La Virgen de Guadalupe

Javier Sicilia 


¿Quién es la Virgen de Guadalupe? La pregunta es tan inmensa como su misterio. Sobre ella se han escrito y continuarán escribiéndose infinidad de textos tan contradictorios y plurales como su propia inmensidad. Es natural: la Virgen, en su misterio trascendente, nos rebasa en todos sentidos, y por esa misma condición trascendente su mensaje a la nación mexicana, a esa nación que fundó, no se realizará plenamente en este mundo.

No obstante, todo hombre, toda mujer, todo niño que piensa en Ella tiende un puente desde su razón y su fe para acercar y alcanzar esa trascendencia.

Soy un creyente del milagro Guadalupano, creo en la santidad de ese indígena a quien se le apareció. Lo que más me sorprende de su aparición en estas tierras es precisamente la inmensidad de su mensaje evangelizador. Guadalupe, en una tierra devastada por la Conquista y el peso de la Colonia, en donde los misioneros acusaban a sus moradores de idólatras y aun se discutía si tenían o no alma, aparece y, hablando la lengua de los vencidos, no sólo los reivindica y les da rango y dignidad humanas, sino que escoge al humilde indígena Juan Diego, a esa «escalerilla», «cola», «mecate», como a sí mismo se llamaba después de su fracaso con Zumárraga, para evangelizar al propio obispo en lo referente al misterio de Cristo que ha venido por todos los humildes, y llevar así la religión de los indígenas a su culminación en Cristo.

No creo que haya habido ni en la Europa ni en el Nuevo Mundo del siglo XVI una mente tan iluminada como para haber construido esa joya de la evangelización. Una Iglesia que sólo hasta 1963, con el concilio Vaticano II, comenzó a analizar la evangelización con mirada ecuménica y respeto a las culturas, no podía haber concebido una acontecimiento tan absolutamente novedoso y escandaloso, incluso para nuestro tiempo, como el hecho guadalupano. En pleno siglo XVI Guadalupe hace del indígena su embajador y lo coloca como el instrumento de un diálogo que, si bien formó a la nación mexicana, aún, por el peso de nuestra ceguera y de nuestra estupidez, no ha alcanzado sus hermosos frutos.

Cuando todavía hoy nos cuesta trabajo utilizar un lenguaje que no sea occidental para hablar de la fe, la Virgen en 1531, como lo ha referido el padre Alberto Athié, «hace suyo el náhuatl para hablar de Dios y de Cristo: 'Soy –dice Guadalupe– la madre del verdaderísimo Dios (...), la madre del que está junto, del que está cerca de Aquel por el que todo existe'. Esta terminología es absolutamente náhuatl».

Dicho esto, es curioso constatar que en esta época en que hemos descubierto a nuestros indígenas aplastados por el peso de la negación y de la miseria, en la que una cultura neoliberal, tan superficial como estúpida, pretende imponernos sus esquemas que nos están sumiendo en la esclavitud y la desesperación, se haya beatificado a Juan Diego. Esta aparente coincidencia (y digo aparente porque eso que llamamos azar no es, en substancia, más que la secreta voluntad de Dios) es una reactualización del milagro guadalpano que, como las últimas apariciones de la Virgen, desde Salet hasta Medugorie, nos instiga a cumplir el mandato de su mensaje. Lo que estas coincidencias nos dicen (y ay de aquel que ya no sepa leer los signos porque sus oídos ya no escuchan ni sus ojos miran) es que México perderá su condición de nación si no reúne, como lo señala Athié, «a los miembros que la constituyen dentro de una dimensión más amplia que los intereses del poder y del dinero», si no nos volvemos hacia los pobres y los indígenas para escucharlos, como lo hizo Zumárraga, y abrazarlos en un México nuevo, plural y ajeno a la idiotez de la globalización.

Guadalupe, como nos lo prometió en 1531, sigue con nosotros y ha vuelto a hablar. Pero de nosotros depende que su mensaje, aunque no con la plenitud de lo que nos aguarda en el Cielo, se cumpla en esta vida y en esta tierra para bien de los hombres.

Fuente: elobservadorenlinea.org