El Rosario. La rosa de todas nuestras devociones 

Hno. Luis Barrios, ssp

 

Cuando alguien vive la penosa y lamentable experiencia de enterrar a su madre en el cementerio, es el momento en que se puede decir a sí mismo: "Tengo la absoluta seguridad, que nadie, nadie en el mundo me amó ni me amará tanto como esta mujer". Y es cierto, es una verdad categórica, porque el amor de una madre no se puede comparar con el amor de ninguna otra persona hacia nosotros. Aunque la figura de esa madre, a veces, nos es necesariamente la biológica, para muchos ese rol lo desempeñó la abuela, la tía o la madrina, esa mujer que nos alimentó, bañó, limpió, nos cantó canciones, nos besó hasta el cansancio, porque éramos "su bebé", estuvo siempre a cualquier hora a nuestro lado, nos enseñó a caminar, hablar, cantar y jugar. Nos paseó orgullosa en el coche por la calle, se peleó con cuanta persona que intentó hacernos daño, nos corrigió de nuestros malos comportamientos, nos consintió en nuestros caprichos, en fin, cada uno recuerda con mucha ternura todas las experiencias vividas con "la vieja", el amor más sagrado que tenemos y nunca podremos devolver con creces, todo lo que, desinteresadamente nos dio. 

El amor de una madre es incondicional, te ama sólo porque te ama y sabemos que podemos llegar a ella con las velas desplegadas por el viento del éxito y el bienestar o con las mismas rotas, desvencijadas o heridas, pero, sabemos con certeza que al llegar a ese puerto, seremos recibidos con la misma sonrisa, el abrazo de siempre, el mismo cariñoso beso.

¿Por qué he comenzado hablando de "la vieja"?, porque les quiero introducir al tema de la otra "vieja": María, la madre de Jesús, y para los creyentes, también nuestra Madre.

Pensemos un momento, en las actitudes que tuvo María con su hijo Jesús, exactamente como lo tuvo nuestra vieja con nosotros, Jesús también fue hijo, por lo tanto no es lejano a nuestras vivencias. Ahora, imaginemos lo que sentiría nuestra madre si a nosotros alguien nos asesina y ella debe reconocer nuestro cadáver y luego enterrarnos; fuerte, ¿no es verdad?; bueno, lo mismo le sucedió a María al pie de la cruz, ver a un hijo muerto es un dolor tan grande como el amor que se le tiene, es un desgarro al alma, a las extrañas, al corazón y todos los dolores imaginables, porque una madre nunca está preparada para perder a un hijo. Es que lo ama demasiado.

Cuando rezamos el rosario, estamos meditando los momentos dolorosos, luminosos, gozosos y gloriosos de la vida de Jesús, en los cuales está la presencia de esa madre admirable que siempre estuvo a su lado con esa actitud silenciosa, con ese bajo perfil característico que la hace grande. Le rendimos honores, le manifestamos un recuerdo a la Madre de Jesús, la Madre de la Iglesia, la Madre de todos. Con cada Ave María, le regalamos una rosa y al rezar el rosario completo, ya habremos creado una colección, lo que se traducirá en una corona de rosas, que es, ni más ni menos, el significado de la palabra rosario. 

Este ramo espiritual nos permite conectarnos a María. Tengamos confianza al dirigirnos a María, saludémosla como los hizo el ángel y recibiremos una infinidad de gracias a cambio de estar en contacto con la madre universal. Rezar el rosario no es repetir palabras sin sentido, sino que es una conversación con la Madre de Jesús que siempre nos traerá la paz y la alegría que nos produce una charla agradable con un ser querido.

Fuente: San Pablo, Revista On Line