María, mujer eucarística 

(Novena de la Inmaculada en el año de la eucaristía)

 

Día primero

Fiat y Amén. Fe el la presencia de Jesucristo en la Eucaristía

 

ESQUEMA DE LA PRIMERA HOMILÍA 
1. La Encarnación, el Hijo de Dios baja a la Tierra. 
2. Hay una continuidad entre la Encarnación y la Eucaristía 
3. Comportarnos ante Jesús presente en la Eucaristía como María con su Hijo 
DESARROLLO 
1. La Encarnación, el Hijo de Dios baja a la Tierra. 
Y el ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios... Respondió el ángel y le dijo: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo, será llamado Hijo de Dios... Dijo entonces María: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró de su presencia (Lucas 1, 30.35.38). 
Con estas palabras narra el evangelista Lucas la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de una joven israelita llamada María, al cumplirse la plenitud de los tiempos. Quisiera que meditáramos sobre el significado de este diálogo, para ponerlo a continuación en continuidad con la Eucaristía. Para ello, comenzaré subrayando algunas ideas que no pueden ayudar a situar este acontecimiento salvífico en sus verdaderas coordenadas. 
En primer lugar, la narración destaca que el conjunto de misterios que comienzan en la tierra con la embajada del Ángel a María fue una iniciativa divina. Dios la había escogido desde la eternidad para ser madre suya; y el arcángel Gabriel fue el mensajero escogido para transmitírselo. 
Además, se trató de algo inesperado para aquella joven judía que aún no vivía con José y, por tanto, respondió asombrada que no conocía varón (cfr. Lucas 1, 34). Palabras que la Tradición cristiana ha entendido en el sentido de que se había propuesto permanecer virgen. Por lo inesperado del mensaje, y por superar todo lo que pudiera imaginar hombre alguno, aceptarlo requirió por parte de Ella una fe grande. 
Finalmente, Dios no impuso su Voluntad a la Virgen de Nazaret, sino que se la propuso delicadamente. Quiso contar con su libre decisión, expresada en la respuesta de fe de María: “Hágase en mí según tu Palabra”. Fue entonces cuando el Hijo de Dios se encarnó en el seno de la joven. De ella nació en Belén y le pusieron por nombre Jesús.  
2. Hay una continuidad entre la Encarnación y la Eucaristía 
Contemplando la Encarnación, ha escrito Juan Pablo II: 
“En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor”. (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 55). Efectivamente, entre el episodio que acabamos de recordar y analizar y la eucaristía se observa una continuidad y una muy estrecha relación. Por una parte, cada vez que la Iglesia celebra este sacramento, el Hijo de Dios hecho hombre, Jesús, ‘vuelve’ a la Tierra. Oculto bajo las especies de pan y vino se hace verdadera, real y sustancialmente presente sobre el altar con su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad (cfr. Cc deTrento, DS 1651; CEC, n. 1374). Además, tanto en la Eucaristía como en la Encarnación, Dios ha querido contar con el concurso de la libertad y de la fe del hombre para que el Espíritu Santo realice este admirable prodigio. Como en la Encarnación fue necesario el fiat de María, se necesita aquí la fe del sacerdote consagrante para que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y en la Sangre de Jesucristo. Y se necesita la fe de cada fiel cristiano para que pueda acercarse con aprovechamiento a comulgar. En uno y otro caso, fe en el misterio más grande y sublime de nuestra fe: la presencia del mismo Jesús que se encarnó en el seno de María tras el velo del pan o el vino consagrados. 
En la liturgia eucarística esa necesidad de la fe se expresa mediante la recitación del Símbolo de la fe (el Credo) dentro de la Misa de los domingos. La profesión de fe, situada entre la liturgia de la Palabra y la liturgia Eucarística, significa que la fe es la única puerta por la que podemos entrar a participar en el misterio central del cristianismo, la Eucaristía. 
3. Comportarnos ante Jesús presente en la Eucaristía como María con su Hijo 
¿Cómo se comportaría María después de que la dejara el ángel Gabriel? Los evangelios nos dicen poco, pero podemos conjeturar algo fijándonos en los testimonios de algunas madres primerizas ante el misterio de la concepción y elevándolo a un grado sumo. No hace mucho me decía una madre que había perdido a su primer hijo inesperadamente y que estaba de nuevo embarazada: “tengo a un pequeñín dentro de mí ahora y sé lo que se siente... porque miras fotos de las revistas y buscas como está creciendo y te vas dando cuenta que es un bebé igualito que los de tamaño natural pero que solo mide 2 centímetros y es emocionante...hoy mismo voy a mi primera visita y estoy hasta nerviosa de saber que voy a escucharle su corazoncito...” Sus palabras podemos resumirlas en asombro ante la nueva vida y respeto que le lleva a tener un cuidado extremo para que ésta se desarrolle con normalidad. Asombro y respeto deben ser también reacciones propias del que se toma en serio su fe en la presencia de Jesucristo en las especies eucarísticas. El beato Manuel González, siendo joven sacerdote, se encontró en el sagrario de un pueblo que encomendaron a su cuidado pastoral un copón con unas formas medio descompuestas. Le impresionó tanto aquel descuido con Jesús Sacramentado que marcó toda su vida. En adelante sería el apóstol de los Sagrarios abandonados, que es como decir el apóstol del cuidado amoroso y de la adoración a Jesucristo real, verdadera y sustancialmente presente en la Eucaristía. 
Cristo dijo a sus discípulos: “Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros”. (Lucas 22, 19). A lo largo de los siglos, cuando los cristianos ha ido profundizando en esa verdad de fe, la iniciativa privada de los fieles y la Iglesia en cuanto tal han ido desarrollando numerosas formas de honrar la presencia de Jesús en la Eucaristía. Entre otras, el cuidado extremo de las partículas grandes o pequeñas de Pan y de las gotas de Vino consagrados, tener ante Jesús Sacramentado una postura que manifieste la adoración (entre nosotros, permanecer de rodillas o hacer la genuflexión), las procesiones eucarísticas acompañadas de detalles de respeto y adoración, exposiciones prolongadas o breves del Santísimo Sacramento, velas de adoración, visitas frecuentes a los sagrarios, preferir los lugares donde está reservado el Santísimo para hacer la oración... Quisiera pediros desde aquí que cuidéis de manera especial dos de entre todas esas manifestaciones. La primera es que no acostumbremos a hincar nuestras rodillas ante el Señor presente en la Forma Santa como manifestación externa y corporal de la profunda adoración espiritual que le profesamos. En concreto, arrodillémonos en el momento de la consagración de la Misa, como está indicado en la liturgia de rito latino (cfr. IGMR, n. 43, 3); y hagamos la genuflexión cuando pasemos delante del Sagrario donde se encuentra el Señor sacramentado. Será un modo de imitar el cuidado amoroso de María con su Hijo presente en su seno. Recordad que quien no se arrodilla ante Dios, lo hará ante algún ídolo. 
La segunda es que favorezcamos el culto eucarístico fuera de la Misa; en concreto, las exposiciones del Santísimo y las velas, así como las visitas personales al Señor que nos espera pacientemente en el sagrario. Ven aquí a contarle lo que te preocupa y lo que te agrada. Será un modo de secundar a Juan Pablo II que escribió: 
“Si el fruto de este Año fuese solamente reavivar en todas las comunidades cristianas la celebración de la Misa dominical e incrementar la adoración eucarística fuera de la Misa, este Año de gracia habría conseguido un resultado significativo” (Juan Pablo II, Mane Nobiscum Domine, n. 29). María, después de aceptar ser Madre de Dios, renovó muchas veces su fe gozosa en la presencia del Dios encarnado en su seno; y tuvo con Él el cuidado amoroso que sólo las madres saben dispensar a sus hijos. Que Ella nos ayude a tener una fe operativa y amorosa en la presencia de Jesús en la Eucaristía. 
Con Ella nos postramos ante las especies eucarísticas, mientras repetimos esta estrofa de un himno eucarístico: 
Te adoro con devoción Dios escondido 
Oculto verdaderamente bajo estas apariencias. 
A ti se somete mi corazón por entero 
Y se rinde totalmente al contemplarte. 
Al juzgar de ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto 
Pero basta el oído para creer con firmeza. 
Creo firmemente todo lo que ha dicho el Hijo de Dios, 
Nada hay más verdadero que esa Palabra de Verdad. 
 
 
TEXTOS PARA MEDITAR: 
 
Y el ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios... Respondió el ángel y le dijo: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo, será llamado Hijo de Dios... Dijo entonces María: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró de su presencia (Lucas 1, 30.35.38). 
55. “En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor. Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió « por obra del Espíritu Santo » era el « Hijo de Dios » (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino”. (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 55). “Desde hace dos mil años, la Iglesia es la cuna en la que María coloca a Jesús y lo entrega a la adoración y contemplación de todos los pueblos. Que por la humildad de la Esposa brille todavía más la gloria y la fuerza de la Eucaristía, que ella celebra y conserva en su seno. En el signo del Pan y del Vino consagrados, Jesucristo resucitado y glorificado, luz de las gentes (cf. Lc 2, 32), manifiesta la continuidad de su Encarnación. Permanece vivo y verdadero en medio de nosotros para alimentar a los creyentes con su Cuerpo y con su Sangre”. (Juan Pablo II, Bula Incarnationis Mysterium, n. 11).