueve cuando se le toca”. Y el último exclamó: “Es una
montaña colosal que se pasea”.
Los cuatro amigos se echaron a reir.
-Nosotros somos los ciegos – dijo Yannakos-, tienes razón,
padre mío. Dispénsame. No vemos más allá de nuestras narices
y decimos: “Dios es duro como una roca”. ¿Por qué? Porque no
vemos más lejos.”
¿Qué es eso de la teología apofática?
Ante la dificultad
de hablar y conocer a Dios los teólogos se sacan de la manga
una teología llamada apofática:
“Así se califica la teología que habla de Dios negando los
límites, es decir, subiendo de lo que conocemos, limitado,
al ser totalmente primitivo y transcendente. Así Dios es
in-menso, in-finito, in-mortal, in-material...”.
Reconoce esta perspectiva una realidad que además es
evidente: Nunca podremos hablar de Dios de una manera
totalmente objetiva y por tanto sólo podemos balbucear las
realidades divinas.
Ni los teólogos dedicados a profundizar los misterios
divinos, ni los místicos que por gracia son iluminados para
vislumbrar los arcanos de la divinidad pueden hablarnos
adecuadamente de Dios.
Todo es debido a nuestra limitada capacidad de comprensión.
Pero aquí llega la sabiduría y la bondad del Señor. Como nos
dice el Vaticano II ¡cuánta adaptación de palabra ha usado
para comunicarse con nosotros! Y comienza el conocimiento de
la historia de amor y de salvación con las ráfagas que el
hombre capta de una manera inconexa en el A. T.; hasta que
se hace presente la luz plena con la acampada del Hijo entre
nosotros: “De tal manera amó Dios al mundo que envió a su
hijo...”
En Jesús se nos manifiesta toda la revelación que podemos
captar, pero sobreabundante para conocer su amor, su
voluntad de salvarnos, de hacernos hijos en el Hijo, y
herederos de la felicidad.
Revelación de la Santísima Trinidad
Jesús de Nazareth,
el Hijo de Dios hecho hombre en el seno de María Virgen por
obra del Espíritu Santo, con sus palabras, sus gestos, su
vida nos descubre quién, qué hace y cuál es su misión.
Además nos habla del Padre y del Espíritu como realidad
propia.
Si Jesús no lo hubiera revelado jamás la mente humana
hubiera podido imaginar la fuente de todos los misterios: La
Santísima Trinidad, un solo y único Dios en tres personas
iguales y distintas al mismo tiempo.
Ante este misterio, nuestra capacidad limitada de
comprensión tiene más fácil captar lo que es el Padre y lo
que es el Hijo porque tenemos referencias a través de la
experiencia de paternidad y de filiación. Pero comprender la
persona del Espíritu se nos hace más dificil porque nos
encontramos sin puntos de referencia.
Conocer al Padre y al Hijo
Para contemplar
desde la fe las dos primeras Personas tenemos puntos de
referencia. El símbolos paterno nos hace pensar en el don de
la vida, en el amor abnegado. Lo expresa con viveza “Papa
Goniot” el personaje de Balzac. Así lo explica a Rastignac
su joven vecino:
“Yo no tengo frío estando ellas (sus hijas) calientes, ni me
aburro jamás cuando ellas ríen. Mis penas son las suyas. Una
mirada suya, si es triste, me hiela la sangre. Un día sabrá
usted que es uno más feliz con la felicidad de los hijos que
con la suya propia. No puedo explicárselo; son impulsos
íntimos que difunden bienestar por doquier.”
Y añade algo muy hermoso que quiero subrayar y que no puede
pasar desapercibido:
“¿Quiere usted que le diga una cosa curiosa? Pues bien:
cuando fui padre comprendí a Dios.”
Desde aquí y con la perspectiva de la teología apofática
podemos decir: Este es el amor de un padre limitado. Estirad
ese amor hasta lo infinito y nos acercaremos a comprender a
Dios. Eso es lo que quieren decir los teólogos de cuando
explican que Dios es mucho más que padre y madre a la vez.
Y una advertencia interesante que nos llega desde la
teología pastoral es que prescindamos del símbolo de Dios
Padre si nos dirigimos a un grupo –por ejemplo un grupo bajo
el tribunal de menores– que podamos sospechar que la
experiencia del padre es desastrosa: un padre borracho,
violento...
El término de referencia en estas circunstancias es
totalmente inadecuado.
Para conocer al Hijo también tenemos punto de apoyo en el
hijo bueno, obediente, lleno de cariño hacia sus padres.
Pero sobre todo tenemos al Hijo visible en Jesús de Nazareth,
obsesionado por el cumplimiento exacto de la voluntad del
Padre.
Es la actitud única que cabe en el discípulo de Jesús que
quiere configurarse con su Maestro. En una homilía sobre el
bautismo señala Gregorio Nacianceno las distintas actitudes
que se pueden tener en relación a Dios
“Conozco tres condiciones entre los salvados: servidumbre,
asalariado y filiación. Si eres esclavo, teme los golpes; si
eres mercenario, mira tan sólo el salario a percibir; pero
si por encima de esto, eres hijo, reverencia a Dios como
Padre. Haz el bien, porque es hermoso abedecer al Padre,
aunque ello no te reporte nada. El salario es agradar al
Padre.”
También hay que conocer al Espíritu Santo
Saber quién es y
qué hace el Espíritu Santo ya se hace más dificil, porque
carecemos de términos analógicos o puntos de referencia. Por
eso hasta hace poco se le llamaba el “gran desconocido”.
La situación denunciada el año 393 por San Agustín ha
perdurado hasta hace muy pocos decenios:
“ Hombres sabios y espirituales trataron del Padre y del
Hijo en muchos libros. Por el contrario los doctos y grandes
tratadistas de las divinas Escrituras aún no han debatido
acerca del Espíritu Santo tan extensa y diligentemente.”
No es el lugar ni el momento de hacer divagaciones
pneumatológicas. Basta decir para nuestro objetivo que la
Biblia nos lo define como una fuerza misteriosa, una luz
incandescente, un viento que empuja y dirige.
Mons. Ramón Buxarrais intenta describir al Espíritu Santo a
través de lo que él llama una torpe comparación:
“Imaginamos un mar profundo y extenso que tenemos que cruzar
en un velero y llegar a puerto seguro. Sólo el viento es
capaz de hacernos llegar a término.
El mar inmenso es la creación. El puerto a alcanzar
Dios-Padre. El velero para cruzar el mar Jesucristo-Iglesia.
El viento, el Espíritu Santo. Sin el impulso del Espíritu,
el velero no se movería. Con él, a su impulso avanzamos
cruzando el mar y nos acercamos al puerto seguro: Dios
Padre.”
María de Nazareth dócil al impulso y viento del
Espíritu
La relación de la
Virgen María con el Espíritu Santo es una unión muy especial
y única que hay que contemplar con precisión teológica. El
mariólogo R. Laurentín nos lo explica con matices finísimos
que hacen ver lo inapropiado de algunas comparaciones:
“Ella fue la elegida por el Espíritu Santo, autor de todos
los frutos espirituales, para producir el mejor fruto en
este mundo: el fruto transcendente que es Dios hecho
hombre... Y no se trata de una fecundación. El Espiritu
Santo no es el padre de Jesucristo. Jesucristo no tiene
padre terrano. Por naturaleza, no tiene más que un Padre:
divino, celeste y eterno...
María no es la esposa del Espíritu Santo, que no desempeña
un papel fecundante ni mantiene con Ella una relación frente
a frente, pues su modo de actuar es enteramente distinto.
Actúa desde el interior, de modo transcendente. Del mismo
modo que en cada uno de nosotros despierta lo mejor de
nosotros mismos, despieta en María su capacidad materna para
dar a luz al Hijo de Dios. Actualiza sus capacidades
femeninas para elevarlas a una relación suprema con Dios. El
Hijo del Padre se convierte en su hijo en “una misma y única
filiación”, difundida y comunicada, como dice Tomás de
Aquino. Jesús no tiene padre según la carne, porque la
filiación eterna no podía compartirse. Sólo podía
manifestarse en este mundo, como expresa con tanta
profundidad el prólogo de Juan, donde se ve como el
nacimiento eterno progresa a través del nacimiento del Verbo
hecho carne y del nacimiento de los cristianos por la fe y
el bautismo.”
Actitud de María
Se le anuncia que
por obra del Espíritu Santo el que ha de nacer será santo y
llamado Hijo de Dios y María dijo: He aquí la esclava del
Señor. Hágase, esto es, que Dios actúe y yo estaré dispuesta
a la colaboración total. María dijo sí y la salvación vino
al mundo.
Como cuenta el biblista y Mariologo F. Juberías; “expresó su
consentimiento con un ardiente deseo de que se cumpliese en
Ella”
-En la visitación el saludo a Isabel, hay que considerarlo
en el contexto de los dos saludos que se empleaban: “Shalom
lek” (la paz contigo). Que todos lo bienes y bendiciones que
trae consigo la presencia de Dios te acompañen. Se presenta,
pues, a su prima como la portadora de los primeros bienes de
la redención. Y “saltó de gozo el niño en su seno e Isabel
quedó llena de Espíritu Santo”
Nos dicen los teólogos, que cuando Dios concede a un alma
una gracia de salvación, no se la quita a no ser que esa
alma se haga indigna de esa gracia.
María se presenta aquí como portadora del Redentor, la
colaboración del Espíritu y el cauce de la primera gracia
narrativa de la Redención. Podemos estar seguros que esta
gracia no palideció en María y por eso el gran bien de la
Redención y la suprema gracia del Redentor que es el don del
Espíritu Santo se repite siempre y para todos los casos.
Con palabra teológica lo afirma el P. F. Juberías: “María es
como el sacramento universal a través del cual se nos
comunica el don del Espíritu Santo”.
Sugerencias
Que el Espíritu
Santo no sea para nosotros un olvidado. Ciertamente no
dejará de darnos sus dones e impulsos aunque no se lo
pidamos a Él explicítamente. Pero Jesús quiere que lo
hagamos presente en nuestras peticiones. Hoy y siempre
necesitamos la fuerza del Espíritu para ser testigos de
Jesús.
María una vez más modelo del discípulo nos enseñará a ser
dóciles a las profundas llamadas del Espíritu.
Fuente:
ciudadredonda.org