El Pilar: La presencia de María en el desierto

Padre Guillermo Juan Morado

 

La Liturgia de la fiesta de Nuestra Señora del Pilar saluda a María como “la columna que guiaba y sostenía día y noche al pueblo en el desierto” (cf Sabiduría 18, 3; Éxodo 13, 21-22). A la salida de la esclavitud de Egipto, en la travesía del desierto, Dios no abandonó a los suyos. El Señor caminaba “delante de ellos”, guiándolos y alumbrándolos, con una columna de nube y de fuego. La Virgen, en el pueblo peregrino que es la Iglesia, es signo permanente de la presencia y de la compañía de Dios. Ella “brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo” (Lumen gentium, 68).

La oración colecta de la Misa pide a Dios que, por la intercesión de la Virgen, nos conceda “fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor”. La vida teologal, la vida de amistad y comunión con Dios, se ve reforzada, por la intercesión de Nuestra Señora, por la fortaleza, la seguridad y la constancia.

La fortaleza es una virtud y un don del Espíritu Santo: “Dios no nos dio un espíritu de timidez, sino de fortaleza”, escribe San Pablo (2 Timoteo 1, 7). La fortaleza nos conduce a ser firmes en medio de las dificultades, a resistir las tentaciones, a superar los obstáculos, a vencer el temor, a hacer frente a las pruebas y a las persecuciones (cf Catecismo de la Iglesia Católica, 1808). Cada día, en la vida de un cristiano, se presentan múltiples ocasiones en las que es preciso ejercitar la fortaleza. No se trata de desafiar a nadie, de imponerse sobre nadie, pero sí de no dejarse acomplejar por un ambiente, por una mentalidad, que resulta, tantas veces, contraria a Dios y al estilo cristiano de vida. Hay que ser fuertes para pensar y vivir como discípulos de Cristo; para afirmar el valor de la familia, de la vida, de la honradez en el trabajo, de la justicia; para reconocer el señorío de Dios sobre nuestra existencia, sobre la historia y sobre el mundo. En medio de la prueba, Cristo sigue diciéndonos: “¡Ánimo! Yo he vencido al mundo” (Juan 16, 33). El Señor ha vencido, con su muerte y resurrección, a todo aquello que se opone a Dios. Y nosotros somos beneficiarios y partícipes de su victoria. “¡El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido!".

La seguridad en la esperanza equivale a la certeza, a la indubitable confianza de que Dios no falla (cf Romanos 5, 5). Dios es fiel a sus promesas (cf Hebreos 10, 23). Nuestra actividad, nuestro compromiso, nuestro esfuerzo, no deben ceder al desaliento. “Sabemos – dice San Pablo – que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios” (Romanos 8, 28). Aunque no siempre veamos los resultados de nuestro trabajo, estamos seguros – apoyándonos en Dios - de que no trabajamos en vano. Esta confianza ensancha el corazón, preserva del egoísmo y concede la dicha, la alegría, de la caridad.

Junto a la fortaleza y a la seguridad, está la constancia en la caridad. Jesús no nos pide amar puntualmente, en un determinado momento de la vida. No. Nos pide más; nos llama a “permanecer” en su amor con perseverancia: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Juan 15, 9). El amor tiene vocación de permanencia. Las otras virtudes, la fe y la esperanza, pasan; son transitorias; tienen fecha de caducidad. Sólo el amor permanece. En el cielo no hace falta la fe, sustituida ya por la visión, ni la esperanza, que cede su puesto a la posesión. Pero sí hay amor. Porque el cielo es amor, porque el cielo es Dios.

María es discípula y maestra de vida divina. En Ella se cumple la alabanza que hace Jesús: “Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (cf Lucas 11, 27-28).

María es la columna, el Pilar, el arca de Dios. Bajo su amparo nos acogemos. Que no desoiga nuestras súplicas. Que Ella vele por los pueblos de España, y por los pueblos de América, para que sigan siendo “tierra de María”, terreno propicio para acoger, como la Virgen la acogió, la buena semilla del Evangelio.

Fuente: autorescatolicos.org