Alabanza a la Madre de Dios

Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo de Valladolid, España

 

8 de diciembre de 2002

Decimos que María es la Madre de Dios y lo decimos tranquilamente, con la misma naturalidad con que decimos la madre de Carlos o de Juan. Pero resulta que esa expresión está reclamando nuestro estupor, incluso cierta resistencia, cierto escándalo. Madre de Dios. Para hablar así nos colocamos en el límite del lenguaje y al borde mismo del absurdo: Dios, que es incapaz de hacer otro Dios, hizo lo más que podía hacer, una Madre de Dios, para que su Hijo fuera hombre. Y la preparó perfectamente bien, pues hizo a María Inmaculada.

María de Nazaret es la obra máxima de Dios, por encima de la tierra y los océanos, del sol y las estrellas, de los ángeles y los arcángeles. Es difícil imaginar semejante portento en medio de nuestras medianías. Hay que forzar la elasticidad del lenguaje: madre de Adán parece un imposible físico; madre de Dios parece un imposible metafísico.

Pero, ¡cuidado! Una vez aceptado el hecho de su maternidad divina, no debe olvidarse que María es estrictamente humana. La Liturgia ha acumulado todos los textos posibles al respecto: Flor de Israel, gloria de la humanidad, orgullo de nuestro pueblo, bendita entre las mujeres. Así que madre de Adán e hija suya; madre de Dios y esclava del Señor. Dos caras de una misma medalla. No podemos contemplar las dos al mismo tiempo, pero tampoco podemos decir nada sobre una de ellas sin tener presente la otra. Ambas se complementan mutuamente a la vez que se contraponen.

Madre nuestra y hermana nuestra. Y conviene seguir insistiendo: ella pertenece al género humano, es de nuestra familia, de nuestra casa, de nuestra misma sangre. En el Concilio, en su segunda sesión, llegó el momento de estudiar el tema mariano. Había una cuestión previa: qué sería mejor: dedicarle un documento especial o incluirlo en el documento general sobre la Iglesia. Fueron largas las discusiones, pero al final se impuso la última tendencia, y por ello, en el texto fundamental del Concilio, la Lumen Gentium, aparece un capítulo último dedicado a la Bienaventurada Virgen María. Es decir, María no habitó en una casa especial, se le reservó el piso principal de la casa común: Madre de la Iglesia y miembro de la misma.

De algún modo se optó por la paradoja como signo de indigencia, como imposibilidad de una síntesis satisfactoria en este mundo. En el otro mundo todo será perfecto. Por cierto, san Anselmo solía llamar a la Virgen “Cielo del cielo”. ¿Una expresión desmesurada? No, sino constatar algo elemental: que todas nuestras posibles alabanzas siempre se quedarán cortas. Sólo hay uno que puede alabar a María suficientemente, y es su propio Hijo; sólo Él es capaz de tratarla como es debido. La Eucaristía de la Inmaculada nos reunirá para poder con Cristo alabar a semejante Madre.