María, Madre de nuestra entrega

Padre Luciano Alimandi

 

"Entonces, llamando a si a los discípulos, les dijo: En verdad os digo: esta viuda ha echado más que todos los que echan en el arca del Tesoro. Pues todos han echado de lo que les sobraba, esta, en cambio, ha echado de los que necesitaba, todo cuanto poseía, todo lo que tenía par vivir” (Mc 12, 43-44). Este pasaje del Evangelio de Marcos, que se proclama en el domingo XXXII del Tiempo ordinario (Año B) nos recuerda una de las verdades centrales de nuestra fe: la donación total de si mismos a Dios. Una verdad esta, cuya importancia es vital: ¿cómo podríamos, en efecto, creer auténticamente en Él si no fuéramos suyos? Si solo reserváramos para Dios lo superfluo, ¿sería posible la confianza en Él?
La figura de una pobre viuda, de la que no se conoce ni siquiera el nombre, viene mostrada por Jesús como el auténtico modelo de donación; ella no echó en el tesoro de lo superfluo, como hacían otros, sino que echó "todo lo que tenía, todo lo que tenía para vivir". El gesto no era teatral, el Señor ve en el corazón y reconoce la realidad más bella de la fe: el regalo total de sí, esto es, , la imitación por excelencia de la vida divina. Dios no dona nunca lo superfluo sino que dona todo, como ha recordado el Santo Padre Benedicto XVI, desde el principio de su Pontificado: "Él no quita nada, y lo da todo. Quien se entrega a El, recibe el céntuplo. Sí, abrid, de par en par las puertas a Cristo - y encontraréis la verdadera vida" (Benedicto XVI, Homilía del 24 de abril del 2005).
¡Si esta mujer nos enseña lo que significa verdaderamente confiar en Dios, cuánto más la Virgen Maria, Madre de toda auténtica donación, viene en nuestra ayuda para ayudarnos a hacer de nuestra vida un don total de nosotros mismos a Jesús! Maria ha sido la primera en poner a disposición del Redentor toda su persona, sin retener nada para si, consagrándose, consciente de la desproporción entre lo que se da y lo que se recibe: "Bienaventurados los pobres en espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos". Dar a Cristo la propia pobreza de criatura capaz de acoger el don del Creador, la magnificencia de Su amor, que siempre obra en nosotros, transformándonos.
El don de si, nos transforma siempre. Los Santos son el testimonio evidente de esta realidad. Más se confía en el Señor y uno se entrega, más nos transformamos en Él. ¡El problema es el egoísmo del hombre, incapaz de ver más allá de las "dos monedas"; esto impide dar el salto, hacer que los propios talentos den fruto y abandonarse en Dios como un niño que se echa en los brazos seguros de su padre! Cuántas veces, Jesús se encuentra hoy con "el joven rico" que nunca se decide a seguirlo porque está demasiado seguro de si mismo. Con Maria podemos cantar el magnificat, a condición de que nos abandonamos en Dios. Entregándonos también seremos sumergidos en el océano de Su misericordia: "de generación en generación su misericordia se difunde sobre todos los que lo temen". Los que temen a Dios, son como la pobre viuda que ha encontrado la mirada atenta de Cristo que la ha exaltado. El Evangelio está lleno de estos iconos del amor gratuito, amantes del “Amor que no es amado”.
La Virgen, desde cada santuario, desde todos los rincones de la tierra en que es honrada y rezada, sigue cantando su Magnificat, dando testimonio de que su hijo siempre "a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos". Quién da todo, aparece a los ojos del mundo como un perdedor, pero a los ojos de Dios es un vencedor: rico de un amor sin límites. Quien cree que da mucho, pero no se da a sí mismo, sólo da de lo superfluo; quien cree, engañándose, que la apariencia es importante, no se enriquece antes bien, se hace aún más pobre, banalizando la misma fe.
Comprendemos de este modo no sólo la insistente llamada de Jesús a la oración, sino también a la vigilancia del corazón, para que no se llene de apariencias sino de dones del Espíritu Santo. Entregarse a Dios es como la verdadera amistad entre las personas que se aman: no se abre el corazón una sola vez, sino continuamente; la vida de donación a Dios es una constante abrirse al prójimo, un continuo volcarse gota a gota, un dulce dejarse caer en Dios, en el mar de su bondad. ¡Qué absurdo sería una gota que se creyera mar, sin dejarse caer y perderse en él!

Fuente:  fides.org