Oración a María al pie de la cruz

San Buenaventura



Y ahora, ¿qué lengua será capaz de expresar, o qué entendimiento a comprender, oh Virgen santa, el peso de tus desolaciones?

Presente en todos esos martirios, participando en todos ellos, viste con tus propios ojos aquella carne bendita y santa, que tú virginalmente concebiste, y tiernamente alimentaste y criaste a tus pechos, y tantas veces reclinaste en tu seno y besaste juntando labios con labios; la viste desgarrada por los azotes, penetrada de espinas.

La viste herida con la caña, injuriada a puñetazos y bofetadas, y taladrada con clavos, pendiente en el madero de la cruz, más y más rasgada por su propio peso, expuesta a todos los escarnios y, al final, abrevada de hiel y de vinagre.

¡Y le viste el alma! Viste con los ojos del alma aquella alma divinísima repleta de la hiel de todas las amarguras, sacudida por los estremecimientos del espíritu, llena de pavor y de molestias, agonizante, acongojada, turbada, abatida por la tristeza y el dolor, en parte por el ardiente celo de reparar el honor de Dios, violado por el pecado, en parte por la afectuosa conmiseración de nuestras miserias, en parte por la compasión que de ti, su Madre dulcísima, tenía cuando, desgarrado el corazón, viéndole presente, te dirigió una mirada de piedad y aquella dulce despedida: Mujer, aquí tienes a tu hijo, para consuelo de tu alma angustiada, porque sabía que tú estabas traspasada con la espada de la compasión más fuertemente que si hubieras sido herida en tu propio cuerpo.