María, mujer eucarística 

(Novena de la Inmaculada en el año de la eucaristía)

 

Día octavo

Una mujer vestida de Sol.

Aspirar a la santidad futura

 

1. Dicha de María al recibir a Jesús en su seno y al recibir la Eucaristía. 
2. Anticipo de la vida futura. 
3. Nuestra dicha al recibir la Eucaristía.

1. Dicha de María al recibir a Jesús en su seno y al recibir la Eucaristía.
“Por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, 
porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, 
Santo es su nombre 
y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen”
(Lucas 1, 46-55).
Estas palabras proféticas de María se cumplen diariamente en numerosas ocasiones. Por ejemplo, cuando, cada vez que recitamos el avemaría, le decimos “bendita tú eres entre todas las mujeres”. Pero donde se hace más patente el cumplimiento de esa profecía es en la celebración de la Santa Misa. A María se la nombra en todas las anáforas eucarísticas, tanto de oriente como de occidente. En ellas siempre aparece la Inmaculada como la primera de los que ya han alcanzado el término de su peregrinación y gozan del cielo. Se trata de una mención que pone ante nosotros la dimensión escatológica de la Eucaristía, porque nos remite a la Iglesia que ya ha llegado a la meta. Y allí, en el cielo, está ahora María Inmaculada en cuerpo y alma, vestida de Sol, la Luna a sus pies y una corona de doce estrellas en tornos a su cabeza (Cfr. Ap. 12).
Hemos citado anteriormente la sugerencia contenida en la Ecclesia de Eucharistia de leer el Magnificat en clave eucarística. Allí se encuentra esta afirmación: “En el Magnificat (...) está presente la tensión escatológica de la Eucaristía” (Ecclesia de Eucharistia, 58). Como ese himno contiene la espiritualidad de María, hemos de pensar que la Virgen vivió intensamente la dimensión escatológica de la eucaristía. De ella podremos aprender a vivirla como un anticipo del cielo, como el cielo en la tierra. 
María Inmaculada es, por ello, la mujer de la esperanza. Vive con realismo el presente, pero con la mirada puesta en el más allá que llegará. Me detendré en tres momentos de su vida: la Encarnación, eucaristía prefigurada; el Triduo Pascual, que es la Misa de la que todas las misas toman su eficacia; y en las “fracciones del pan” a las que asistió. En la Encarnación, la Virgen Inmaculada vive la esperanza como ha de hacerlo cualquier madre que espera a un hijo. Pero vivió también, y sobre todo, una esperanza sobrenatural: el Hijo que llevaba era el Mesías esperado, el Salvador. Esa postura de María es especialmente evidente en los días amargos del triduo pascual, cuando se realizaba el sacrificio del que la Eucaristía es memorial. Ella vivió durante esos días una peculiar tensión escatológica con especial intensidad. En efecto, sufriendo cuanto se puede sufrir, recordaría los momentos más significativos de su vida junto a su Hijo, y a la vez no dejó de esperar en la Resurrección y en la Redención que operaría el sacrificio de la Cruz. Al unirse a su Hijo en la comunión durante las eucaristías post-pascuales, rememoraría los amargos momentos vividos junto a la Cruz a la vez que anhelaría el momento en el que finalmente se rasgaran los velos de esta tierra y se uniera a la Trinidad en un abrazo sin final.

2. Anticipo de la vida futura.
Cuando preparaba este texto acudieron a mi memoria los Reyes Magos, que el imaginario popular español hace retornar cada 6 de enero con su cargamento de regalos. Con qué ilusión esperan los niños (y los mayores) durante las vacaciones de Navidad la llegada del día de Reyes. Saben que recibirán regalos y los saborean; pero ni saben cuáles serán los regalos, ni pueden gozar con ellos todavía. La Eucaristía es un sacramento escatológico en un sentido parecido, porque es el sacramento del ya-pero-aún-no-plenamente. Consideraremos brevemente esto en estas tres dimensiones de este sacramento: la presencia de Dios, la unión con Él y los demás, y el gozo de la vida eterna.
En este sacramento se hace presente la Trinidad entera: es acción de la Trinidad. Se hace presente Jesucristo con su cuerpo, sangre, alma y divinidad, como ya hemos considerado. Pero hay un velo que nos oculta esa presencia, por lo que aún no podemos ver a Dios cara a cara. Nuestra unión con Jesucristo en la comunión tampoco es total y absoluta. Por una parte, porque podemos separarnos de Él por el pecado. Por otra, porque la falta de purificación completa de nuestros pecados nos separa de la plena comunión con Él. La Misa y el Sagrario son oasis de paz que llenan de gozo nuestro ser, pero ese gozo no es completo mientras estemos en esta tierra.
Significativamente, en los misterios de Luz, a la institución de la Eucaristía le precede la Transfiguración en el Tabor. Podemos establecer un paralelismo escatológico entre Eucaristía y Transfiguración En los dos se pregusta la gloria del cielo pero de modo efímero. En ambas se hace presente la Pasión y la Cruz. En ambos, y esto es mucho más real en la Eucaristía, se vive la tensión entre el memorial que actualiza lo que ha pasado y la meta a la que hay que llegar. Por eso, así como la Transfiguración fortaleció a los tres apóstoles para afrontar los sufrimientos de la Pasión,la Eucaristía es para la Iglesia en camino, y para cada bautizado, un acicate para seguir adelante hacia la Patria.

3. Nuestra dicha al recibir la Eucaristía.
Consecuencia de cuanto venimos considerando es que participar en la eucaristía debe producir en nuestra alma un gozo grande y unos anhelos profundos de alcanzar la santidad. Somos invitados al banquete de bodas del cordero que quita los pecados del mundo y nuestro ser se siente liberado y feliz. En ese banquete ocupa un lugar privilegiado María, que nos enseñará a comportarnos en él. Pensaremos en el cielo que nos espera, y nos llenaremos de gozo. Pues, si el bautismo nos llena de la alegría de ser hijos de Dios, la eucaristía nos llena del gozo de saber que, de algún modo, podemos pregustar la dicha del cielo en esta tierra. “Es tanto el Amor de Dios por sus criaturas, y habría de ser tanta nuestra correspondencia que, al decir la Santa Misa, deberían pararse los relojes”. (San Josemaría Escrivá, Forja, 436). Miraremos la vida de Jesús y de María y de los que ya han llegado al término de su peregrinación, y la gracia henchirá nuestras almas de ánimo para luchar contra los obstáculos que se presenten en el camino:
“Buscando mis amores, 
Iré por esos montes y riberas,
Ni cogeré las flores, 
ni temeré las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras”. 
(San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, canción III)
En el Apocalipsis aparece una mujer vestida de sol, la luna a sus pies y doce estrellas coronando su cabeza que va a dar a luz a un niño (cfr. Apocalipsis 12). Contra ella nada puede hacer el dragón que quiere devorar al recién nacido. La mujer debe huir al desierto a esconderse, mientras que tiene lugar la lucha de Miguel contra el diablo. En esa mujer se ha visto a la Inmaculada, protegida por la gracia de Dios, contra la que nada pudo hacer el demonio. Esta imagen bíblica nos habla de la meta de nuestra vida, la santidad prefigurada por los atributos que rodean a la mujer del Apocalipsis. También aparece el modo de alcanzarla, que consiste en conjugar la gracia y el esfuerzo. Estos tres aspectos evocan tres frases evangélicas que aparecen en contextos diversos, pero que pueden ser encadenadas sin que pierdan su sentido. La primera es la invitación de Jesús: “Sed santos como vuestro Padre celestial es santo” (Mat. 5, 48), a la que hemos de responder como los Boanerges: “¡Podemos!” (Mat. 20, 22). Entonces oiremos como dirigidas a nosotros estas palabras de Jesucristo: “El reino de los cielos sufre violencia y solo los esforzados lo arrebatan” (Mat. 11, 12).
En esa tarea de búsqueda de la santidad, la eucaristía nos debe ayudar de manera decisiva. Es cierto que ese sacramento no nos va a ahorrar ni los esfuerzos ni las dificultades que supone alcanzarla, pero nos proporcionará los instrumentos para vencer. La Eucaristía nos da gracias que fomentan nuestra esperanza de alcanzar el premio prometido al final de nuestra vida. Para corresponder a esas gracias no estamos solos. Contamos con la ayuda real de nuestra Madre. Mientras caminemos por la tierra, “la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Seños, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo” (Lumen Gentium, 68).
María Inmaculada, Madre de Dios y madre nuestra, infunde en nosotros deseos grandes de alcanzar una santidad grande, para que podamos gozar un día junto contigo, los ángeles y los santos de la visión de Dios cara a cara en el cielo:
Gloriosa Madre del Redentor, 
puerta siempre abierta del cielo, estrella del mar: 
socorre al pueblo que cae y procura levantarse. 
Tú que, ante el asombro de la naturaleza, 
concebiste al mismo que te engendró; 
tú, recibiste el saludo de Gabriel 
y eres virgen antes y después del parto, 
apiádate de los pecadores.

TEXTOS PARA MEDITAR

“Engrandece mi alma al Señor 
y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador 
porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, 
por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, 
porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, 
Santo es su nombre 
y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen.
Desplegó la fuerza de su brazo, 
dispersó a los que son soberbios en su propio corazón.
Derribó a los potentados de sus tronos 
y exaltó a los humildes.
A los hambrientos colmó de bienes 
y despidió a los ricos sin nada. 
Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia 
-como había anunciado a nuestros padres- 
en favor de Abraham y de su linaje por los siglos”.
(Lucas 1, 46-55).

“Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora. En el Magnificat, en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la «pobreza» de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se «derriba del trono a los poderosos» y se «enaltece a los humildes» (cf. Lc 1, 52). María canta el «cielo nuevo» y la «tierra nueva» que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su 'diseño' programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat!” (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, n. 58).