Virgen de la Medalla Milagrosa 

Padre Ángel Peña O.A.R 

 

Se aparece a Catalina Labouré, hermana de la Caridad, en el convento de la calle Du Bac de París, el 18 de julio de 1830. Ella cuenta que a las 11:30 de la noche, se despertó, porque alguien la llamaba. Descorre las cortinas de su cama y ve a un niño, que le dice: “Ven a la capilla, la Santísima Virgen te espera. No tengas miedo. Todas duermen profundamente”. Sor Catalina se viste rápidamente y sigue al niño que la conduce a la capilla. Después de una breve espera, el niño le anuncia: “La Santísima Virgen”. Y aparece una Señora hermosa que, DESPUES DE HABERSE POSTRADO ANTE EL SAGRARIO, va a sentarse en el sillón. Catalina, entonces, de un salto se pone de rodillas a su lado con las manos apoyadas en su regazo. Y ella misma escribe: “Fue el momento más dulce de mi vida. Me es imposible expresar lo que entonces experimenté... Ella me explicó cómo debía comportarme en las pruebas de la vida. Luego con la mano me indicó el altar (sagrario) y me dijo que debía arrodillarme y abrir allí mi corazón, que en ese lugar encontraría todo el consuelo que necesitaba... Al terminar la aparición, volvimos a recorrer el mismo camino, todavía iluminado con el niño a mi izquierda. Creo que era mi ángel guardián, que se había hecho visible para mostrarme a la Santa Virgen. Iba vestido de blanco y aparentaba una edad de cuatro o cinco años”.  

            De nuevo, el 27 de noviembre del mismo año se le aparece la Virgen, estando en la capilla con las demás hermanas en la oración de la tarde. “Entonces, nos dice, me pareció oír el roce de un vestido de seda, miré hacia aquel lado y vi a la Santísima Virgen a la misma altura del cuadro de San José. La Virgen estaba de pie, llevando un vestido blanco aurora con un velo blanco que descendía hasta el borde, a sus pies tenía una esfera y una serpiente a la que aplastaba la cabeza. En sus manos tenía otro globo más pequeño y los ojos levantados al cielo. De pronto, la Virgen abrió las manos, desapareció el globo, y de sus manos salían brillantes rayos luminosos. Los ojos de la Virgen se posaron sobre mí y me miraron largamente. Una voz interior me explicó el sentido de la visión. El globo representaba el mundo. El brillo de sus manos, eran las gracias que María concede a los que se las piden. Entonces, comprendí cuánto agradaba a la Santísima Virgen que la invocasen, cuán generosa era con los que a Ella acudían, cuántas gracias concedía a quienes se las pedían y la alegría que experimentaba al concederlas... Alrededor de la Virgen, se formó un óvalo luminoso que tenía en letras de oro la invocación: Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos. Enseguida, desapareció la Virgen y apareció un óvalo grande con una M, coronada por una cruz, y debajo dos corazones, el de Jesús rodeado de espinas y el de María atravesado por una espada. Doce estrellas rodeaban el conjunto. La Virgen dijo: Haz acuñar una medalla como la de este modelo, todos los que la lleven recibirán grandes favores, serán muy abundantes las gracias para quienes la lleven con confianza”.  

            He aquí el origen de la famosa medalla, a través de la cual Dios ha hecho y sigue haciendo tantos milagros. El 30 de junio de 1832, mientras en París se extendía una epidemia de cólera, que causó 20.000 muertos, se distribuyeron 1.500 medallas. En pocas semanas se empezaron a recibir informes de centenares de curaciones milagrosas. Por eso, el pueblo la llamó “medalla milagrosa”. En 1839 se habían distribuido ya 10 millones de medallas.  

            El cuerpo de Santa Catalina Labouré está incorrupto en una urna de cristal en la capilla de las apariciones. Hoy día el convento de las hijas de la Caridad de la calle Du Bac de París es un centro de peregrinación. La medalla milagrosa, al igual que el escapulario de la Virgen del Carmen, es una fuente de gracias y una señal de nuestro amor a María. Ella, como dice la medalla, es concebida sin pecado, es decir, inmaculada, y aplasta la cabeza de la serpiente infernal, como aparece también en la medalla. Ella es la dispensadora de las gracias de Dios, tal como lo manifiesta a través de los rayos de bendiciones que salen de sus manos. Ella es nuestra Madre, que siempre nos ama y siempre nos espera y nos lleva al amor de Jesús.  

            Entre los hechos más notables de la medalla milagrosa, anotemos la conversión del judío Alfonso de Ratisbona (1812-1884), abogado y banquero muy hostil al cristianismo, que se encontraba en Roma por motivos de salud. El 20 de enero de 1842, su amigo Teodoro de Bussiers, convertido del protestantismo, iba a la Iglesia de Sant’Andrea delle Fratte y le invitó a entrar. Previamente, le había dado una “medalla milagrosa” y una copia de la oración “Acordaos” de San Bernardo para que la rezara todos los días.       Y allí se le apareció María. Al salir, le contó a su amigo, besando la medalla que tenía en su bolsillo: “La he visto, la he visto. Todo el edificio desapareció de mi vista, vi un gran resplandor y en medio de aquel resplandor, sobre el altar, se me apareció erguida, espléndida, llena de majestad y de dulzura la Virgen María, tal como está pintada en la medalla, y me sonrió, no me dijo nada, pero yo lo comprendí todo”. En esa misma Iglesia, en la capilla de la Virgen, se leen estas palabras: “El 20 de enero de 1842, Alfonso de Ratisbona de Estrasburgo, vino aquí judío empedernido. La Virgen se le apareció como la ves. Cayó judío y se levantó cristiano. Extranjero, lleva contigo este precioso recuerdo de la misericordia de Dios y de la Santísima Virgen”. Alfonso se hizo sacerdote y ahora es reconocido como un santo, San Alfonso de Ratisbona.  

            En 1840 se aparece también María a Justina Bisqueyburu, religiosa del mismo convento de Catalina Labouré y en la misma casa de la calle Du Bac de París. Durante seis apariciones le muestra su Corazón Inmaculado y le invita a usar el escapulario verde en su honor. Este escapulario muestra una imagen de la Virgen y otra de su Corazón Inmaculado. La tela que sostiene las dos imágenes representa el manto protector de María y el color verde simboliza la esperanza. Este escapulario verde fue aprobado por Pío IX y ha producido muchas conversiones y curaciones.