Año del Rosario: Misterios Luminosos  

Gerard Rossé

 

Cinco nuevos misterios para la meditación y la oración.
Un viaje a la vida de Jesús y su madre, María.

En su carta sobre el rosario de octubre pasado, el Papa introdujo una fuerte modificación en la forma tradicional de rezar el rosario, proponiendo los “misterios luminosos”. Éstos completan los gozosos, los dolorosos y los gloriosos, y centran aún más esta oración mariana en la figura de Cristo.

Para conocer mejor estos cinco nuevos misterios, hemos pedido al exegeta Gerard Rossé que nos los explique, y nos introduzca en el contexto evangélico del que están sacados.

Las bodas de Caná

San Juan elige el episodio de las bodas de Caná para empezar la vida pública de Jesús. Ello se debe a su espesor simbólico, es decir, a la riqueza teológica de este primer signo. El evangelista llama “signos” a los milagros de Jesús, pues no quiere subrayar tanto el aspecto maravilloso del milagro, cuanto su dimensión simbólica y sobrenatural.

El tema de las bodas y el tema del vino marcan el inicio de la nueva economía: tiempo de alegría, tiempo de fiesta mesiánica. Al transformar el agua de las tinajas para la purificación de los judíos en vino, Jesús realiza la esperanza de mucha gente de Israel. Ofrecer el vino nuevo de las bodas mesiánicas y así se revela como aquél que Israel estaba esperando, aquél que lleva a término la historia de la salvación.

La madre de Jesús está activamente presente. Su fe en el poder de Jesús provoca ese cambio, ese paso desde el tiempo de la espera al tiempo del cumplimiento. El evangelista no la llama nunca por su nombre, María. De hecho, ella también tiene un valor simbólico que supera su figura histórica: es la Hija de Sión, la Israel fiel abierta a la venida del Mesías, dispuesta a acogerlo en su seno («Haced lo que él os diga», Jn 2,5). Pero Jesús afirma la distancia que lo separa de ella, su novedad con respecto al pasado («Mujer, ¿qué quieres de mí?», Jn 2,4). La verdadera novedad de la Revelación –el don del Espíritu Santo y la fe pascual de los discípulos– es aún futura, ligada al misterio pascual («mi hora no ha llegado», Jn 2,4).

A punto de morir, Jesús encomendará al discípulo que él tanto amaba la función de introducir a la madre en la plenitud de la Revelación (cf. Jn 19, 25-27).

El bautismo de Jesús

El bautismo de Jesús nos lo cuenta Marcos, y seguidamente Mateo y Lucas, y está considerado como el primer evento que vivió Jesús a las puertas de su vida pública. Dejándose bautizar, Jesús acepta entrar en el movimiento de renovación espiritual fundado por el Bautista en vista de la inminente venida de Dios para juzgar al mundo.

Tal vez la tradición cristiana ha conservado y transmitido el recuerdo del bautismo de Jesús, es decir, un hecho que no es extraordinario en sí mismo y que además ha supuesto cierta dificultad para la Iglesia (¿por qué Jesús, sin pecado, acepta un bautismo que es para perdonar los pecados?), porque ese momento supuso un cambio radical también en la vida de Jesús.

Esto lo sugiere también la teofanía, o sea, la manifestación de Dios, estrechamente ligada al hecho, aunque no se trata de una información biográfica. El Espíritu Santo, el Espíritu esperado para el final de los tiempos, baja sobre Jesús en vista de su misión, como fuerza divina que lo acompañará durante todo su ministerio.

Y en el momento en que Jesús recibe la unción mesiánica, Dios mismo revela la identidad del Mesías: Jesús es su Hijo predilecto (Mc 1,11). Dios mismo declara su amor de predilección por Jesús. Se trata tal vez del eco de una experiencia profunda de Jesús, que se convierte en el núcleo de su propio mensaje acerca de la proximidad del Reino de Dios, y que lo llevará a decidirse a iniciar su propio ministerio.

El Reino de Dios

Con el tema de la cercanía del Reino de Dios, tocamos el tema central de la proclamación de Jesús. La expresión “Reino de Dios” puede tener dos significados principales, y ambos están en la enseñanza de Jesús. Por una parte, un significado local: el reino es visto como un lugar en el que se ejercita un poder real. De esta forma Jesús puede decir: “entrar en el Reino de Dios”. Por otra, Jesús privilegia el significado dinámico de la expresión, es decir, el ejercicio mismo de un poder real. En este caso, su proclamación significa: Dios reinará pronto, Dios está a punto de reinar.

Con este anuncio, Jesús no piensa principalmente en la Señoría perenne de Dios en el universo, como Creador, sino que responde a una espectativa que hallamos de distintas formas en el judaísmo: la potente intervención de Dios al final de los tiempos. Pero esta intervención es inminente, y en la misma actividad de Jesús ya se deja notar su presencia: «Si yo echo los demonios con el dedo de Dios, quiere decir que ha llegado hasta vosotros el Reino de Dios» (Lc 11,20).

Pero ¿cómo quiere realizar Dios su realeza definitiva? Él ha decidido manifestar su soberanía como Padre que ama personalmente a todos, sobre todo a los más necesitados; ofrece el perdón y por lo tanto la comunión plena con él. En los nuevos tiempos inaugurados por Jesús, la soberanía de Dios quiere realizarse como misericordia en favor de todos.

Los efectos de todo esto se concretan en la actividad de Jesús, que se dirige a los pobres y marginados, que son considerados como pecadores. Su encuentro con el Reino de Dios ha transformado a estos repudiados, dándoles la esperanza, la dignidad y la capacidad de amar a su vez a los demás. Elevados a la dignidad de auténticos hijos de Dios, ellos pueden ahora ser «perfectos como el Padre», imitando el amor sin límites de Dios que manda la lluvia y el sol sobre buenos y sobre malvados (cf. Mt 5,44ss).

La transfiguración

La tradición sobre la Transfiguración de Jesús es relatada en el evangelio de Marcos y luego retomada por Mateo y Lucas. Tal episodio concluye la secuencia que comprende la confesión de Pedro (Mc 8, 27-30), el primer anuncio de la pasión (Mc 8, 31-33) y la exigencia a los discípulos y a la gente de tomar la cruz (Mc 8, 34-38). En su opción de seguir a Jesús, los discípulos necesitaban en ese momento ser confortados con una manifestación sobrenatural.

Si bien no se trata de un informe detallado, tampoco podemos descartar que en el origen de la tradición haya habido realmente una experiencia especial vivida por Jesús de la que algunos discípulos fueron testigos. El relato actual está cargado de gran riqueza teológica, como sugiere el valor simbólico de muchas expresiones: el monte alto (lugar de la manifestación de Dio), las vestiduras blancas (color celestial), la nube (presencia invisible de lo divino), la aparición de Elías y Moisés (que representan la Profecía y la Ley, o los profetas del final de los tiempos que Jesús lleva a su cumplimiento).

Para los discípulos resulta importante, sobre todo, la voz celestial, la misma voz que revelaba en el bautismo la identidad profunda de Jesús y su relación única con el Padre. Ahora, esa voz se dirige a los discípulos para afirmar el amor del Padre por Jesús y la relación única que hay entre ellos. Pero esta vez la voz añade: «¡Escuchadlo!». Los discípulos se sienten impulsados a seguir a Jesús hasta al final, acogiendo sus exigencias radicales.

La institución de la Eucaristía

El relato de la institución de la Eucaristía se nos transmite a través de dos tradiciones independientes: la de Marcos, seguida por la de Mateo, y la de Pablo (1Cor 11, 23ss), conocida también por Lucas.

Jesús instituyó la Eucaristía durante una comida, cuando ya se sabía que lo habían entregado para ser asesinado. En cualquier comida solemne, el padre de familia bendecía el pan al principio y el cáliz al final. Y así lo hace Jesús. Pero en esta ocasión lleva a cabo un gesto simbólico y pronuncia una palabra nueva con respecto a estos elementos. Él da a sus discípulos un trozo del único pan bendito, un gesto de comunión que une a los comensales entre sí y con él, dándoles el fruto de la bendición. Más tarde, Pablo expresará así su valor eclesial: «Puesto que hay un sólo pan, nosotros, aún siendo muchos, somos un sólo cuerpo; de hecho, todos participamos del único pan» (1Cor 10, 17).

Cuando da el pan, Jesús dice: «Esto es mi cuerpo». Se presenta ante los doce apóstoles como don de sí mismo, don que cumplirá plenamente en su muerte. Y al pedirle a los suyos que beban del único cáliz de vino, los hace partícipes de la alianza, es decir, de la comunión definitiva con Dios realizada en su muerte en la cruz.

Con este gesto y la palabra que pronuncia, Jesús asocia a los discípulos al misterio pascual que se está cumpliendo. En la palabra: «haced esto en memoria mía», esta participación del don de vida comunicado por el crucificado-resucitado es como una “prolongación” de la Iglesia a través de los siglos. En la Eucaristía, el creyente encuentra a Cristo resucitado en el don de sí vivido en la cruz, y recibe sus beneficios de vida y de comunión.

Fuente: ciudadnueva.com