Unos ojos, un rostro y un corazón en María
Jorge Enrique Mújica,
L.C.
Los
antiguos no vieron en la mujer más que la belleza natural, los escultores y
artistas la reprodujeron con perfección y formas delicadas: Fidias,
Policletes, Praxíteles, Zeuxis, Parrasio, Apeles y Pausanias casi la
idealizaron. Desde las letras, los diferentes autores nos regalan un
reflejo de la multiplicidad de las formas de ser mujer en sus distintos
personajes.
En las obras medievales la mujer no aparece nunca con superioridad plástica.
No obstante los imagineros del gótico dieron a sus ángeles y santos una
belleza femenina. En el renacimiento los pintores y escultores se dejaron
influir por la belleza de las formas con detrimento del carácter mientras
que los artistas modernos han encarnado y personificado en la mujer a la
ciencia, a las artes, a las virtudes y a los vicios. En retrato apenas hay
algún autor que no haya pintado una mujer.
María, la Virgen Madre, mujer nueva, no ha estado exenta de ser objeto de
contemplación. A ella la han vislumbrado los autores desde diferentes
perspectivas pero siempre bajo el mismo velo de la aceptación amorosa que
caracterizó su tránsito por este mundo. Es ese rasgo tan propio el que
pintores, escultores y literatos han sabido captar tan bien de ella. Sus
ojos, su rostro, su corazón, sus manos: toda ella es un himno a la
armonía, a la paz, al amor oblativo y hondamente vivificado por la fe, por
el abandono en la fe.
El pintor sevillano, Rafael Esteban Murillo (1617-1682), tras pintar series
de lienzos para la catedral de su ciudad natal y adornar con frescos
diversos las paredes de hospitales, conventos, abadías, monasterios e
iglesias, se empezó a especializar en las pinturas que le han hecho pasar a
la posteridad: multitud de versiones sobre vírgenes con el niño o de la «Inmaculada
Concepción» se cuentan en el haber producido por este gigante de la
pintura española del barroco. Pero de entre todas, hay una pintura mariana
especialmente llamativa: «La Virgen Gitana».
Miguel Ángel ( ) contaba 25 años cuando esculpió «La Piedad», una
estatua de
1.80 centímetros
de alto ejecutada
por encargo del cardenal Jean De Villers de la Groslaye, benedictino francés
embajador en Roma, para regalarla a la basílica de San Pedro. Confiada para
un periodo de un año, la obra en mármol estuvo finalizada dos días antes
del plazo.
Una y otra obra son meditaciones hechas arte donde el silencio humilde, la
fe serena, el amor encendido y la conformidad unánime se funden. Pertenecen
a dos periodos artísticos distintos, a dos autores de orígenes geográficos
diversos y a dos bellas artes diferentes pero han logrado palpar al mismo
personaje con sutilezas y apreciaciones tan semejantes aunque en dos
momentos opuestos de la vida.
Los artistas han visto con los ojos del intelecto las formas encerradas en
el lienzo y en la piedra; han penetrado los sentimientos de la novel madre,
abandonada en las manos de la Providencia divina, y de la mujer madura que
recuerda, con la nave rota en el puerto de sus brazos, el pasado; han
homenajeado el papel de la mujer en la historia de la salvación a partir de
dos periodos de la vida de María: después del parto, con el hijo en
brazos, y tras el asesinato del mismo hijo y en los mismos brazos también.
« […] Velaré
tu silencio escondido en el silencio,
y quedaré a tu lado sin palabras […]
Y así me quedaré
palpando tu silencio,
metiéndolo en la médula
de mis huesos, oyéndole sus
mínimas
insinuaciones
adorando su pálpito infinito.»[1]
Pareciera que Murillo hubiese tenido en mente estos versos y hubiese querido
plasmarlos en la imagen que nos ofrece con su «Virgen Gitana». Apenas se
la puede ver sin conmoverse. No es como una de esas pinturas donde la madre
hierática arquea las cejas mientras el niño bendice como sabiendo lo
que hace. No. Esta imagen es lo más parecido a lo natural, está vecina a
lo factible. Es una oda a la verdad y al silencio que, poco a poco,
prorrumpen en invitación al diálogo interior, a buscar hacerle compañía
a la niña que hace de madre y de madre, nada menos, que de Dios. Bien
podemos cantarle:
«Todo un Dios omnipotente
es un niño en tu regazo,
y el amor más infinito
busca un poco de tu amor.»[2]
Los colores son ya de por sí cálidos y abrigadores. Claros contornos,
formas definidas; la tez lozana de María está bañada por un ligero rosa
en sus mejillas que le da ese aire de encanto y atractivo. Su cabeza está
cubierta por el velo que cubre sus suaves cabellos que escapan, juguetones,
como queriendo tocar los del hijo. La niña madre abraza en su pecho al niño
que duerme como si Dios se hubiese olvidado de cualquier otra cosa en ese
instante y estuviese sólo dispuesto a recibir cariño. Le abraza, ¡y con
qué dulzura!, mientras su cabecita maternal se mueve hacia la altura,
como suscitando el diálogo, la oración, en tanto deposita sus ojos en el
cielo dejándolos clavados fijamente pero sin violencias.
Mientras el sevillano se fijó en la juventud de la maternidad
mariana, el artista florentino se fijó en que la fortaleza de la madre
madura se asentaba en la fe en el hijo. Que su dolor, intensísimo, entrañablemente
arraigado en su corazón de madre amante, era parte del fuego común que les
unía, que les abrasaba. Si María no murió de dolor ante la imagen del
hijo asesinado es porque el hijo muerto le daba vida.
«Yo sostenida en Ti por el arrimo
de
tu luz, como nube, tallo o rama.
Yo,
caliente bullir, Tú, suave llama
donde
me abraso y muero y me
redimo.[3]»
Todo el conjunto está armónicamente compuesto dentro de la silueta marmórea
que da ese cariz de monumentalidad. Los ojos del que ve las figuras se
adaptan a las proporciones de los cuerpos superando ese error, casi
imperceptible, de la superioridad en tamaño de la madre respecto al hijo.
Los ojos de la madre de Dios son el espejo de la fe teologal que irradian
ejemplo, que dicen invitación a la imitación.
«Mas
en el corazón arde una
estrella.
Y
ves sin ver. Y tocas sin tocar:
con
su rejón de luz serena.
No
ves su brillo, sí su quemadura.
Su
silencio es ya un modo de
alumbrar.
Y
hace una noche clara, aunque es
oscura.»[4]
«Vé sin ver». ¡Que atinados versos. «La Virgen Gitana» echa sus ojos
al cielo como queriendo mirar más allá, como queriendo ver el futuro, como
preguntándole al Creador qué sucederá. Tiene a Dios en su regazo y,
aunque es tan difícil entender el plan de Dios plenamente desde un inicio,
jamás duda; mantiene firme e inextinguible el candor de su primer sí. Mas
eso no impide, no le priva de cuestionamientos; preguntas que no son dudas
de fe sino deseo de comprender mejor para actuar óptimamente:
«[…] cuando hurgo en tus llagas
buscando
las razones de mi fe…
¡No
te me duelas, Señor!
Que
buscar no es dudar.
Y
el que busca es porque anhela y
cree encontrar […]»[5]
Nosotros pensamos distinto, se nos van por otro lado las consideraciones;
nos parece que el dubio la inunda pero cómo había de anegarla cuando tiene
entre brazos al fruto del poder misterioso divino donde nunca jamás
hombre tuvo parte.
En el conjunto de mármol vivo de Miguel Ángel, la madre rinde los ojos y
la cabeza. No está mirando a Cristo, está viendo el pasado, está recordándolo
todo: su niñez tan humilde y sencilla al lado de Joaquín y de Ana, el
noviazgo con José y la comprensión de éste cuando le expone su deseo de
virginidad; está acordándose del anuncio del ángel, de la paz y la
confianza que le inundó y se sobrepuso a cualquier intento de
desesperanza y desaliento, de la comprensión y apoyo de José; está
recordando el traslado a Belén, el nacimiento del hijo, ¡qué momento
aquel!... Tiene en la mente la huída a Egipto, el regreso a Nazareth, las
peregrinaciones a Jerusalén, el momento cuando Jesús se quedó en el
templo con los doctores. Piensa en cómo ella fue testigo del desarrollo
y crecimiento de ese cuerpo inerte que ahora tiene en su seno, cual rota
nave vuelta al puerto, como aquellos días cuando el zarpar exigía
una continuo, un diario retorno. Se acuerda, ¡cómo olvidarlo!, del día en
que Jesús se hizo a la mar para anunciar el Reino y se despidió de ella…
Varias
lágrimas brotan invisibles por las mejillas que tantas veces besó el Dios
humanizado. Pareciere que este monolito de perfección abriese paso al
silencio desgarrador de la mujer desamparada, pero no es así. Es todo lo
contrario, aquí María puede musitar con el poeta:
«…el hondo desamparado, el
desconsuelo,
la triste esclavitud que me perdía,
son ahora presencia, luz sin velo,
son amor, son verdad, son alegría,
¡son libertad en Ti, Señor, son
cielo!»[7]
Sí,
el rostro de María pintado y esculpido es el reflejo de la pureza del alma
y del cuerpo; estará siempre fresco, siempre nuevo porque invariablemente
ha permanecido virgen. El rostro mariano es la expresión viva de la
esperanza teologal que le nutre, conserva, que le mantiene siempre joven.
En contraste, el rostro que ofrece Murillo es de una mozuela
encantadora, inexperta como mamá, pero decidida y tierna. Pareciera que aún
no comprende cuando somos nosotros los que no comprendemos. En su rostro se
repite incansable el pasado fortuito donde hallan resonancia aquella letra
del poeta franciscano de Cuenca.
«¡Oh qué alumbramientos,
Señora, te rigen!
¡Oh qué pensamientos
de ser madre y virgen!»[8]
En «La Piedad» ambos rostros, el de Jesús y el de María, están
fuera del tiempo. Por la madre no han pasado los años. Su faz conserva la
lozanía y el encanto juvenil de antaño no obstante el cansancio e intenso
sufrimiento ahogado en la aceptación cada instante renovada. Con su cabeza
inclinada y el gesto de la mano izquierda acepta en mutismo entrañable la
voluntad de Dios.
El blanco del mármol concede a la obra ese hálito de eternidad y
belleza. No se puede pensar una «Piedad», al menos como ésta, de cantera,
jaspe, madera o serpentina; no. Sin su color natural característico no sería
ese resultado que guarda en su nombre el gesto de un corazón maternal
lacerado que prorrumpe, en
sigilo interior ante la contemplación de la semilla hundida en el surco que
años atrás fue depositado en las fértiles tierras de sus entrañas
virginales, en esas preguntas
propias de un corazón quebrantado:
«…¿Quién abrió los raudales
de esas sangrientas llagas, amor mío?
¿Quién cubrió tus mejillas celestiales
de horror y palidez? Cuál brazo impío
a tu frente divina
ciñó corona de punzante espina?»[9]
El seno de María encarna la virtud teologal del amor. Es la primera
cuna donde el niño Dios reposó su humanidad y es también la mortaja donde
el cuerpo sin vida encontró su último amoroso descanso antes de ser
depositado en la tumba. Pero ese surco abierto que es el seno de María no
es fuente de tristeza y oscuridad, no. Tampoco es el mero adiós último del
que ya no hay vuelta. Ese seno maternal mariano es un recoveco de amor
fecundo donde la Vida muerta palpita gracias a la fe y a la esperanza: a la
confianza y abandono de María en una promesa misteriosa y humanamente
costosa.
María, en «La Piedad», tiene el cadáver de su hijo pero no se
vence en la desesperación pues, como en remembranza, como en «La Virgen
Gitana» tiene bien grabado que «Aquel que ha sentido una vez en sus manos
temblar la alegría no podrá morir nunca.»[10]
El director de cine italiano, Franco Zefirelli, ofreció en esa otra
obra artística, la conocida serie «Jesús de Nazareth», con el descenso
de Jesús y el quebranto exasperado de la madre sumida en lágrimas
desgarradoras, una imagen que está a años luz de diferencia respecto a la
actitud de paz y asimilación de la muerte de la María que ofrece Miguel Ángel.
Ella es aquí esa:
«Virgen en cuyo seno
halló la deidad signo reposo
do fue el rigor en dulce amor
trocado…»[11]
Sí,
«Surco abierto son tus brazos
una tarde en el Calvario.
La semilla es Cristo muerto.
Tú nos das la salvación.»[12]
Es su seno custodia y sagrario del grano divino de trigo por cuyas
venas corren la vid y el agua que dan la Vida; es en ese seno donde inicio
la plenitud de los tiempos, culmen de la historia de la salvación. Por eso
podemos cantarle:
«Virgen que el sol más pura,
gloria de los mortales, luz del cielo,
en quien la piedad es cual alteza:
los ojos vuelve al suelo,
y mira un miserable en cárcel dura,
cercado
de tinieblas y tristezas.»[13]
El pintor español y el artista italiano han ofrecido, a través del
pincel y del cincel respectivamente, el modelo de criatura más acabado
salido del poder redentor de Cristo. Toda ella es un remanso de la savia
frondosa de las virtudes teologales.
Cada cual, tal vez sin saberlo, quizá sin darse cuenta, atrapó en
el óleo y en las fronteras de las formas macizas de la piedra, la fe, la
esperanza y la caridad (ojos, rostro y seno) en dos instantes siempre
nuevos, siempre actuales, siempre copiosos, siempre locuaces. En la mozuela
se entiende a la mujer madura y en ésta se concluye la meditación que nos
abre la jovencita de la pintura de Murillo; en ambas una actitud se impone:
el silencio grande e insondable de una mirada amorosa, de una mirada de
madre:
«En el indeciso azul
como una lámpara arde
la mirada de una estrella
-temblor de luz y sangre-,
que hace el silencio más hondo
y la soledad más grande.
¡Cómo la mirada se unge
y se suaviza al aire!
Extática se desangra
en místicas suavidades,
púdica como unos ojos
que no contemplan a nadie.»[14]
fuente:
La Voz Católica
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