El Avemaría 

Emilio Cárdenas S.M. 


El Ave María tiene dos partes, el «Dios te salve 'María:.. » y el «Santa María... ». La primera parte, está compuesta en primer lugar del saludo del ángel Gabriel a María de Nazaret: «Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres». Se trata de palabras del mismo Dios, dichas a través de su ángel. En este sentido no son palabras «humanas», sino «divinas». Por lo tanto, al decirlas nosotros repetimos aquellas palabras que Dios mismo le dirigió a María de Nazaret. Prestamos a Dios nuestros labios humanos para saludar a María. Se repite de algún modo la escena de Nazaret. Actuando así, nos ponemos al servicio de Dios mismo y le damos el honor debido.
Sólo en segundo lugar, y junto con Dios mismo damos también honor a María. Decían los santos que cuando María desde el cielo vuelve a escuchar de nuestros labios el divino saludo, vuelve a temblar de sorpresa y emoción, pues en ella vibra de nuevo la escena de la Anunciación. Estamos así rememorando el misterio de la Encarnación, por el que Dios quiso habitar entre nosotros y pidió ante todo la colaboración de María. De esta forma, como he dicho, tenemos ya un elemento de la primera parte del avemaría: «Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres».
Un segundo elemento de esta primera parte procede de la bendición pronunciada por Isabel, la madre de Juan Bautista. Ésta, llena del Espíritu Santo, exclamó: «¡Bendita tú eres entre todas las mueres v bendito es el fruto de tu vientre!” Ahí se acaba propiamente el saludo de Isabel en el Evangelio. Luego veremos por qué en el avemaría no acaba ahí. Pero si el primer elemento son las palabras que proceden de Dios, «Dios te salve, María...» , el segundo lo son palabras humanas que brotan del corazón de una mujer (llena ahora del Espíritu Santo, Se trenzan y se fusionan en el avemaría las más hermosas palabras que Dios y las criaturas pronuncian de la Madre de Jesús. Al oír estas últimas María, llevando a Jesús en su seno, entonó también un cántico de alabanza, el Cántico de María o Magníficat. En él la Virgen misma profetizó algo increíble: que todas las generaciones futuras le llamarían «¡Bendita!». Nosotros, pues, al recitar el avemaría cumplimos la profecía misteriosa y maravillosa de la Madre del Señor, unidos a Dios mismo, a los ángeles y a los santos. El avemaría es un saludo de fe, que se encuentra en el corazón mismo de la Sagrada Escritura. Es así como se compuso la antífona Ave María.
¿A quién se le ocurrió pues fusionar en una sola antífona o estribillo tanto las palabras de Gabriel como las de Isabel? No lo sabemos bien, aunque no era difícil asociarlas, pues tanto el final de las de Gabriel como el principio de las de Isabel está hecho en los mismos términos, de modo que el mismo Evangelio de San Lucas parece insinuarlo e invitarnos a ello. Pero sí sabemos que ya en el siglo VII el avemaría se cantaba en la procesión de las ofrendas de la misa del día de la Anunciación, esto es, del 25 de marzo.
Quizá bastante antes incluso algún músico, algún catequista o alguna monja lo habían hecho ya en Oriente. Decimos a María que es bendita, a causa del bendito fruto de su vientre, esto es, Jesús. Por eso los fieles no dudaron en añadir al final del doble saludo la palabra «Jesús». Antes el avemaría se recitaba sin el nombre de Jesús, que se añadió sin embargo muchísimo más tarde, durante el siglo XIII. El añadido tenía una procedencia completamente distinta y por lo demás bellísima. Era la influencia de otra oración de repetición extendidísima entre los monjes de Oriente ,,justamente la llamada "Oración de Jesús" de la que se habla tanto en «El peregrino ruso».
La oración de los monjes orientales, que se sigue recitando todavía hoy precisamente con ayuda de un rosario de cuentas apropiado, es esta breve fórmula: «Señor, Jesucristo, ten piedad de mí pecador». Se trata de la repetición ininterrumpida del nombre de Jesús, para cumplir el precepto evangélico de la oración continua. Esta oración se practica además unida a una técnica de respiración. A la vez que se va inspirando y respirando se quiere también
comprender lo que es llenarse de Jesús, para corporeizar la famosa expresión de San Pablo: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí». Con ello se integra poderosamente al cuerpo en el ejercicio mismo de la oración continua. Así es como, por influencia de los monjes orientales, la palabra Jesús pasó al Avemaría y el nombre de Jesús constituyó la perla definitiva del avemaría.
Todo procede de la palabra Jesús y todo en el avemaría está orientado a ella. El Santo Nombre de Jesús reina en esta fórmula de fe. El nombre de Jesús la columna principal en que se sostiene la oración entera del rosario. Toda oración, y también y muy especialmente la dirigida a María, ha de ser siempre cristocéntrica.
Aunque la primera parte del avemaría es la mas importante, la segunda, sin embargo, es tan sólo un añadido, un complemento de rango menor. Esta súplica es ya muy posterior. Pero es muy hermosa. La fórmula fue propiamente aceptada en el siglo dieciséis e introducida por el Papa San Pío V en el breviario romano. Cuando una oración perdura cinco siglos es que sin duda es de gran fuerza y calidad espiritual y teológica. De hecho está inspirada en las súplicas de las letanías de la Virgen, cuando decimos: «Ruega por nosotros». Ahí se encuentra el punto de apoyo de toda la petición, que nosotros pecadores dirigimos a Santa María, la «Toda santa» como gustaban los griegos de nombrar a la Inmaculada. Le pedimos que interceda por nosotros en dos importantes momentos de nuestra vida: ahora, pues cada «ahora» es un momento crucial en mi historia personal. Y luego en la hora de nuestra muerte.
Del mismo modo que María estuvo presente en la «hora» de la muerte de Jesús, en la «hora» de salvación, también nosotros suplicamos su presencia maternal en la hora de nuestra propia muerte. Esta gran súplica es una hermosa conclusión de la invocación «Dios te salve, María».

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