Junto a la cruz de Jesús estaba su madre

Santiago de Milán



Oh Señora mía, ¿dónde estás? ¿Acaso junto a la cruz? Ciertamente, en la cruz con el Hijo, allí estás crucificada con él. Sólo que él en el cuerpo, y tú en el corazón; y las heridas repartidas por su cuerpo están todas unidas en tu corazón.

Allí, Señora, lanceado está tu corazón, allí clavado, allí coronado de espinas, allí burlado, rechazado y colmado de afrentas, saciado de hiel y de vinagre.

Oh, Señora, ¿por qué fuiste a ser inmolada por nosotros? ¿No nos resultaba suficiente la pasión del Hijo si no era crucificada también la madre? ¡Oh corazón de amor! ¿Por qué te convertiste en bola de dolor? Miro tu corazón, Señora, y ya no veo un corazón, sino mirra, ajenjo y hiel. Busco a la madre de Dios y encuentro salivazos, latigazos y heridas, porque te has convertido totalmente en estas cosas. ¡Oh llena de amargura! ¿Qué has hecho? ¡Por qué convertiste el vaso de santidad en un vaso de sufrimiento?

¡Oh Señora! ¿Por qué no te quedaste sola en tu habitación? ¿Por qué fuiste al lugar del Calvario? No es tu costumbre, Señora, acudir a ese tipo de espectáculos. ¿Por qué no te retuvo el pudor virginal? ¿Por qué no te retuvo el miedo de mujer? ¿Por qué no te retuvo el horror de los criminales? ¿Por qué no te retuvo la torpeza del lugar? ¿Por qué no te retuvo la multitud y el gentío? ¿Por qué no te retuvo la detestación del mal? ¿Por qué no te retuvo la vehemencia del griterío? ¿Por qué no te retuvo el delirio de los imbéciles? ¿Por qué no te retuvo esa caterva de demonios?

Nada de eso tuviste en cuenta, Señora, porque tu corazón estaba fuera de sí por el dolor, no estabas en ti, sino en la aflicción del Hijo, en las heridas del único, en la muerte del amado.

Tu corazón no consideraba el pueblo, sino la herida; no la presura, sino la fisura; no el clamor, sino el livor; no el horror, sino el dolor.

Regresa, Señora, al lugar de antes, no sea que con el golpe al pastor te perdamos también a ti. ¿Por qué somos privados, en una hora, de la protección de ambos? No se acostumbra, Señora, que las mujeres sean condenadas a tal género de muerte, ni la sentencia ha sido promulgada contra ti.

Pero creo que no puedes escuchar esto, porque estás repleta de amargura, todo tu corazón estaba vuelto, Señora, hacia la pasión de tu Hijo. ¡Oh cosa digna de admiración! Estás toda en las heridas de Cristo, todo Cristo está crucificado en las íntimas entrañas de tu corazón. ¿Cómo es esto posible: que aquél que contiene se halle en el contenido? ¡Oh hombre, hiere tu corazón si quieres comprenderlo! Abre tu corazón con los clavos y la lanza, y penetrará la verdad. No entra el sol de justicia en un corazón cerrado.

Mas, oh Señora herida, hiere nuestros corazones y renueva en ellos la pasión de tu Hijo. Une tu corazón herido al nuestro, para que seamos heridos contigo en las heridas de tu Hijo. ¿Por qué, Señora, no tengo al menos este corazón tuyo, de modo que, mire donde mire, siempre te vea clavada con tu Hijo?

Oh Señora, si no quieres darme a tu Hijo crucificado ni tu corazón herido, te pido que al menos me des las contumelias, las burlas, las afrentas y todo lo que sentiste dentro tuyo en todo ello. ¿Qué madre, en efecto, no se quitaría gustosa los sufrimientos de sí misma y de su Hijo para ponerlos en su siervo? O, si estás tan embebida en estas cosas que no quieres separarlas ni de ti ni de tu Hijo para dárselas a alguien, por lo menos, Señora, úneme a mí, indignísimo, a aquellas ignominias y a aquellas heridas, para que a ti y a tu Hijo les sirva de alivio tener un compañero en las penas. ¡Oh, qué feliz sería si pudiera asociarme aunque más no sea a las heridas! Sí, Señora mía, ¿qué hay hoy más grande que tener el corazón unido a tu corazón abierto y al cuerpo atravesado de tu Hijo? ¿No está tu corazón lleno de gracia? Y si está abierto, ¿cómo no pasaría esa gracia al corazón que se le una? Y si tu Hijo es la gloria de los bienaventurados, ¿cómo, estando atravesado, no derrama la dulzura de aquella gloria en el corazón unido a él? No entiendo cómo puede ser de otra manera, pero temo que a veces estamos muy lejos y creemos estar cerca.

Oh, Señora mía, ¿por qué no me das lo que te pido? Si te he ofendido, hiere mi corazón por justicia; si te he servido, entonces te pido lo hieras por gracia. ¿Y dónde está, Señora, dónde está tu piedad, donde está tu inmensa clemencia? ¿Por qué te has vuelto cruel para mí, tú que siempre fuiste benigna? ¿Por qué te me has vuelto avara, tú que siempre fuiste generosa y magnánima? No te pido, Señora, ni el sol ni las estrellas, sino las heridas. ¿Cómo puede ser que seas tan avara de ellas? Quítame la vida corporal, Señora, o hiere mi corazón. Es para mí vergonzoso y oprobioso ver a mi Señor herido y a ti, oh Señora mía, herida con él, mientras yo, vilísimo siervo, paso ileso. Sé muy bien qué haré: te lo suplicaré sin interrupción y con clamor y lágrimas, echado a tus pies, y seré muy importuno para ti; dame lo que te pido, y aunque me empujes para que me vaya, seguiré insistiendo y soportaré tus flagelos hasta verme herido dondequiera, pues no son sino heridas lo que te pido. Si, en cambio, sin golpe alguno quisieras ablandarte, perseveraré constante y recibiré tus caricias, y esas mismas caricias herirán mi corazón con tu amor. Por el contrario, si no dijeras ni hicieras nada, entonces herirá mi corazón la tristeza y el dolor, y no me habré retirado sin herida. Amén.