María, mujer eucarística 

(Novena de la Inmaculada en el año de la eucaristía)

 

Día noveno

La Inmaculada y la eucaristía

 

1. El contenido del dogma de la Inmaculada 
2. El sentido del dogma: pura para recibir al Verbo
3. Una consecuencia eucarística del dogma de la Inmaculada
4. Querer a María con el corazón. Alabarla.


1. El contenido del dogma de la Inmaculada 
La humanidad creada por Dios fue situada en un estado de cercanía con Él. Los dos primeros capítulos del Génesis nos relatan esa familiaridad entre Dios y el hombre. 
Desgraciadamente, el hombre perdió muy pronto esa cercanía como consecuencia del pecado original. Después de pecar, Adán, avergonzado y temeroso, quiso esquivar a Yavéh que le buscaba en aquella triste tarde del pecado primero. (Cfr. Gen. 3, 8) Empeño vano porque Dios lo ve todo y nada hay oculto a sus ojos (Cfr. Gen. 3, 9). Dios lo castigó a él y a su descendencia con la pérdida de la gracia y de los dones que de alguna manera son anejos a ella.
Pero la misericordia de Yavéh brilló también en el encuentro de aquella tarde. Junto al castigo, Dios también les comunicó a Adán y Eva un mensaje de esperanza en la figura del descendiente de una mujer a la que no conseguiría vencer la serpiente (Cfr. Gen. 3, 15)
Esa mujer es María de Nazaret, la madre de Jesús, el Cristo. Precisamente, la enemistad total entre el demonio y la Madre del Mesías, que aparece en el pasaje de la Escritura que hemos citado, es el sentido último del privilegio de la Inmaculada. Al pueblo fiel le repugnó siempre pensar que María hubiera podido estar siquiera un instante bajo la férula de Satanás. 
El protoevangelio pone las bases para una visión negativa del contenido del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen: María fue preservada del pecado original. El evangelio va más allá. La primera vez que aparece la Virgen en el evangelio de Lucas, en el episodio de la Anunciación, el ángel no la llama María, sino “llena de gracia”. Juan Pablo II ha subrayado que esa expresión se utiliza en ese pasaje en el lugar que suele ocupar habitualmente el nombre propio de la persona a la que se saluda. El nombre propio de María es “Llena de gracia”: no sólo estuvo libre del pecado en todo momento, sino que estuvo y está todo lo llena de la gracia de Dios que pudo estar.
En 1854, en un momento especialmente delicado para la Iglesia, el beato Pío IX declaró que la Concepción Inmaculada de María es un dogma; esto es, doctrina revelada por Dios y perteneciente al depósito de la fe divina y católica:
“Declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles” (Beato Pío IX, Bula Ineffabilis Deus, Dz 1941).

2. El sentido del dogma: pura para recibir al Verbo
“Oh Dios, que por la concepción inmaculada de la Virgen María preparaste a tu Hijo una digna morada, y en previsión de la muerte de tu Hijo la preservaste de todo pecado...” (Misal Romano castellano, colecta de la misa para la solemnidad de la Inmaculada).
Estas palabras de la liturgia latina proporcionan las claves para entender el sentido y el contexto de este privilegio mariano. María fue redimida por su Hijo, pero con lo que los teólogos denominan redención preservativa. Y ello en virtud de su elección para ser la mujer del capítulo 3 del Génesis, la Madre del Redentor. Digamos alguna palabra sobre cada uno de estos dos argumentos.
María fue preservada del pecado original, se dice en la fórmula de la declaración dogmática. Se pretende zanjar con esas palabras la aparente contradicción entre el dogma de la Inmaculada y la universalidad de la Redención del género humano llevada a cabo por Cristo. Como el pecado es una enfermedad del alma, un ejemplo sacado de la medicina puede ayudarnos a comprender el significado de la preservación del pecado original. Pensemos en una epidemia que extendiera una enfermedad mortal a ritmo vertiginoso entre la población. Suponed que los que se curan de esa enfermedad quedan con unas marcas corporales para toda la vida, y que exigiera tomar periódicamente unos fármacos para que no se reprodujera de nuevo. Habría dos modos de combatirla: aplicando las medicinas adecuadas a los afectados por la enfermedad, o vacunando a los no afectados para que no la contraigan. Con todos los límites que se deben poner a las comparaciones, podemos decir que el primero es el caso nuestro; el segundo fue el caso de María. Es lo que expresó uno de nuestros clásicos en una de sus obras:
“Cosa es clara//que le he debido más yo,//pues antes de haber caído//me ha excusado de caer”(Calderón de la Barca, La hidalga del Valle).
En definitiva, María fue redimida con una redención más perfecta: impidiendo que fuera manchada. Y nosotros que hemos sido manchados por el pecado original, después del bautismo, mantenemos en nosotros sus secuelas: la tendencia desordenada a pecar; esto es, a elegir inadecuadamente lo que es bueno y lo que es malo.
Dios actuó así con su María porque la había elegido como madre de su Hijo. Y la concepción según la carne implica también una especial relación espiritual entre la Madre y el Hijo (cfr. Gen. 3, 15). Dios no pudo permitir que su Madre estuviera manchada por pecado alguno en ningún instante de su existencia. 
Como ya se ha indicado, ha sido ésta una intuición permanente del pueblo fiel que, en esta verdad de fe, ha ido por delante de los doctos. Y siempre ha afirmado no sólo de algo negativo, sino también la perfecta unión de María con Dios en toda su vida, su santidad perfecta; por eso, se le ha llamado Santísima en lugar de Santa.
Cuanto acabamos de exponer fue condensado en el conocido argumento: “Pudo, convenía, luego lo hizo” (potuit, decuit, ergo fecit). Se trata de una fórmula que fue pergeñada por Eadmero, un teólogo discípulo de San Anselmo; posteriormente fue usada y popularizada por el beato Juan Duns Escoto, el doctor de la Inmaculada Concepción. “Pudo” hacer a la vez que su Madre no tuviera el pecado original y que fuera redimida por la sangre de su Hijo. “Convenía” que así fuera, para que en ningún momento hubiera estado bajo el poder del demonio. ¡Lo hizo!
En el momento de esplendor de la teología en España, cuando la Inmaculada no era aún dogma, los estudiantes resumían cuanto acabamos de decir en esta letrilla:
“Quiso y no pudo, no es Dios; 
pudo y no quiso, no es hijo; 
digan, pues, que pudo y quiso”.

3. Una consecuencia eucarística del dogma de la Inmaculada
“Desde hace dos mil años, la Iglesia es la cuna en la que María coloca a Jesús y lo entrega a la adoración y contemplación de todos los pueblos” (Juan Pablo II, Incarnationis Mysterium, n. 8). La Eucaristía es prefiguración de nuestra unión escatológica con Jesús en el cielo y también rememora la unión que se dio en el seno de María entre ella y su divino Hijo. Cada vez que comulgamos, recibimos a Jesucristo en nosotros y nos identificamos con Él. Por eso, se habla de un cierto paralelismo entre la Encarnación y la Eucaristía. 
Ese paralelismo nos permite leer el privilegio de la Inmaculada Concepción de María en clave eucarística. Para que ella fuera digna morada del Hijo de Dios hecho carne, fue preservada de toda mancha de pecado y llena de gracias. De manera semejante, para recibir dignamente a Jesucristo sacramentado en nuestra alma hemos de estar limpios de pecados graves. Por eso, si tenemos conciencia de haber cometido alguno, debemos acudir al sacramento de la Penitencia antes de acercarnos al sagrado Banquete. Pero no hemos de conformarnos con ese mínimo: conviene que nos preparemos del mejor modo posible para recibirlo. Considerar el dogma de la Inmaculada nos empuja a examinarnos sobre nuestra correspondencia a la gracia: qué debemos dejar, por dónde debemos avanzar.
Además, María no se preservó por sí misma del pecado. El privilegio de la Inmaculada Concepción fue un don de Dios. Esa consideración nos lleva a pedir a nuestro Padre Dios por nuestras necesidades. Y nada más lógico que hacerlo por intercesión de su Madre. 
“Bajo tu protección nos colocamos, Santa Madre de Dios. No desoigas nuestras súplicas en las necesidades; antes bien, líbranos siempre de todos los peligros, Virgen gloriosa y bendita. Amén” (Liturgia de las Horas, antífona mariana para después de completas).

4. Querer a María con el corazón. Alabarla.
Un buen hijo no se limita a imitar a su madre y a pedirle regalos. También la alaba y le dice cosas bonitas. No seríamos buenos hijos de nuestra Madre Inmaculada si no actuáramos así. Así han actuado nuestros hermanos en la fe que nos han precedido en estos 20 siglos de cristianismo. Se cuenta que el origen de los tres ‘oh’ de la salve es un arrebato de amor a María que sintió San Bernardo cuando cantaba esa oración. También nosotros debemos manifestarle a ella el amor que le tenemos diciéndole “cosas tiernas y encendidas” (cfr. San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, 3er misterio gozoso). No nos dejemos llevar por la prisa y el pragmatismo. 
Es lo que ha hecho ha pretendido hacer la Conferencia Episcopal Española al declarar un año mariano desde el 8 de diciembre de 2004 hasta el día 8 de diciembre de 2005 para conmemorar los 150 años de la declaración del dogma de la Inmaculada. Han señalado dos finalidades que son perennes en la devoción mariana: glorificar a María Inmaculada y remover nuestras conciencias. Las dos están en este himno previsto para las vísperas del 8 de diciembre:
Ninguno del ser humano// como vos se pudo ver;//que a otros los dejan caer// y después le dan la mano.//Mas vos, Virgen no caíste//como los otros cayeron,//que siempre la mano os dieron//con que preservada fuiste.//Yo, cien mil veces caído,//os suplico que me deis//la vuestra, y me levanteis//porque no quede perdido.//Y por vuestra concepción,//que fue de tan gran pureza,//conserva en mí la limpieza//del alma y del corazón,//para que de esta manera//suba con vos a gozar//del que sólo puede dar//vida y gloria verdadera. Amén//.