La leyenda del Caballero y el nombre del Rosario

Emilio Cárdenas S.M. 


Cuentan que cierto caballero muy devoto de la Virgen tenía la costumbre de tejer diariamente con sus manos una corona de cincuenta rosas y con ella coronar luego una estatua de la Virgen. Esto le llenaba de emoción, de modo que su fe se hacía cada día más ardiente. La Virgen premió su constancia y fidelidad llamándole a consagrarse completamente al Evangelio, de modo que se hizo monje en cierto monasterio.
Fue allí hermano lego y su prior lo dedicó a las duras labores del campo, de modo que no le quedaba tiempo para continuar realizando su piadosa costumbre: ya no podía dedicarse a hacer coronas de rosas porque no disponía de tiempo lo que le llenaba de congoja y desasosiego.
Cierto anciano monje de su monasterio le sugirió que sustituyese su ofrenda de flores por una corona espiritual formada por cincuenta avemarías. Y así empezó a hacerlo, pero no daba con ello paz a su alma, y sentía nostalgia de aquellos días en que como caballero secular podía dedicar aquellas hermosas horas al cultivo de sus rosas y al trenzado de su corona. Una extraña tristeza le invadía, tanto que pensó si debía abandonar el monasterio para honrar mejor a la Virgen. Probablemente a ella, como a él mismo, le parecería poco sustituir las bellísimas y tan costosas rosas por simples y breves avemarías. De todas formas pensó que debía por lo menos seguir la recitación y continuar fiel a ella a pesar de su inquietud y sus dudas.
El caso es que en cierta ocasión el prior del monasterio le envió a la ciudad con un cierto dinero para poder hacer las compras correspondientes, y allí marchó montado en su cabalgadura. Al caer la tarde recordó que aún no había cumplido su deuda de oraciones. Descendiendo de su caballo se recogió en silencio y se puso a recitar devotamente sus cincuenta avemarías. Hete aquí que entre tanto unos ladrones le observaban desde el bosque. Ya estaban dispuestos a abalanzarse sobre él a robarle, cuando se vieron detenidos en su malvado intento por una sorprendente y maravillosa visión. Mientras el hermano, orando de rodillas iba piadosamente recitando sus avemarías, se plantó ante él una hermosísima dama de extraordinaria belleza, dignidad y dulzura. A medida que el monje iba rezando, tomaba la dama en sus manos unas flores que de los labios del caballero iban misteriosamente brotando. Cuando terminó el número establecido de avemarías, aquella bella señora terminó de formar una delicada corona con la que después ciñó su cabeza para a continuación desaparecer.
Los bandidos, tremendamente conmovidos, se echaron a los pies del hermano, que precisamente no había visto absolutamente nada, y le confesaron todo. El monje quedó vivamente impresionado y sintió un gran consuelo. Comprendió entonces que aquella mujer no era otra que la Madre de Dios, la cual aceptaba su ofrenda y premiaba así su generosa fidelidad.
Se trata de una pura -y muy hermosa- leyenda. Lo cual no quiere decir que sea falsa o mentirosa. Es una leyenda religiosa y didáctica, para mostrar algo importante y verdadero: que la oración tiene siempre un incalculable valor y belleza.
Justamente esta leyenda se hizo muy popular y animó a la gente a tejer coronas de cincuenta rosas espirituales, esto es, de cincuenta oraciones o un «rosario». Podemos, por tanto, hablar del nombre acuñado para esta famosa oración. En efecto, la palabra «rosario» procede de «rosa».

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