Sentido Teológico de la Advocación Mariana de Consolación

Pedro Castón Boyer

 

En la tristeza, en la enfermedad, en la persecución, en el dolor tiene el hombre necesidad de consolación. En el Antiguo Testamento, en los momentos difíciles del pueblo de Israel, Dios aparece como el verdadero consolador. Cuando el pueblo vuelve del exilio de Babilonia, dice Dios por medio del profeta Isaías: "Exulta, cielo; alégrate, tierra; romped en aclamaciones, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados" (IS 49, 13). Para hablar del consuelo de Dios a su pueblo, la Biblia utiliza varias imágenes. Muy frecuentemente emplea la imagen del pastor: "Mirad, el Señor Dios llega con poder, y su brazo manda (...) Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres" (Is 40,10-11). También es muy usada la imagen del afecto de la madre; "¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no olvidaré" (Is 49,15).
Jesús, en los Evangelios y desde el principio, aparece como el consolador de los afligidos. En la sinagoga de Nazaret Jesús dice que en Él se cumple el siguiente texto de Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres. Me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor" (Lc 4, 18-19). Y a Juan el Bautista le dice a través de unos discípulos, como testimonio de su mesianismo: "Id a contarle a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan, a los pobres les anuncia la buena noticia" (Lc 7, 22). Y el Evangelista Mateo cuenta que Jesús recorría toda Galilea "proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo (...) Y le traían todos los pacientes aquejados de enfermedades y sufrimientos diversos, endemoniados, lunáticos y paralíticos, y los sanó" (Mt 4, 23-24).
Este consuelo no cesa cuando Jesús resucita y se va al Padre. Jesús envía a la Iglesia el Paráclito, el Espíritu de consolación para que la asista en todo momento, sobre todo en los momentos de persecución (Jn, 14, 16.26). En los Hechos de los Apóstoles se dice que las Iglesias "Se edificaban y progresaban en el temor del Señor y estaban llenas de la consolación del Espíritu Santo" (Hch 9,31).
La función de consolador, pues, corresponde a Jesucristo, que en los cielos es nuestro "defensor ante el Padre" (1 Jn 2, 1-2). Y en la tierra corresponde al Espíritu Santo que actualiza la presencia de Jesús, siendo para los creyentes el revelador y el defensor de Jesús: "Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá vuestro abogado, en cambio si me voy os lo enviaré" (Jn 16, 7).
María, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús, y abrazando la voluntad salvífica de Dios se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de Jesús, sirviendo al misterio de la Redención con Él y bajo Él, por la gracia de Dios omnipotente. Los Santos Padres consideran a María en la Redención no como un mero instrumento pasivo, sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia (L.G. 56).
Así como María es cooperadora de Cristo en la obra de la Redención, también es junto con su Hijo mediadora y consoladora. En las letanía marianas la llamamos "consuelo de los afligidos". Dice el Concilio Vaticano II que María, una vez recibida en los cielos, "continúa alcanzándonos por su múltiple intercesión, los dones de la eterna salvación (...) Por eso la Bienaventurada Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora, lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada quite, ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador" (L.G. 62).
María es "signo de esperanza cierta y consuelo para el pueblo de Dios peregrinante" (L.G. 68). En varios momentos aparece María en los Evangelios dando consuelo y esperanza a los que estaban con ella. Por supuesto en el Nacimiento fue consuelo para su Hijo, para San José y para todos los que se acercaron o contemplarlos y ver las circunstancias tan precarias en las que había nacido. Más adelante la vemos siendo consuelo para aquellos recién casados que se les había acabado el vino (Jn 2, 1-11). En el momento de la crucifixión María fue de un gran consuelo para su Hijo en la cruz: "Junto a la cruz estaba su madre", nos dice San Juan (Jn 19,25). Se condolió vehementemente con su Hijo y se asoció con corazón maternal a su sacrificio. Pero no sólo fue consuelo para su hijo sino para todos los que habían sufrido y estaban desorientados con la muerte de Jesús, sobre todo para sus discípulos y por eso estaba todos esos días orando con ellos. "Todos ellos, nos dicen los Hechos de los Apóstoles, perseveraban en la oración con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos" ( Hch 1,14).
Los hermanos de la Hermandad del Santísimo Cristo de San Agustín deben también meditar e imitar a María como Consoladora. Si invocan a María como Consuelo es para que los hermanos practiquen la virtud del consuelo. Dar consuelo a los hermanos que lo necesiten y a todos los afligidos y desconsolados de nuestra sociedad que son muchos: enfermos, prisioneros, ancianos, huérfanos, parados, difamados, matrimonios separados, inmigrantes africanos... De esta forma, Nuestra Madre y Señora de la Consolación no será sólo una advocación vacía de sentido sino llena de vida por las buenas obras. Que nunca demos lugar a que las duras palabras de Jesús contra los escribas y fariseos caigan sobre nosotros porque nos quedamos sólo en lo externo: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; el culto que me dan es inútil, pues la doctrina que enseñan son preceptos humanos" (Mt 15, 7-9).

Pedro Castón Boyer
Granada y el Cristo de San Agustín.
Granada, 1994, Cofradía del Cristo de San Agustín/Hipercor, pp.256-258
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