Guadalupanos 

Jaime Septién Crespo

 

«Todo fiel cristiano mexicano sabe que, de los días 9 a12 de diciembre de 1531, se apareció la Virgen María al indio Juan Diego en el cerro del Tepeyac y le mandó dijese al obispo de México, don fray Juan de Zumárraga, que le erigiese un templo. Dudó el obispo y pidió una señal al indio mensajero, el cual, por orden de la Señora, cortó rosas y flores del lugar y las llevó al prelado, admirándose los dos de que, al abrir la capa en que las llevaba envueltas, apareciese milagrosamente pintada una imagen que hoy México venera con el nombre de Nuestra Señora de Guadalupe». Así resume la historia del milagro de las apariciones el historiador potosino Francisco de la Maza en su libro El guadalupanismo mexicano. Y esa historia, en efecto, está grabada, como signo de reconocimiento mutuo, en el corazón de casi todos los mexicanos: a algunos les molesta, sabrá Dios por qué.

Sin reconocer la presencia divina en la tilma de Juan Diego; es más, sin reconocer siquiera a Juan Diego, Octavio Paz, en el prefacio al libro de Jacques Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la conciencia nacional en México, acepta, sin embargo, la portentosa presencia de la Virgen de Guadalupe entre los mexicanos recién salidos de la Conquista como una especie de milagro (él le llama «creación colectiva», porque no creía en los milagros) que «cautivó el corazón y la imaginación de todos». Paz, como muchos intelectuales mexicanos honestos, no volteó la cara al culto popular guadalupano. No que él fuera guadalupano, pero tenía, eso sí, la altura moral para reconocer que «la fiesta de Guadalupe, el 12 de diciembre, es todavía la fiesta por excelencia, la fecha central en el calendario emocional del pueblo mexicano». Guadalupe, dice Paz, le da legitimidad a la nación y cubre la orfandad de indígenas y criollos; es decir, pienso yo, les da una identidad real, no ficticia, una noción de pertenencia en la que los mexicanos pudimos (y seguimos pudiendo) habitar.

«Para el hombre indígena —escribe Miguel León Portilla en su reciente libro Tonantzin Guadalupe. Pensamiento náhuatl y mensaje cristiano en el «Nican mopohua»— pensar en la divinidad como en una madre que se aflige y preocupa por sus hijos no era cosa extraña». Y no lo es para los mexicanos, de los de ahora. Después de todo, como dijo el gran Alfonso Reyes, «todas esas voces oscuras, de abuelos indios, que lloran en nuestro corazón, no han tenido desahogo». Han pasado 470 años desde las apariciones; el estupor sigue vivísimo. ¿No es éste un trallazo de luz que debería convencer de su verdadera esencia a algunos incrédulos gritones que creen que en su cabecita se alberga el tesoro de la razón universal?

Guadalupe no es un mito, no es una metáfora, no es una «creación colectiva»: es un hecho. Un mensaje de amor dirigido a la nación reciente no puede venir sino de la Madre de Dios. Las armas apenas habían callado, ya descansaban la flecha y el escudo. Los macehuales —los indígenas del pueblo— yacían en la derrota, en medio de una herencia que era como una «red de agujeros». Todavía no se secaba la sangre de las paredes ni los lagos dejaban de estar salados. El odio se amortiguaba detrás de las ruinas. ¿Cómo, pues, podría haber florecido una nación si no a través de «esa presentación sencilla, bella y a la vez profunda de los misterios de la nueva religión enseñada por los frailes», como dice León Portilla que es el Nican mopohua, nuestra narración fundacional? 

Juan Diego fue el representante de los macehuales, el receptor del mensaje de amor con el que nacía México. ¿Puede ser, ya no digamos el milagro del ayate, sino el milagro del mensaje, obra de hombres? Con Guadalupe los mexicanos podemos andar en casa. ¿No es ésa la sensación que nos invade nada más acercarnos a su casita del Tepeyac? Un sentimiento de nobleza, de materna solicitud, de fin de búsqueda: 

«Mucho quiero yo, / mucho así lo deseo / que aquí me levanten / mi casita divina, / donde mostraré / haré patente, / entregaré a las gentes / todo mi amor, / mi mirada compasiva / mi ayuda, mi protección».
 Fuente: El Observados 335-1