María, mujer eucarística 

(Novena de la Inmaculada en el año de la eucaristía)

 

Día quinto

Junto a la Cruz de Jesús estaba María.

Amor de Dios, sacrificio eucarístico y sufrimiento

 

1. La vida de María una continua preparación para la Cruz.

2. María al pie de la Cruz correspondió al gran amor que Dios tuvo con ella.

3. Lecciones de la Inmaculada desde el sacrificio eucarístico

 

1. La vida de María una continua preparación para la Cruz.

Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa” (Juan 19, 25-27).

Nos fijamos hoy en María, la Madre de Jesús, que sufre todo lo que se pueda sufrir ante la visión del Hijo colgado del madero. Al contemplarla, pensamos en seguida en su unión al sacrificio de Jesús. “La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: 'Mujer, ahí tienes a tu hijo' (Jn 19, 26-27)” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium n. 58).

Allí, al pie de la Cruz, María, que había dado a luz a su Hijo Jesús sin dolor y sin perder su virginidad, nos engendró a la vida de la gracia con unos sufrimientos mayores que los que pueda proporcionar parto humano alguno. Porque, aunque dulcificado por la esperanza en la Resurrección, fue el suyo un dolor grande y verdadero.

Considerar los sufrimientos de nuestra Madre Inmaculada en el Calvario, nos sitúa ante la realidad de que la eucaristía es verdadera y propiamente un sacrificio, y memorial del único sacrificio de la Nueva Ley, la Pascua del Señor. En realidad, “María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 56).

En el Evangelio de Lucas se anticipa la unión de la Madre al sacrificio redentor de su Hijo en el anuncio profético de Simeón en el templo: “Mira, éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción. Y a tu misma alma la traspasará una espada, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones” (Lucas 2, 34-35). La meditación de la vida de la Virgen a la luz de esta profecía ha llevado a los cristianos a representar a la Virgen Dolorosa con un piñal clavado en el pecho. O, en otras ocasiones, con siete puñales para representar los siete momentos de su vida en los que la tradición considera que sintió más fuerte el zarpazo del dolor.

 

2. María al pie de la Cruz correspondió al gran amor que Dios tuvo con ella.

Pensar en la Eucaristía como sacrificio nos lleva de la mano a pensar en el sentido del sufrimiento humano a la luz de la fe. El sufrimiento es una realidad ineludible en la vida del hombre. Siempre se presenta ante nuestros ojos envuelta en la niebla del misterio, por lo que nunca terminaremos de comprenderla. No obstante, intentaremos arrojar un rayo de luz sobre esa dimensión de la vida del hombre. Para ello, bucearemos a continuación, con ayuda de la fe, a la búsqueda del verdadero sentido de los sufrimientos de la Inmaculada. Eso nos llevará a ponerlos en conexión con el misterio de la Redención operada por Cristo en el Calvario, y con la Eucaristía, su renovación incruenta y sacramental.

María al pie de la Cruz nos mueve a la compasión. ¡Tan grande es el motivo objetivo de su dolor y Ella tan delicada! No está mal que acudamos al pie de la Cruz a consolarla. Pero no debemos detenernos en esa primera consideración. Si meditamos sobre la vida entera de nuestra Madre, nos percatamos en seguida que está correspondiendo así al gran amor que Dios ha tenido primero con Ella. La Trinidad entera la ha mimado. El Padre la ha distinguido eligiéndola como Madre para su Hijo, el Espíritu Santo la inundó con su gracia y formó en su seno un cuerpo para que se encarnara el Verbo, y el Hijo... ¡el Hijo de Dios se ha hecho hijo suyo! Ante tan grandes manifestaciones de amor, al que le preguntara por qué estaba al pie de la Cruz, la Purísima le hubiera respondido como los siervos de la parábola evangélica: que no hacía más que lo que tenía que hacer (cfr. Lc 17, 10). O, con palabras de un dicho de nuestras gentes: “amor con amor se paga”.

No obstante, las anteriores consideraciones suscitan en nosotros una nueva perplejidad. Si Dios quiere tanto a esa criatura, ¿por qué permitió que sufriera tanto? Es una pregunta difícil de responder. Más aún, la respuesta que demos siempre nos parecerá insatisfactoria. Pero, comprender que el sufrimiento entra en la lógica de la Redención es fundamental. Es la llave para abrir el cofre en el que se encuentra la “ciencia de la cruz”, que es la carta de navegación para ser un buen cristiano. En efecto, para ser un buen cristiano, “Cristo es el camino; pero Cristo está en la Cruz” (San Josemaría Escrivá, Via Crucis X estación).

Con estos prolegómenos intentaré decir algo que nos ayude a iluminar el por qué de sufrimiento. Vaya por delante algo que debemos tener en cuenta al afrontar esta reflexión. Entre todos los modos posibles para redimirnos, Cristo ha escogido la Cruz. Eso indica que el sufrimiento debe ser un modo muy conveniente para realizar la Redención, que es la liberarnos del pecado. Entre otros motivos que quizá tengan mayor espesura teológica, consideraremos que el pecado original hirió la naturaleza humana. Por eso, en muchas ocasiones, notamos dentro de nosotros que nos apetece hacer algo que sabemos que no nos conviene para alcanzar la felicidad y, por ello, es malo mal; en cambio, nos ‘cuesta sangre’ hacer algunas cosas que sabemos virtuosas y que nos conducirán a la felicidad. En los momentos en los que hacer el bien se nos muestra como una carretera empinada, la Cruz levantada ante nosotros es un signo de esperanza y ánimo.

Señalaré otro motivo que hacen que la Cruz, y por tanto el dolor, sea un medio muy adecuado para realizar la Redención. El pecado personal, que ha entrado en el mundo con el pecado de Adán y Eva, supone una búsqueda errada de la felicidad que es  causa de sufrimientos para el que lo comete y para la humanidad entera. Pero es experiencia común que, para corregir hábitos viciados, hemos de procurar realizar actos contrarios a los que esos hábitos suponen. Así, el que desea corregirse de la pereza, debe  realizar actos de laboriosidad especialmente dificultosos. Es, pues, oportuno que el pecado, una búsqueda de la felicidad por caminos errados que conducen al dolor, sea reparado mediante actos que sean una búsqueda del auténtico bien que pase por el sufrimiento.

Nos bastaría contemplar las vidas de Jesús y la Inmaculada para sacar la conclusión de que la santidad sólo la alcanza quien sube a la Cruz del Calvario. Pero, además, la experiencia acude para indicarnos que efectivamente es eso así. Las personalidades maduras humana y espiritualmente pertenecen a hombres o mujeres que han experimentado en su propio ser el sufrimiento, y han sabido unirlo a la Cruz de Cristo. Un ejemplo entre muchos lo constituye santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edit Stein. Ella alcanzó una envidiable madurez espiritual y humana en pocos años. De su biografía y escritos se desprende que no fueron ajenas a esa maduración  las fuertes contradicciones familiares, profesionales y socio-políticas que hubo de sufrir. En parte, como consecuencia de su condición de mujer y judía en una época y un lugar en los que el orgullo de la raza imperaban en la sociedad; pero, sobre todo, como consecuencia de su compromiso irreductible con la verdad y el bien. Contrariedades que supo sobrellevar siempre con alegre serenidad.

 

3. Lecciones de la Inmaculada desde el sacrificio eucarístico

Al participar en la eucaristía celebrada por los Apóstoles, María Inmaculada renovaría las difíciles horas de la Pasión de un nuevo modo (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 56): desde la perspectiva de la Resurrección ya realizada. Ese recuerdo, entre otras muchas cosas, le serviría de estímulo para encontrar el verdadero sentido de las contrariedades y sufrimientos. Ella había sido testigo de que así es como su Hijo había vencido al pecado y nos había redimido. Y siempre encarnó en su vida mediante su conducta estas palabras del apóstol Pablo: “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia” (Colosenses 1, 24).

Siguiendo el ejemplo de nuestra Madre Inmaculada, también conviene que cada uno de nosotros, al participar en el memorial del sacrificio pascual de Cristo, hagamos presentes los sufrimientos de su Madre al pie de la Cruz. Nos ayudará a ofrecer en la patena y en el cáliz los sufrimientos de nuestra vida junto al pan y al vino que se convertirán en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Comprenderemos mejor, de esta manera, el sentido salvífico que adquieren los padecimientos cuando los unimos a los de Cristo. Y los afrontaremos con esperanza renovada, conscientes de que “el hombre que sufre (...)  sirve como Cristo, para la salvación de sus hermanos y hermanas” (Juan Pablo II, Salvificis Doloris n. 27).

Alentados con el memorial del sacrificio pascual, saldremos de la celebración eucarística dispuestos a aceptar los sinsabores internos o externos, pequeños o grandes, que nos plantee el discurrir de la vida. Las dificultades que encontremos en nuestro caminar no nos arredrarán para hacer el bien; antes bien, buscaremos algunas mortificaciones voluntarias que nos ayuden a templar nuestra voluntad y a repara por los pecados propios y por los de la humanidad entera. Seguiremos así el ejemplo de nuestra Madre Inmaculada y la exhortación del Apóstol Pablo: “castigo mi cuerpo y lo someto a servidumbre, no sea que, habiendo predicado a otros, sea yo reprobado” (1ªCorintios, 9, 27).

Madre Inmaculada de Dios, ayúdanos a comprender que la verdadera alegría hunde sus raíces en forma de Cruz (San Josemaría Escrivá). Acompáñanos al dirigirnos a tu Hijo con estas palabras de un canto eucarístico de la liturgia latina:

Salve, cuerpo adorable, nacido verdaderamente de María Virgen;

Que padeció y fue inmolado en la Cruz para la salvación del hombre.

De tu costado perforado manó agua y sangre.

Sé saboreado por nosotros en el trance de la muerte.

¡Oh dulce Jesús! ¡oh buen Jesús! ¡oh Jesús hijo de María!

 

TEXTOS PARA LA MEDITACIÓN

Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa” (Juan 19, 25-27).

“María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén «para presentarle al Señor» (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería «señal de contradicción» y también que una «espada» traspasaría su propia alma (cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el «stabat Mater» de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de « Eucaristía anticipada » se podría decir, una «comunión espiritual» de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como «memorial» de la pasión” (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 56).