Madre de la divina misericordia

Padre Fernando Pascual, L.C

 

Cuando pensamos que Dios necesitó del hombre para ofrecer su Amor salvador. Cuando pensamos que quiso venir al mundo para caminar a nuestro lado. Cuando pensamos que el Cuerpo de Jesús necesitó una Madre que lo acogiese y amase para estar entre nosotros. Cuando pensamos que no hay Redención sin efusión de Sangre, y que no hay Sangre sin Encarnación... Entonces no podemos dejar de mirar a María, y llamarla, con el corazón lleno de esperanza, usando uno de sus títulos más bellos de la piedad mariana: “Madre de la divina misericordia”.

Juan Pablo II dedicó a la Madre de Jesús un número entero de su segunda encíclica, “Dives in misericordia” (Dios rico en misericordia), publicada en 1980. Porque la misericordia, que llega a todas las generaciones, que se ofrece a todos los pueblos, nació desde la mirada del Omnipotente, que se fijó “en la humildad de su esclava” (Lc 1,48). Porque al llegar la plenitud de los tiempos, Dios mandó a su Hijo, “nacido de mujer, nacido bajo la ley” (Ga 4,4), para salvarnos. Porque desde entonces no podemos no llamar a María bienaventurada, porque su sí es el sí que permite la llegada del Redentor del hombre.

Donde más brilla la belleza de María como Madre de la misericordia es en el misterio Pascual. Junto a la Cruz, la Virgen toca de un modo especialmente profundo el misterio del Amor de Dios. “Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado, el misterio de la cruz, el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con el amor: el ‘beso’ dado por la misericordia a la justicia. Nadie como ella, María, ha acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su ‘fiat’ definitivo. María, pues, es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es” (Dives in misericordia n. 9).

Juan Pablo II veía, así, que María es “Madre del Crucificado” y “Madre del Resucitado”. Por estar tan cerca de Jesús, en su infancia, en su vida pública, en el momento de tu total donación al Padre para salvar a los hombres, también está muy cerca de nosotros, de cada uno de los hombres y mujeres necesitados de misericordia. 

Entonces María, “habiendo experimentado la misericordia de modo excepcional”, decía el Papa, “‘merece’ de igual manera tal misericordia a lo largo de toda su vida terrena [...] ha sido llamada singularmente a acercar a los hombres al amor que Él había venido a revelar: amor que halla su expresión más concreta en aquellos que sufren, en los pobres, los prisioneros, los que no ven, los oprimidos y los pecadores, tal como habló de ellos Cristo, siguiendo la profecía de Isaías, primero en la sinagoga de Nazaret y más tarde en respuesta a la pregunta hecha por los enviados de Juan Bautista” (Dives in misericordia n. 9).

A través de María nos resulta más fácil acceder a la misericordia, descubrir el Amor, dejarnos rescatar por Cristo. Porque Ella, como Madre, con su especial ternura, nos repite una y otra vez “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5). Porque Ella no deja de recordarnos las cosas grandes que Dios puede hacer en los corazones humildes y sencillos.

Tenemos una Madre que nos conduce a Cristo: su presencia es algo vivo, esencial, en nuestro camino como Iglesia. Tenemos una Madre que vela por nosotros, que nos recuerda el Amor, que nos alienta con su afecto materno y su ejemplo sublime. Como recordaba el Concilio Vaticano II, citado por Juan Pablo II, “con su amor materno cuida a los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada” (Lumen gentium n. 62).

Madre, concédenos vivir siempre en la misericordia divina. Que ningún pecado pueda apartarnos del Amor, que ninguna pena nos oprima y nos lleve a la desconfianza. Que sepamos ser misericordiosos porque hemos recibimos mucha misericordia, que sepamos ya desde ahora vivir en el Amor que salva. Que podamos un día, contigo, ser acogidos por tu Hijo en el Reino eterno, para siempre, y cantar, contigo, las misericordias del Señor, que se fijó en Tu humildad y que nos trajo, a través de Ti, al Salvador.