"Entonces,
llamando a si a los discípulos, les dijo: En verdad os digo:
esta viuda ha echado más que todos los que echan en el arca
del Tesoro. Pues todos han echado de lo que les sobraba,
esta, en cambio, ha echado de los que necesitaba, todo
cuanto poseía, todo lo que tenía par vivir” (Mc 12, 43-44).
Este pasaje del Evangelio de Marcos, que se proclama en el
domingo XXXII del Tiempo ordinario (Año B) nos recuerda una
de las verdades centrales de nuestra fe: la donación total
de si mismos a Dios. Una verdad esta, cuya importancia es
vital: ¿cómo podríamos, en efecto, creer auténticamente en
Él si no fuéramos suyos? Si solo reserváramos para Dios lo
superfluo, ¿sería posible la confianza en Él?
La figura de una pobre viuda, de la que no se conoce ni
siquiera el nombre, viene mostrada por Jesús como el
auténtico modelo de donación; ella no echó en el tesoro de
lo superfluo, como hacían otros, sino que echó "todo lo que
tenía, todo lo que tenía para vivir". El gesto no era
teatral, el Señor ve en el corazón y reconoce la realidad
más bella de la fe: el regalo total de sí, esto es, , la
imitación por excelencia de la vida divina. Dios no dona
nunca lo superfluo sino que dona todo, como ha recordado el
Santo Padre Benedicto XVI, desde el principio de su
Pontificado: "Él no quita nada, y lo da todo. Quien se
entrega a El, recibe el céntuplo. Sí, abrid, de par en par
las puertas a Cristo - y encontraréis la verdadera vida"
(Benedicto XVI, Homilía del 24 de abril del 2005).
¡Si esta mujer nos enseña lo que significa verdaderamente
confiar en Dios, cuánto más la Virgen Maria, Madre de toda
auténtica donación, viene en nuestra ayuda para ayudarnos a
hacer de nuestra vida un don total de nosotros mismos a
Jesús! Maria ha sido la primera en poner a disposición del
Redentor toda su persona, sin retener nada para si,
consagrándose, consciente de la desproporción entre lo que
se da y lo que se recibe: "Bienaventurados los pobres en
espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos". Dar a
Cristo la propia pobreza de criatura capaz de acoger el don
del Creador, la magnificencia de Su amor, que siempre obra
en nosotros, transformándonos.
El don de si, nos transforma siempre. Los Santos son el
testimonio evidente de esta realidad. Más se confía en el
Señor y uno se entrega, más nos transformamos en Él. ¡El
problema es el egoísmo del hombre, incapaz de ver más allá
de las "dos monedas"; esto impide dar el salto, hacer que
los propios talentos den fruto y abandonarse en Dios como un
niño que se echa en los brazos seguros de su padre! Cuántas
veces, Jesús se encuentra hoy con "el joven rico" que nunca
se decide a seguirlo porque está demasiado seguro de si
mismo. Con Maria podemos cantar el magnificat, a condición
de que nos abandonamos en Dios. Entregándonos también
seremos sumergidos en el océano de Su misericordia: "de
generación en generación su misericordia se difunde sobre
todos los que lo temen". Los que temen a Dios, son como la
pobre viuda que ha encontrado la mirada atenta de Cristo que
la ha exaltado. El Evangelio está lleno de estos iconos del
amor gratuito, amantes del “Amor que no es amado”.
La Virgen, desde cada santuario, desde todos los rincones de
la tierra en que es honrada y rezada, sigue cantando su
Magnificat, dando testimonio de que su hijo siempre "a los
hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide
vacíos". Quién da todo, aparece a los ojos del mundo como un
perdedor, pero a los ojos de Dios es un vencedor: rico de un
amor sin límites. Quien cree que da mucho, pero no se da a
sí mismo, sólo da de lo superfluo; quien cree, engañándose,
que la apariencia es importante, no se enriquece antes bien,
se hace aún más pobre, banalizando la misma fe.
Comprendemos de este modo no sólo la insistente llamada de
Jesús a la oración, sino también a la vigilancia del
corazón, para que no se llene de apariencias sino de dones
del Espíritu Santo. Entregarse a Dios es como la verdadera
amistad entre las personas que se aman: no se abre el
corazón una sola vez, sino continuamente; la vida de
donación a Dios es una constante abrirse al prójimo, un
continuo volcarse gota a gota, un dulce dejarse caer en
Dios, en el mar de su bondad. ¡Qué absurdo sería una gota
que se creyera mar, sin dejarse caer y perderse en él!
Fuente:
fides.org