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María, mujer eucarística
(Novena de la Inmaculada en el año de la eucaristía)
Día
sexto
El Magnificat pascual de María.
Eucaristía, acción de gracias.
1. Acción de gracias de María. El magnificat pascual.
2. Eucaristía, acción de gracias.
3. La Eucaristía, fuente y raíz de la vida cristiana. La misa dominical.
1. Acción de gracias de
María. El magnificat pascual.
El agradecimiento a una persona que nos hace un regalo suele ser mayor
cuando más le ha costado a esa persona conseguirlo y cuanto más valioso es
lo que nos ofrece. En el caso de la redención operada por Jesucristo, su
valor es enorme y lo consiguió a costa de su propia vida. Al pie de la
Cruz, la Virgen María era consciente de ello; por eso, agradecía de corazón
a su Hijo lo que estaba haciendo, aunque le doliera en grado sumo. Puede
parecer extraño, pero es hasta humanamente lógico que sucediera así. No
hace mucho conocí a un joven que había abandonado su país de origen para
poder mantener a su madre viuda y a sus hermanos pequeños, que estaban
estudiando. Me enseñó una carta de su madre en la que se adivinaba el
dolor de la buena mujer por la separación física de ambos, a la vez que se
traslucía el agradecimiento a ese hijo suyo. Algo parecido debió pasar por
el corazón de nuestra Madre durante aquel viernes y sábado.
Pero esa acción de gracias mezclada con el acíbar del dolor, se transformó
en alegría desbordante el día de Pascua cuando volvió a ver a su Hijo
resucitado. Fue al tercer día desde que carecía de la presencia física de
Jesús, como cuando el Niño se perdió en Jerusalén a la edad de doce años.
Pero si entonces María no entendió por qué su Hijo había actuado de esa
manera (cfr. Lucas 2, 50), ahora sabía por qué su Hijo se había separado
de ella mediante la muerte. El domingo de la Resurrección, María revivió
la experiencia del reencuentro con su Hijo; su corazón se inundó de gozo y
su alma rebosaba júbilo por todas partes. Es difícil imaginar
suficientemente el grado de alegría de nuestra Madre cuando su Hijo se le
apareció ya resucitado. Pero no es difícil pensar que se traduciría en
una acción de gracias a toda la Trinidad; y de manera especial al Hijo de
sus entrañas, que había querido redimirnos con tanto sacrificio por su
parte. Sus palabras de entonces podemos denominarlas ‘Magnificat
pascual’, rememorando la alabanza que pronunció en casa de Isabel.
Juan Pablo II nos anima a leer el Magnificat en clave eucarística (cfr.
Ecclesia de Eucharistia n. 55). Podemos leerlo también desde la perspectiva
de los acontecimientos pascuales. Cuando la fidelidad al sí pronunciado un
día en Nazaret había vencido una de las pruebas más duras, María podía
repetir con propiedad aquellas palabras:
«Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu
se alegra en Dios mi salvador
porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava,
por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada,
porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso,
Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a
los que le temen.
Desplegó la fuerza de su brazo,
dispersó a los que son soberbios en su propio corazón.
Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes.
A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada.
Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia
-como había anunciado a nuestros padres-
en favor de Abraham y de su linaje por los siglos» (Lucas 1, 46-55).
Desde entonces, la vida de la Virgen se convirtió en una acción de gracias
perpetua al Padre, “porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso”
(Lucas 1, 49). Entramos así de la mano de María en una dimensión esencial
de la Eucaristía, la acción de gracias a Dios por los beneficios recibidos
de Él.
2. Eucaristía, acción
de gracias.
Cada vez que acudimos con María a contemplar el sacrificio de Jesucristo en
la Cruz, tomamos viva conciencia de su gran amor hacia nosotros. “Nadie
tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Juan 15, 13)
De la mano de la Virgen, aparecen delante de nosotros los grandes beneficios
que hemos recibido de Dios, y seguimos recibiendo de Él: creación, redención,
santificación. Entonces, nos sentimos impelidos a agradecérselos; pero, al
considerar nuestra radical dependencia del Creador, nos damos cuenta de que
nuestras acciones no bastan. Sólo el que es Dios y Hombre puede dar gracias
adecuadamente a nuestro Padre del cielo; sólo nos cabe unirnos a su acción
de gracias. Y eso es, precisamente, lo que se realiza de modo admirable en
el sacramento de la eucaristía. Es el memorial del único sacrificio de la
nueva Alianza que la Iglesia, junto con el Hijo, único sacerdote, eleva al
Padre en acción de gracias por todos los bienes recibidos de Él. Quizá
por eso, ese sacramento, que comenzó denominándose ‘fracción del
pan’, fue conocida pronto como eucaristía, palabra griega que significa
acción de gracias.
En cuanto acción de gracias a Dios, celebrar o participar en la eucaristía
supone recordar que estamos en deuda con Él; una deuda radical que nos pone
delante de la gran verdad de la dependencia del hombre respecto al Creador.
“Es urgente que esto se haga, sobre todo en nuestra cultura secularizada,
que respira el olvido de Dios y cultiva la vana autosuficiencia del
hombre” (Juan Pablo II, Mane Nobiscum Domine n. 26).
Cuando se entiende esa radical dependencia de la criatura respecto a un
Creador que es un Padre infinitamente bueno, se descubren dos elementos de
los que la vida de María es una muestra acabada. Por una parte, la dimensión
vocacional de la propia vida; es decir, que cada hombre está llamado por
Dios a desarrollar una misión en esta tierra. Por otra, que podemos acoger
o rechazar la llamada de Dios, pero sólo el que la acoge afirmativamente,
vive la vida con un gozo y una paz que van más allá del puro bienestar físico
o psicológico. En efecto, cuando el hombre admite que depende absolutamente
de su Padre Dios en su ser y en su obrar, entiende también que la felicidad
consiste en buscar y cumplir su amabilísima voluntad. Eso es lo que hizo la
Virgen durante toda su vida, decir una y otra vez ‘sí’ a los
requerimientos de la gracia. Eso es lo que recomendó a los siervos de Caná
de Galilea y nos sigue diciendo a cada uno de nosotros: “Haced lo que Él
os diga” (Juan 2, 5).
Con lo que llevamos dicho podemos responder a la pregunta: ¿cómo me puedo
unir al sacrificio eucarístico? La respuesta nos viene de la vida de la
Virgen María. Procuramos hacer de nuestra vida una ofrenda grata al Señor,
intentando siempre y en todo secundar su Voluntad con la ayuda de la gracia.
Esa vida así vivida la uniremos en la eucaristía junto al pan y el vino,
así podremos decir –con expresión usada en ocasiones por San Josemaría
Escrivá- que estamos intentando que ‘toda nuestra vida sea una misa’.
3. La Eucaristía, fuente
y raíz de la vida cristiana. La misa dominical.
El que entiende lo que realmente sucede en la Eucaristía –memorial del
supremo acto de amor de Dios al hombre-, ama la misa. se da cuenta que es de
ahí de donde sacará la fuerza para convertir todas sus actividades de su día
en una Misa, un sacrificio de acción de gracias grato a Dios. Y se siente
urgido a participar con frecuencia y amorosamente en la Santa Misa.
Como Dios es más generoso que nosotros, el cristiano que actúa así
siempre se ve recompensado. Un sacerdote español que había estado
bastantes años en una zona montañosa de Perú me contó la historia de
algunos de los primeros sacerdotes que se ordenaron en esa región después
de muchos años de sequía vocacional. Una característica común en el
inicio de la vocación de todos ellos era que habían comenzado a valorar la
importancia de la misa dominical y, en consecuencia, habían sabido vencer
los obstáculos para acudir cada semana a su cita de amor con Jesús. Uno de
ellos, me decía ese sacerdote, tenían que caminar toda la noche del sábado
para estar temprano a la puerta de la parroquia; después de la misa, asistía
a la catequesis y comía lo que había llevado de su casa; a continuación,
regresaba a su casa adonde llegaría ya anochecido. Pero no quedan ahí las
delicadezas de este muchacho, para poder estar presentable en la fiesta
semanal –la Santa Misa-, acudía con un hatillo al hombro donde llevaba,
junto con la comida, una camisa limpia y un par de zapatos nuevos.
Ante el peligro de menospreciar la misa dominical, como si de una costumbre
del pasado se tratara, Juan Pablo II ha insistido en repetidas ocasiones en
su importancia para el crecimiento de la vida espiritual de las personas y
de las comunidades cristianas. En la carta programática Novo Millennio
Ineunte escribió: “Es necesario insistir en esta dirección, dando
particular relieve a la Eucaristía dominical y al mismo Domingo, sentido
como día especial de la fe, día del Señor resucitado y don del Espíritu,
verdadera Pascua semanal” (Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, n. 35).
Más adelante desarrolló esa idea en su carta Dies Domini, donde define al
domingo como el día del Señor, el día de la Iglesia, el día de la
familia. Y en el centro de ese día se yergue la misa dominical como un árbol
que de sombra y fruto a todos esos aspectos del domingo. Allí insiste también
en algo que no por obvio es menos importante. Muchos cristianos remolonean
en el momento de la Santa Misa, porque desconocen el sentido de lo que allí
acontece. Porque, para el que conoce su significado profundo y cree en él,
participar en la Misa no es nunca un deber oneroso, sino una necesidad de
enamorado. Y los enamorados son capaces de hacer grandes sacrificios por la
persona amada, aunque no siempre les apetezca. En alguna ocasión puede que
se deje vencer por la pereza o por el atolondramiento, pero le pesará y
procurará pedir perdón y rectificar cuanto antes. Es más quien capta el
sentido de la Santa Misa no se conformará con participar los domingos,
siendo ello particularmente importante. Al contrario, procurará participar
con tanta frecuencia como pueda; si le es posible, diariamente.
Se entiende bien que Juan Pablo II propusiera como uno de sus principales
deseos para el año eucarístico: “Deseo particularmente que en este año
se ponga un empeño especial en redescubrir y vivir plenamente el Domingo
como día del Señor y día de la Iglesia. Sería feliz si se volviese a
meditar lo que escribí en la Carta apostólica Dies Domini” (Juan Pablo
II, Mane Nobiscum Domine, n. 23).
En este capítulo sobre la dimensión propiamente eucarística (de acción
de gracias) de la Eucaristía hemos recordado el canto agradecido de María
que comienza con esta palabra, Magnificat. Puede ser un buen broche
concluirlo la última estrofa de un poema denominado precisamente
Magnificat, compuesto por una conocida poeta española del pasado siglo:
Gracias te doy Señor por haberme invadido
A pesar de mis dudas y obstinaciones;
Por ese amanecer de tu luz en mi frente,
Porque eres Tú, y mi alma glorifica tu nombre…
(Ernestina de Champourcin, “Magnificat” en Presencia a oscuras, Madrid,
1952).
TEXTOS PARA MEDITAR
Juan Pablo II, Tertio Millennio Adveniente, n. 55
En el sacramento de la Eucaristía el Salvador, que se encarnó en el seno
de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como
una fuente de vida divina”.
Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, n. 35
“En el siglo XX, especialmente desde el Concilio en adelante, ha avanzado
mucho la comunidad cristiana en el modo de celebrar los sacramentos y sobre
todo la Eucaristía. Es necesario insistir en esta dirección, dando
particular relieve a la Eucaristía dominical y al mismo Domingo, sentido
como día especial de la fe, día del Señor resucitado y don del Espíritu,
verdadera Pascua semanal”.
Juan Pablo II, Mane Nobiscum Domine, n. 23
“Deseo particularmente que en este año se ponga un empeño especial en
redescubrir y vivir plenamente el Domingo como día del Señor y día de la
Iglesia. Sería feliz si se volviese a meditar lo que escribí en la Carta
apostólica Dies Domini. “Porque es precisamente en la Misa dominical
donde los cristianos reviven de manera particularmente intensa la
experiencia hecha por los Apóstoles la tarde de la Pascua, cuando el
Resucitado se manifestó a todos ellos reunidos (cfr. Juan 20, 19). En aquel
pequeño núcleo de discípulos, primicia de la Iglesia, estaba de alguna
manera presente el Pueblo de Dios de todos los tiempos” (n. 33). Los
sacerdotes en su empeño pastoral deben prestar durante este año de gracia
una atención aún mayor a la Misa dominical, como celebración en la que la
comunidad parroquial se reencuentra de manera coral, viendo participar
ordinariamente a los diversos grupos, movimientos, asociaciones presentes en
ella”.
Juan Pablo II, Mane Nobiscum Domine n. 26
“Un elemento fundamental de este proyecto emerge del significado mismo de
la palabra “eucaristía”: acción de gracias. En Jesús, en su
sacrificio, en su “sí” incondicionado a la voluntad del padre, está el
“sí”, la “gracia” y el “amén” de la humanidad entera. La
Iglesia es llamada a recordar a los hombres esta gran verdad. Es urgente que
esto se haga, sobre todo en nuestra cultura secularizada, que respira el
olvido de Dios y cultiva la vana autosuficiencia del hombre. Encarnar el
proyecto eucarístico en la vida cotidiana, allá donde se trabaja y se vive
–en familia, en la escuela, en la fábrica, en las más diversas
condiciones de vida- significa, entre otras cosas, testimoniar que la
realidad humana no se justifica sin referencia al Creador: “La criatura se
desvanece sin el Creador” (Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución
Pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo Gaudium et Spes, 36).
Esta referencia trascendente, que nos compromete a un perenne
“agradecimiento” –es decir, a una postura eucarística- por cuanto
tenemos y somos, no prejuzga la legítima autonomía de las cosas terrenas
(Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Pastoral sobre la Iglesia en
el mundo contemporáneo Gaudium et Spes, 36), sino que la fundamenta del
modo más verdadero, situándola al mismo tiempo en sus justos límites”
().
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