María, mujer eucarística 

(Novena de la Inmaculada en el año de la eucaristía)

 

Día tercero

Tomad y comed. Comunión con Cristo

 

ESQUEMA DE LA HOMILÍA

1. María participó en las Eucaristías celebradas por los Apóstoles. 
2. La Eucaristías es alimento que nos transforma en Él.
3. Recibirte como María te recibió
DESARROLLO
1. María participó en las Eucaristías celebradas por los Apóstoles. 
“[1, 14] Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María la Madre de Jesús y sus hermanos... [2, 42] Perseveraban asiduamente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hechos de los Apóstoles, 1, 14 y 2, 42).
Muy pronto, los Apóstoles comenzaron a poner en práctica el mandato del Maestro la noche del Jueves Santo: “Haced esto en memoria mía”. En el Cenáculo de Jerusalén primero, y en otros muchos lugares después, celebraron la Eucaristía. Allí estaba María junto con los primeros discípulos. Allí comió el Cuerpo de su Hijo y bebió su Sangre, siguiendo sus palabras: “Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Juan 6, 53).
Aunque en el Nuevo Testamento no se nos dice nada sobre las comuniones de María, entiendo que nos puede ayudar en nuestra vida espiritual imaginar los sentimientos que le embargarían en esas ocasiones. En la encíclica Ecclesia de Eucharistia, Juan Pablo II lo expresa con estas palabras: 
“¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: « Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros » (Lc 22, 19)? Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz” (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 56).
Con profundidad teológica y humana se dice en el texto apenas citado que la Encarnación y la Cruz serían seguramente los dos polos entre los que se moverían los pensamientos y los afectos de María cuando comulgara. La Encarnación, porque en cada comunión volvía a entrar en su cuerpo virginal el Hijo de Dios al que había engendrado según la carne. La Cruz, porque la comunión recibe su eficacia transformadora del sacrificio pascual. 
En la Encarnación de Ella tomó el Verbo la carne para comenzar a tener una naturaleza humana, de Ella recibió el alimento necesario para desarrollarse en su seno. En la comunión, en cada comunión, es Ella la que se transforma en su Hijo de manera mística pero real: “el que me coma vivirá por mí” (Juan 6, 57).
2. Alimento que nos transforma en Él.
En nosotros, como en María, el efecto principal de la comunión sacramental es conducir a su plenitud nuestra unión con Cristo. La identificación con Cristo que produce la comunión tiene efectos personales y otros efectos que podríamos llamar sociales. En este lugar me detendré en los efectos que causa la comunión en el alma del comulgante, dejando los que he llamado efectos sociales para más adelante. Conviene subrayar que unos y otros son efecto de la unión con Jesucristo que produce la comunión.
La unión del alma con Cristo se incoa por el bautismo, que supone el nacimiento a la vida de hijos de Dios en Cristo; la comunión lleva a su madurez y perfección esa vida. Se puede entender así uno de los motivos por los que el bautismo no se puede repetir, como no se puede nacer más que una vez. Pero sí puede iterarse la comunión sacramental, porque nunca llegamos en esta vida a la plenitud de unión, a la identificación plena con Jesucristo.
Se entiende muy bien que Jesucristo usara el signo de la comida y de la bebida para este sacramento, porque la comunión actúa respecto a la vida espiritual como el alimento en la vida corporal. Sin entrar en mayores profundidades, podemos distinguir algunas funciones del alimento corporal. En primer lugar, el alimento sólo aprovecha a los vivos: si introducimos un trozo de carne en un muerto, sólo conseguiremos estropear ese alimento. En el caso de los seres vivos, gracias el alimento corporal se restaura el desgaste sufrido por los tejidos de nuestro cuerpo y, en su caso, permite el crecimiento; además, el alimento proporciona la energía suficiente para poder realizar cada una de las actividades; finalmente, los alimentos previenen las enfermedades y ayudan a su curación. 
Paralelamente, sólo aprovecha la comunión es un alimento que solo aprovecha a los que están espiritualmente vivos: a los que no tienen conciencia de estar en pecado mortal. San Pablo utiliza palabras fuertes para referirse a esta condición: “pues el que come y bebe indignamente el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación”. (1ªCor, 11, 25). Siguiendo con el paralelismo con el alimento corporal, la comunión sana los efectos dejados en nuestra alma por los pecados ya perdonados e infunde en ella la gracia santificante que nos permite crecer espiritualmente y aumentar las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo; además, recibimos gracia para poder actuar como otros Cristos, como el mismo Cristo; y, en tercer lugar, perdona los pecados veniales y preserva contra los pecados mortales (cfr. CEC, 1191-1195).
Podemos establecer aún otro paralelismo entre el alimento y la comunión. El alimento realiza su labor en el organismo de manera callada, sin que seamos conscientes de ella. Precisamente cuando notamos algo después de la comida es que ese alimento no nos sienta bien y no realizará su función nutritiva. Cristo realiza su tarea en nuestra alma de modo callado la mayor parte de las veces. En ocasiones, incluso puede parecer que no realiza esa tarea. Pero no es así, Él está ahí actuando, aunque no seamos conscientes de ello: 
“¡Cuántos años comulgando a diario! -Otro sería santo -me has dicho-, y yo ¡siempre igual!
-Hijo -te he respondido-, sigue con la diaria Comunión, y piensa: ¿qué sería yo, si no hubiera comulgado?” (San Josemaría Escrivá, Camino, 534)

3. Recibirte como María te recibió
La piedad ha suplido la falta de informaciones bíblicas sobre el modo de acercarse María a la comunión. Hay una oración popular, una comunión espiritual, que nos anima a desear recibir a Jesús en la Comunión con la “pureza, humildad y devoción” con que acudía Nuestra Madre al Banquete eucarístico. Me parece que considerar brevemente estos tres aspectos nos puede servir para imitar a maría y mejorar la calidad de nuestras comuniones.
Pureza. María era y es la “llena de gracia”; nosotros no lo seremos nunca, pero sí podemos procurar acudir a comulgar con el alma limpia. Por supuesto, siempre sin conciencia de haber cometido un pecado mortal después de la última confesión. Pero no nos conformemos con eso. Preparémonos para comulgar procurando quitar de nuestra alma todo lo que nos aparte de Dios y de nuestros hermanos. 
Humildad. María que había tenido un papel particularmente importante en la Pascua, participó en las eucaristías como un fiel más y comulgó como un fiel más. Nos enseña que no tenemos derechos sobre la eucaristía, sino que la recibimos de la Iglesia que es a quien Él se la ha entregado. Eso es lo que se quiere significar con el signo de que los fieles no tomen por su cuenta las Formas, sino que las reciban del sacerdote o de otro ministro. Humildad que nos llevará a sabernos necesitados de la unión con Cristo que nos da la comunión para avanzar en nuestra vida cristiana.
Devoción. María llevó nueve meses a Jesús en su seno. Después, cuando se acercara a la mesa eucarística, ¿con qué respeto y cariño lo haría? Pidámosle a Ella que seamos conscientes del gran don que vamos a recibir. La Iglesia, madre solícita, ha procurado ayudarnos rodeando la comunión de algunos detalles: el ayuno eucarístico (actualmente de una hora), el diálogo con el sacerdote al recibir el Cuerpo o la Sangre de Cristo, manifestar con una inclinación de cabeza nuestra reverencia...
Hay un aspecto de esta devoción de María que querría destacar. San Lucas destaca muchas veces el espíritu contemplativo de la Virgen: “María conservaba estas cosas en su corazón” (Lc 1, ) son sus palabras. ¿Cómo no pensar que Ella se quedaría conversando un rato con su Hijo después de cada comunión? Procuremos imitarla en este modo de actuar. La liturgia latina prevé un rato de silencio después de la comunión para ayudarnos a establecer un diálogo amoroso con El que ha venido a nosotros. No son pocos los fieles que acostumbran a permanecer un rato en acción de gracias después de la comunión.
Como conclusión quisiera proponeros un propósito negativo y alguno positivo. El negativo es que no comulguemos nunca, salvo caso de necesidad verdadera, con conciencia de haber cometido un pecado mortal del que no nos hayamos confesado (y difundamos esto entre nuestros amigos). Y ahora el positivo. Procuremos comulgar con la mayor frecuencia posible, todos los días si podemos, con el alma bien preparada y procuremos permanecer después un rato en diálogo amoroso con Jesús sacramentado que está en nuestro cuerpo hasta que se destruyen las especies sacramentales.
Terminamos dirigiéndonos de corazón a Jesús sacramentado:
“Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió tu Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos” (Comunión espiritual que un escolapio le enseñó a San Josemaría Escrivá y que él repitió muchas veces a lo largo de su vida).

TEXTOS PARA MEDITAR

“[1, 14] Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y con María la Madre de Jesús y sus hermanos... [2, 42] Perseveraban asiduamente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hechos de los Apóstoles, 1, 14 y 2, 42).

“¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: « Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros » (Lc 22, 19)? Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz” (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 56).