«Reina del Santísimo Rosario» 

Guy Bedouelle

 

En un célebre cuadro pintado para la iglesia dominicana de Cingoli, en la región italiana de las Marcas, por Lorenzo Lotto (1480-1556), se representa a santo Domingo rodeado de santo Tomás de Aquino y de santa María Magdalena, con un inmenso rosetón de quince medallones por encima de ellos, cada uno de los cuales contiene un misterio de la vida de Cristo y de la Virgen, que aparece mostrando el rosario. Evidentemente hay que ver en ello el resultado de una devoción semejante a la que sigue viva en el pueblo cristiano, más bien que el origen de la misma. 

Sin duda alguna, a los primeros frailes y a Domingo mismo les gustaría recitar de rodillas el Ave María, costumbre que se remonta al siglo XI, en que sólo se utilizaba la salutación angélica propiamente dicha, las palabras del ángel en la Anunciación (Lc 1, 28). En el siglo siguiente se añade la exclamación de Isabel cuando la Visitación (Lc 1, 42) y se rodean de prácticas de devoción estos versículos. Jordán de Sajonia decía el Magnificat seguido de cuatro salmos cuyas iniciales componían la palabra María. Al final de cada una de las oraciones bíblicas recitaba el Ave María, haciendo una genuflexión como se ve hacer al ángel en las representaciones antiguas de la Anunciación (Vidas III, XXV). Algo más tarde se atribuye también este rasgo al rey san Luis.

Los textos de los capítulos generales, desde 1266, prescriben que los frailes conversos añadan la salutación a María a cada uno de los Pater que reemplazan para ellos al oficio coral. Así es como se llegó a utilizar en casi todas partes la sarta de cuentas -que entonces se llamaban Padrenuestros-, con el fin de poder contar cómodamente el número de estas santas palabras a las que uno se obligaba, sirviéndose de este instrumento de devoción empleado por la mayor parte de las religiones. Por semejanza con los ciento cincuenta salmos de David se prescribieron tres cincuentenas de Pater, que permitían a los que no sabían leer acercarse a la oración misma de Cristo.

A semejanza de esto se desarrolla en el siglo XIII lo que entonces se llama bellamente el «Salterio de María», compuesto por ciento cincuenta «salutaciones a Nuestra Señora». Esta devoción, debido a la frecuencia con que se repetía, acabó por acomodarse al ritmo mismo de la respiración, y recordaba a la oración oriental de Jesús que sería después fundamento de la tradición hesicasta. Se cuenta que el beato Romeo de Livia, uno de los compañeros de santo Domingo, prior del convento de Lyon en 1223 y luego provincial de Provenza, murió en 1261 en Carcasona apretando fuertemente entre sus dedos, según el cronista medieval Bernardo Gui, una cuerdecilla de nudos con la que contaba las avemarías, que recitaba a miles (1). Los historiadores han visto en este texto uno de los primeros en mencionar lo que era un esbozo de nuestro Rosario actual. Por su parte, un texto atribuido a san Alberto Magno (t 1280) comparaba a la Virgen María con la rosa de Jericó (Eclo 24, 18), de ciento cincuenta pétalos (2).

Los relatos de monjas en el ámbito de la mística renana del siglo XIV atestiguan que lo más frecuente era atenerse al áureo número de tres cincuentenas. Cada una de ellas formaba coronas de rosas (rosarios) o pequeñas guirnaldas (chapelets) que se colocaban sobre la cabeza de la imagen de la Virgen. Mientras los frailes enumeraban espontáneamente en su oración las virtudes de la Virgen María (Vidas IV, V, II), se fue llegando de manera más metódica y más teológica a una enumeración de los misterios de la vida de Nuestra Señora.

Bajo la influencia de los cartujos, y en particular de Domingo de Prusia, que a comienzos del siglo XV introdujo desde su monasterio de Tréveris cláusulas dentro del mismo vive María para inclinar el espíritu y el corazón a la meditación del designio divino, la piedad se fue orientando hacia una oración más organizada y más metódica, tal como exige el espíritu de la devotio moderna. Se incorporan los quince gozos de María, llamados «gozos de Nuestra Señora», los siete dolores de la Virgen predichos por Simeón (Lc 2, 35), de acuerdo con el gusto por la devoción aritmética y alfabética al que es proclive el final de la Edad Media, preocupado por lo concreto, lo imaginativo, ávido de ver y contar, va que contar es lo mismo que ver, y deseoso de no descuidar medio alguno que pueda recordar las cosas de Dios.

El Rosario es popularizado por el dominico bretón Alano de Rupe (1428-1475), que tenía una gran reputación de santidad. Propagó la devoción del Salterio de la Virgen en el norte de Francia y en Flandes, organizando por todas partes cofradías en torno al Rosario, para todas aquellas gentes ávidas de indulgencias en un tiempo de guerras, de hambres y de cismas, a fin de «ser preservados de súbita muerte y de malvados asaltos del enemigo del infierno» (3).

¿Qué tiene que ver santo Domingo en todo ello? Parece que fue precisamente el beato Alano de Rupe quien, en su ardor por la propagación del Rosario, quiso atribuir su invención al Patriarca de su Orden, y hay que confesar que lo hizo remitiéndose a testimonios un tanto imprecisos. Parece apoyarse en el tratado de un cierto Juan de Monte (t 1442), que habría sido obispo dominico y amigo de los cartujos. Los relatos legendarios abundan, se mezclan y se contradicen. Desde la distribución de rosas que habría hecho Domingo en la batalla de Muret, en 1213, hasta la visión de la Virgen, que le habría tendido su propio rosario en Prulla o en la catedral de Toulouse, hay materia más que suficiente para aquellas representaciones que se encuentran a miles en las iglesias de la reforma católica, especialmente en las capillas laterales que fueron financiadas y mantenidas por las cofradías del Rosario.

Es posible que la fuente de estas leyendas haya que buscarla en el Rosarium, un largo poema mariano compuesto por un dominico a mediados del siglo XIV. Y no se puede excluir que se haya confundido a Domingo de Guzmán con el cartujo Domingo Helión de Prusia, al que ya nos hemos referido. Hay, pues, una ausencia total de textos para atribuir al fundador de los Predicadores la invención del piadoso método de plegaria mariana, genial dentro de su simplicidad. Y, dígase lo que se quiera, para el serio rigor histórico el silencio no equivale a la afirmación. Desde comienzos de siglo, un jesuita inglés, al que refutarán con mayor o menor vehemencia pero con igual buena fe los hagiógrafos dominicos, afirmaba: «La conspiración del silencio se extiende por cualquier especie de relación y por todo el departamento de la actividad literaria. Ninguno de los siete primeros biógrafos de santo Domingo hace la más leve alusión a la revelación o la práctica del Rosario... No hay un solo monumento dominicano del siglo XIII o del XIV que lo conmemore... La ausencia de semejante alusión, si consideramos el sepulcro de santo Domingo en Bolonia, la obra maestra de Nicolás de Pisa, es particularmente significativa...» (4).

Sin embargo, nadie negará la especial relación que se ha establecido a lo largo de los siglos entre el Rosario y la Orden de santo Domingo. La distribución de los misterios en gozosos, dolorosos y gloriosos, que ha regulado el ritmo de la piedad de generaciones enteras, se atribuye al dominico Santiago Sprenger (1436-1496), que además de inquisidor y famoso co-autor del Martillo de brujas, fue también fundador de la hermandad del Rosario en Colonia. La mayor sabiduría consistió en no hacer del Rosario una devoción particular, sino una verdadera oración de la Iglesia. Aquel dominico austero y piadoso que fue el papa Pío V atribuyó a la oración del Rosario la victoria de Lepanto que detuvo en 1571 el avance de los turcos en Europa, gracias a don Juan de Austria. Como el senado de Venecia mandó inscribir, no fueron ni el coraje, ni las armas, ni los jefes quienes nos hicieron victoriosos, sino «María del Rosario», celebrada con el nombre de «Nuestra Señora de las Victorias».

Puesto que los dominicos llevan el rosario pendiente del cinturón de su hábito, como hacen los cartujos profesos, y puesto que generaciones de Predicadores se han consagrado a un apostolado popular en el sentido de la eclesiología del «pueblo de Dios», mucho antes de que esta fuese revalorizada, es fácil comprender lo que los medievales querían decir cuando atribuían la invención del Rosario a santo Domingo. De una manera poética, querían expresar la fuerza de la oración en la que tanta fe tenía el fundador de los Predicadores y el puesto de la Virgen en la historia de la salvación.

Recordemos de qué manera expresó esta convicción Miguel Angel, quien había contribuido por otra parte a restaurar el sepulcro de santo Domingo en Bolonia. En el centro del Juicio final de la Capilla Sixtina, uno de los ángeles sostiene una corona de granos rosa y se la tiende a dos figuras que se agarran verdaderamente a ella para recibir la fuerza que los levante y los atraiga hacia Cristo glorioso. Junto al Redentor, inserta en su mandorla, la Virgen contempla en una actitud de oración el Día del Señor. Ese es también el lugar que Fra Angélico le asigna en su cuadro del Juicio, en San Marcos de Florencia. Este contemporáneo de Alano de Rupe coloca a santo Domingo en el extremo del coro de los profetas y los apóstoles. El misterio glorioso, total y definitivo, asigna a María su papel en la comunión de los santos, en la Iglesia. Convenía que Domingo, por su fervor mariano indisociable de su celo apostólico, fuese representado así en la Bienaventuranza que tanto había anunciado. 

(Fuentes : Bedouelle, Guy. La Fuerza de la Palabra. Domingo de Guzman. Editorial San Esteban, 1987.)


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1. Cfr. B. Guy, De fundatione et progressu conventus Carcassonensis, cit. por J. QUÉTIF - J. ECHARD, Scriptores Ordinis Praedicatorum, 1, 161a. 
2 . 14. Cfr. De laudibus B. Mariae Virginis, lib. XII, c. 4, 33, en: B. ALBERTI MAGNI, Opera omnia, XXXVI (París 1898) 669.
3 . Cfr. A. FRIES, Die unter dem Namen des Albertus Magnus überlieferten mariologischen Schriften (Münster 1954).
4 . A. WILMART, Comment Alain de la Roche préchait le Rosaire ou le Psautier de la Vierge. «La vie et les arts liturgiques» 11 (1924-25) 112.
5 . H. THURSTON, Chapelet. «Dictionnaire d'histoire et de géographie ecclésiastiques» III/1 (París 1913) 404-405.