La devoción a la Virgen

Padre Jesús Martínez García

 

«El Sagrado Concilio exhorta a todos los hijos de la Iglesia a que fomenten con generosidad el culto, principalmente el litúrgico, a la Santísima Virgen, a que estimen en mucho las prácticas y ejercicios de piedad hacia Ella, recomendados por el Magisterio a través de los siglos» (Concilio Vaticano II, Lumen gentium).

La razón es muy sencilla: si uno ama verdaderamente a Dios procurará amar todo lo que El ama, y María es la criatura más amada por Dios. «María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional, e igualmente es amada en este "Amado" eternamente» (Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater). Como Dios, Jesucristo la ha amado por encima de todas las demás criaturas. Pero también en cuanto Hombre. Jesucristo no ha querido tanto a nadie -exceptuando a Dios Padre- como a su Madre. Por tanto, si los cristianos hemos de tener los mismos sentimientos de Cristo en nuestro corazón, hemos de amar con locura a la Santísima Virgen.

Curiosamente -y no podía ser de otra manera- los protestantes abandonaron enseguida el culto a la Santísima Virgen, considerándola una criatura más, sin privilegios. Por lo que la devoción a la Señora es como un signo de la ortodoxia católica. Por eso también, cuando la fe en los pueblos y en las personas es verdadera, es una fe con obras, que se traduce en devociones y obras concretas: innumerables obras de arte, procesiones, santuarios marianos, etc. No hay ciudad o pueblo en los países católicos en que no se venere una imagen Suya. «Se podría hablar de una específica "geografía" de la fe y de la piedad mariana, que abarca todos estos lugares de especial peregrinación del Pueblo de Dios (Guadalupe, Lourdes, Fátima, Jasna Gora...), el cual busca el encuentro con la Madre de Dios para hallar, en el ámbito de la materna presencia de la que ha creído, la consolidación de la propia fe» (Enc. Redemptoris Mater).

Se cumplen a lo largo de los siglos las palabras de María en el Magníficat: «Bienaventurada me llamarán todas las generaciones» (Lc 1,48).

La presencia de María en los corazones es la señal de la verdadera presencia de Dios entre los hombres. Pues así como la estrella de la mañana precede a la salida del sol, «así María, desde su concepción inmaculada, ha precedido la venida del Salvador, la salida del "sol de justicia" en la historia del género humano» (Enc. Redemptoris Mater, n. 3). Ella precede y colabora en la peregrinación de la fe en la historia interior de cada alma (cfr. ibídem, n. 6). María es el camino para llegar a Dios, pues, como decía el Fundador del Opus Dei, «A Jesús siempre se va y se "vuelve" por María» (Camino).

Devociones a la Santísima Virgen hay muchas, de carácter público o privado. Pero lo importante es que sean hechas con el corazón. En cierta ocasión iba un sacerdote el Domingo de Ramos por una calle de Sevilla a primera hora de la mañana. Ese día comenzaban las procesiones de Semana Santa. Se encontró con un barrendero que a esa hora estaba barriendo el centro de la calle: «Buenos días, le saludó el sacerdote». «Vaya con Dios», le contestó el otro. Ya se iba el cura, cuando se volvió y le preguntó: «Oiga usted, ¿no se da cuenta de que hoy es domingo?» Y el otro contestó simplemente: «Sólo barro por donde pasará ella».

Aquel hombre estaba dispuesto a hacer horas extras para limpiar el trozo de calle por donde pasaría la imagen de la Virgen de su barrio. Era algo que estaba en su mano, y ¿por qué no hacerlo? En nuestra mano está el hacer alguna cosa. ¿Rezar el Ángelus, la Salve los sábados, las tres Avemarías de la noche, llevarle flores a un santuario...,? Todo esto no son cosas infantiles, son cosas de amor, ¿y cómo vamos a tratar a nuestra Madre del Cielo si no es con piedad? Estar más cerca de Ella, no lo olvidemos, es estar más cerca de Dios.

Y, como es lógico, la Santísima Virgen corresponde al cariño que se Le tiene. A veces con hechos milagrosos patentes, otras muchas de un modo suave, pero inequívoco. A un santuario mariano llegó una carta que decía: «Estuve de peregrinación al Santuario que ustedes dirigen este fin de semana. Iba con mi marido, que hacía más de diecisiete años que no se confesaba. Con mucha devoción le pedí a la Virgen que removiera a mi marido. Allí en el Santuario le insistí a mi esposo que se confesara, pero no quería. Al cabo de un rato mi marido se confesó, después de estar hablando con un chico que trabaja allí. Después de confesarse, mi esposo estaba feliz. Por la noche volvimos a casa. Al día siguiente mi marido fue a trabajar y a las diez de la mañana le dio un ataque al corazón y murió al instante. Yo no dudo de que ha sido un inmenso favor de la Virgen el que mi marido se confesara el día antes de morir».

Hablemos de la Fe
10. La Virgen María Jesús Martínez García
Ed. Rialp. Madrid, 1992 

Fuente: Jesusmartinezgarcia.org