María, mujer eucarística 

(Novena de la Inmaculada en el año de la eucaristía)

 

Día séptimo

María conservaba estas cosas en su corazón.

A la escucha de la Palabra que anuncia el memorial

 

1. María meditó la Palabra. 
2. La Palabra y el Memorial
3. Escuchar la Palabra. Examinarnos sobre la Palabra

1. María meditó la Palabra.
San Justino, un autor de la mitad del siglo II, ha recogido en su Apología un testimonio venerable de la celebración de la Eucaristía en las primeras comunidades cristianas. Según su testimonio, al comenzar la celebración eucarística “se leen los comentarios de los apóstoles o los escritos de los profetas, en la medida que el tiempo lo permite. Después, cuando ha acabado el lector, el que preside exhorta y amonesta con sus palabras a la imitación de tan preclaros ejemplos” (Justino, Apologia I, 65-67).
María Inmaculada oyó proclamar esos textos en las celebraciones a las que acudió. Los escuchaba, los guardaba en su corazón y los contemplaba, como acostumbraba a hacer con las cosas que son de Dios (cfr. Lc 2, 18). Le resultaban familiares, porque los había escuchado y meditado desde su niñez. Pero ahora, cuando se habían cumplido todas las profecías (cfr. Lc 24, 25-27), adquirían para ella un nuevo e íntimo sentido. 
El Nuevo Testamento ha recogido un testimonio de la profundidad con la que nuestra Madre escuchó y meditó el Antiguo Testamento (se trata del Magnificat, que viene en Lucas 1, 46-55). Pero los acontecimientos y de las enseñanzas de Jesús que ahora anunciaban los apóstoles le eran mucho más entrañables. Había sido testigo de muchos de ellos y, como Madre que era, un testigo ¡muy especial! Hasta que su Hijo se marchó al Jordán para ser bautizado por Juan, había compartido con Él los pequeños acontecimientos íntimos que tejen el entramado de la historia de toda familia. Ella había tenido también una participación importante en el primer milagro de su Hijo, allá en Caná; después, se había retirado a un discreto segundo plano hasta que reapareció como la madre fuerte que acompaña y sostiene al Hijo que muere por nosotros en la Cruz. Por todo ello, la Virgen Inmaculada puede ser para cada uno de nosotros una buena Maestra para acceder a los textos bíblicos que se leen en la Santa Misa.

2. La Palabra y el Memorial
Pero antes, quisiera que nos detuviéramos brevemente en la íntima relación que une la liturgia de la palabra con la liturgia eucarística. Las lecturas bíblicas no son una especie de compás de espera para la celebración que vendrá después; ni se trata de dos partes meramente yuxtapuestas. Existen muchas y buenas razones para considerar que están íntimamente relacionadas (cfr. Concilio Vaticano II, Sacrosantum Concilium 56).
No conviene olvidar que históricamente la institución de la Eucaristía tuvo lugar en el ámbito de la celebración judía de la pascua. En ella, se alternaban los cantos de salmos y la narración de recuerdos de la liberación del pueblo israelita de la esclavitud de Egipto con las libaciones rituales y la cena con el cordero y el pan ácimo. Es decir, que en la propia institución aparece la Palabra unida a la Eucaristía. Además, las lecturas bíblicas eran habituales en las reuniones que hacían los judíos en la sinagoga, a las que pronto dejaron de asistir. Seguramente todo esto tiene que ver con el hecho de que desde muy pronto, los discípulos de Jesús, cuando se reunían para la fracción del pan, comenzaban leyendo textos del Antiguo Testamento: la Ley y los profetas; muy poco tardaron en leer también escritos de los apóstoles. Bastantes estudiosos de la liturgia consideran que cuando se escribió el tercer evangelio ya se hacía así. Fundamentan su aserto en el pasaje de los discípulos de Emaús, que siempre se ha interpretado en clave eucarística. Allí se hace mención a que Jesús les interpreta por el camino las Escrituras comenzando por la Ley y los Profetas, antes de que procediera a la fracción del pan, que tuvo lugar al llegar a la aldea (cfr. Lc 24, 13-33). Y sin duda se seguía esa costumbre cuando se escribe el Apocalipsis (cfr Ap. 1, 3, 10). 
Hay además otras poderosas razones que explican esa unión. La Eucaristía es el memorial de la Redención. La lectura de la Palabra no sólo recuerda, sino que hace presente los misterios –la historia de la Salvación- que se van a celebrar. Por eso, se dice que hay un nexo mistagógico o de iniciación entre la liturgia de la Palabra y la liturgia de la Eucaristía. La Alianza entre Dios y el hombre se anuncia y se narra en las lecturas y se realiza plenamente en la liturgia eucarística, que es actualización sacramental de la Alianza nueva y eterna, instaurada y sellada por el sacrificio redentor de Cristo. 
Juan Pablo II lo expresaba con estas palabras: en la celebración eucarística, “el encuentro con el Resucitado se realiza mediante la participación en la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida. La primera continúa ofreciendo la comprensión de la historia de la salvación y, particularmente, la del misterio pascual que el mismo Jesús resucitado dispensó a los discípulos: «está presente en su palabra, pues es él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura».(60) En la segunda se hace real, sustancial y duradera la presencia del Señor resucitado a través del memorial de su pasión y resurrección, y se ofrece el Pan de vida que es prenda de la gloria futura” (Juan Pablo II, Dies Domini, n. 39).
La reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II ha seguido la exhortación de la Constitución Sacrosantum Concilium, de manera “que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con mayor abundancia para los fieles, ábranse con mayor amplitud los tesoros bíblicos” (62). Para que esa riqueza de textos bíblicos aproveche a los fieles, se aconseja que la homilía sirva para ‘partir a los el pan de la Palabra’. De esta manera, aumentará “cada vez más en los fieles el "hambre y sed de escuchar la palabra del Señor" (cf. Am 8,11) que, bajo la guía del Espíritu Santo, impulse al pueblo de la nueva alianza a la perfecta unidad de la Iglesia” (64).

3. Escuchar la Palabra. Examinarnos sobre la Palabra
Tras estas breves reflexiones, volvamos de nuevo muestra mirada a la Inmaculada para que nos acompañe en la escucha atenta de la Palabra. Para ello, puede servirnos de guía el diálogo de María con el Arcángel Gabriel, que le traía una palabra de parte de Dios. La Inmaculada escuchó el saludo al ángel; en seguida, “se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo” (Lucas 1, 28). Cuando él se lo explicó, le preguntó lo que no entendía: “¿Cómo será esto, pues no conozco varón?” (Lc 1, 34). Entonces el enviado le explica cómo se realizará el prodigio; a lo que respondió la doncella de Nazaret: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Dice el evangelista Lucas que poco después, y como consecuencia de ese diálogo, se puso en camino hacia las montañas de Judea, donde Isabel iba a tener un hijo en su vejez. Sintetizaría el modo de actuar de nuestra madre diciendo que: escuchó lo que se le decía de parte de Dios y procuró encarnarlo en su vida. ¿Resultado?, el Verbo se encarnó en su seno. 
Entiendo que todo eso se resume en cuatro palabras latinas, que he tomado prestadas de los Soliloquios de San Agustín: “Noverim Te, noverim me” (Conocerte, conocerme). Cuando acudimos a la celebración y se abre el tesoro de la Escritura Sagrada, en primer lugar debemos procurar atender con atención; de esa manera, podremos conocer mejor lo que Dios nos quiere decir de sí mismo a través de ellas, normalmente a través de sus obras. Después debemos intentar encarnarla en nuestra vida; para eso, debemos examinarnos a la luz de la Palabra. Y, finalmente, brotarán propósitos de mejora. Ese es el sentido de la pausa de silencio que tiene lugar después de la lectura del Evangelio o de la homilía. 
Pensaréis que es muy difícil realizar todo esto en ese breve espacio de tiempo. No os faltaría razón. También en esto sale la Inmaculada al paso para decirnos cómo actuar. “María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón” (Lucas, 2, 18). No era una mujer que pasara resbalando sobre los acontecimientos, sino que intentaba comprenderlos y ser a lo que Dios le quería decir a través de ellos. Podemos imitarla, meditando con calma fuera de la celebración eucarística los textos que se han proclamado o se proclamarán en la liturgia de la Palabra. Y sacar consecuencias, propósitos, de esa meditación. Son numerosos y diversos entre sí los modos de poner esto en práctica. Sé de bastantes cristianos que dedican diariamente un buen rato a meditar los textos que se proclamarán en la Eucaristía de ese día. Otros que acostumbran a leer el evangelio de la misa del día nada más levantarse. Profesores de colegios que acostumbran a iniciar cada jornada de clase con la lectura y comentario de la perícopa evangélica de la liturgia de ese día. Familias que en la víspera leen en la casa el evangelio del domingo y lo comentan posteriormente. Evidentemente, no se trata de poner en práctica todas esas ideas; se trata, más bien, de sugerentes ejemplos que pueden ayudarnos a que el pan de la palabra nos alimente y nos lleve a tener hambre de acudir a la mesa del Pan eucarístico.
La docilidad de María en la escucha de la palabra del ángel, hizo que el Verbo (la Palabra) se encarnara en ella físicamente. Nuestra docilidad a la escucha de la palabra que se abre en la liturgia, hará que el mismo Verbo se encarne en nosotros sacramentalmente. Cuando todos abandonaron a Jesús después del discurso eucarístico, Pedro hizo un acto de fe: “Solo Tú tienes palabras de vida eterna” (Juan 6, 68). Con María se lo repetimos nosotros en nuestro corazón:
Tu Palabra me da vida, 
confío en Ti, Señor.
Tu Palabra es eterna, 
en ella esperaré.