Un compendio del Evangelio

Leonor María Salierno

 

El rezo del santo rosario surge en la Iglesia como manifestación de una experiencia secular del pueblo cristiano, que ya desde la Iglesia primitiva descubre el admirable designio de Dios sobre la madre de Jesús, designio totalmente involucrado en el de su Hijo. De ahí que el origen mismo de esta oración popular se lo considera más celestial que humano.

“El rosario –afirma Juan Pablo II– se desarrolló gradualmente en el segundo milenio, al soplo del Espíritu de Dios”. (Rosarium Verginis Mariae, 1)
La existencia de expresiones de veneración y de alabanza a la Virgen María era una realidad ya en los primeros siglos de la Iglesia. Estas se inspiraban en los mismos textos evangélicos que, de por sí, reflejan sentimientos de admiración hacia la Virgen: el saludo de Gabriel (Lc 1, 28-29), las bendiciones de Isabel por su maternidad (Lc 1, 42) y por su fe (Lc 1, 45), y las mismas palabras proféticas de María: “todas las generaciones me llamarán bienaventurada”. (Lc 1, 48).
Hacia el siglo VI, en Occidente, el rezo de la primera parte del Ave María, era ya común entre los cristianos. La oración fue cobrando popularidad y se generaliza, especialmente en el mundo monástico y laical, alcanzando luego una gran difusión en todo el Medioevo.
Será precisamente la popularidad de este rezo que llevará sucesivamente al nacimiento del Rosario. “Casi un retoño germinado sobre el tronco secular de la liturgia cristiana”, lo define el Papa Paulo VI (Marialis cultus, 48). Su evolución paulatina sigue el arco que va del siglo XII al XVI, alcanzando una progresiva y vasta difusión. Cabe destacar que, en este período, la devoción a la humanidad de Cristo y en especial a los misterios de su existencia terrena –nacimiento, pasión y muerte en cruz–, favorece una acentuada devoción a María.
El contexto del rosario se organiza teniendo en cuenta el número ciento cincuenta, que es el mismo de los salmos. En ese entonces, los monjes recitaban los 150 salmos de la Biblia, como se sigue haciendo hoy en la Liturgia de las Horas. Para favorecer a los religiosos y a los laicos que a menudo no sabían leer, los salmos fueron reemplazados por 150 Padre Nuestro. Una corona con 150 granos favorecía su cuenta.
El recurso de las coronas para contar las oraciones –lleno de simbolismos– era conocido por los cristianos y también por los seguidores de otras religiones muchos años antes de Cristo.
Es en la segunda mitad del siglo XII que se reemplazan los Padre Nuestro por los Ave María. Nace así el llamado Salterio Mariano. Más tarde, a fines del siglo XIV, se introduce la segunda parte del Ave María, el nombre de Jesús y el Amén final, al tiempo que se subdividen las 150 Ave María en quince decenas, intercaladas cada una por un Padre Nuestro.
Un aporte determinante fue el del dominico francés Alano de Roche (muerto en el 1478), quien además de contribuir a la difusión popular de este rezo, le dio su nombre actual, “Rosario de la Bienaventurada Virgen María”, y se preocupó por dividirlo en tres partes, cada una de 5 decenas, sugiriendo incluir la meditación de los principales misterios evangélicos: la encarnación, pasión y glorificación de Cristo y de María. El Rosario pudo así adquirir su característica de oración mental y vocal, cristológica y también contemplativa.
Alano de Roche difunde la idea de la institución del rosario por Santo Domingo (1170-1221). Aunque está documentada la existencia del Salterio Mariano antes del nacimiento de este santo, ciertamente él y sus predicadores fueron grandes propagadores del Rosario. Sus discípulos fueron los iniciadores de las conocidas Confraternidades del Rosario, que divulgaron por Europa la devoción a María.
La difusión popular del rosario dejará establecidos los 15 misterios en una triple división: 5 de gozo, 5 de dolor y 5 de gloria. Forma que el Papa Pío, en 1572, consagrará oficialmente.
Luego de Pío V, todos los Pontífices han manifestado interés por la práctica del rosario. Le han dedicado una especial atención mediante numerosos documentos y discursos, considerándola apta para desarrollar una oración de contemplación, de alabanza, de súplica, como también por su eficacia en promover la vida cristiana.
“Qué grande es la esperanza que nosotros ponemos en el santo rosario para sanar los males de nuestro tiempo, no con la fuerza, no con las armas, no con la potencia humana, sino con la ayuda divina que se obtiene por medio de esta oración; fuerte como David con su honda, la iglesia podrá enfrentar impávida al enemigo infernal...”, afirmaba en 1951 Pío XII (Encíclica Ingruentium malorum). Con el tiempo, la práctica del Rosario se ha ido extendiendo hasta los confines de la cristiandad, convirtiéndose en una forma universal de oración.
En el período postconciliar, una evolución crítica del sentimiento devocional, provocará prejuicios sobre las devociones en general, y el rosario en particular. Se entra a cuestionar su estructura, la dificultad de contemplación, se rechaza la repetitividad mecánica. Dificultades serias y reales, que pueden hacer perder la importancia de esta oración y que han motivado, en especial a Pablo VI (con la Marialis Cultus) y a Juan Pablo II (con la Rosario Verginis Mariae) a querer rescatar la verdadera naturaleza y la fisionomía propia del Rosario.
Ambos indican orientaciones precisas de carácter bíblico, litúrgico, ecuménico, antropológico, que puedan ayudar a una renovación de este ejercicio y a hacer captar su intuición original, su energía primera, su esencial estructura.
En este contexto, se comprende la “oportuna integración” que realiza Juan Pablo II al agregar 5 nuevos misterios, “de la luz”, sin modificar la configuración esencial de esta oración (ver CN diciembre de 2002), para “resaltar el carácter cristológico del rosario”, y “para que pueda decirse que el rosario es más plenamente ‘compendio del evangelio’” (nº 19).

Fuente: Ciudadnueva.org.ar