8
de diciembre de 2004
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Gen. 3, 9-15. 20
- Ef. 1, 3-6. 11-12
- Lc. 1, 26-38
Queridos hermanos sacerdotes. Queridas religiosas y queridos
religiosos. Hermanas y hermanos todos:
Hace 150 años, el Papa Pío IX, en 1854, proclamaba el Dogma de la
Inmaculada Concepción de María, un dogma que había sido ya
sugerido en el Concilio de Basilea, en el año 1439. Esta es la razón
de que nuestra Conferencia Espiscopal, haya decidido declarar este año
en el que vivimos, como el año de la Inmaculada Concepción, y ésta
es la razón de que en esta Eucaristía queramos honrar, en este día
de su festividad y de un modo particularmente intenso, la luminosa
figura de María Inmaculada, esa figura que la Iglesia nos presenta
a nuestra contemplación cargada de amor y de agradecimiento a Dios.
Es una fiesta que nos ofrece en síntesis, toda la historia de la
salvación, toda la economía de la Redención; una fiesta simbólica
similar en este sentido a la fiesta de la Asunción de María.
Mientras otras festividades dedicadas a la Virgen María, los que
celebramos entre la Inmaculada Concepción y la Ascensión de la
Virgen a los Cielos, nos narran los más diversos acontecimientos
históricos recogidos en la Escritura o de aquellos que, de uno u
otro modo, se derivan del camino de la existencia de Ntra. Sra. (la
Natividad, la Anunciación, la Visitación, el nacimiento de Jesús,
la Encarnación, la divina maternidad de María, la virgen de los
Dolores... etc.), la festividad que hoy celebramos y la del 15 de
Agosto, la de la Asunción de María, asumen el valor de una clave
sintética y simbólica de la totalidad del misterio de María. Hoy
la contemplamos en la raíz de su origen, en el eterno proyecto de
Dios del cual desciende; en la Asunción, la contemplamos ya en la
plena manifestación gloriosa del designio de Dios respecto a ella.
De ahí que del modo más oportuno, la liturgia de la Inmaculada
proclame ésa página inicial de la Carta de San Pablo a los
Efesios, en la que el Apóstol nos habla del proyecto de Dios que
nos ha predestinado en Cristo y ha hecho de María una criatura
plena de gracia, como se nos dirá en el Evangelio de San Lucas:
“María, la llena de gracia”.
El corazón de la fiesta de la Inmaculada, lo que le da ese valor
sintético y simbólico, viene indicado, efectivamente, en la Epístola
de San Pablo a los Efesios, que nos sitúa en el tiempo anterior a
la creación: “Él nos eligió en la Persona de Cristo, antes de
crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante él
por el amor”, “destinándonos, por pura iniciativa suya a ser
sus hijos...”.
Todos nosotros hemos sido elegidos y predestinados por el
maravilloso designio de Dios. Comentando este pasaje, nuestro Papa
Juan Pablo II ha escrito: “el plan divino de la salvación,
expuesto en la Epístola a los Efesios, alcanza a todos los hombres,
pero reserva un puesto singular a la mujer que es la Madre de aquel
al que el Padre ha confiado la obra de la salvación. Esta mujer se
sitúa proféticamente integrada pero oculta o preservada, en la
promesa hecha a nuestros antecesores caídos en el pecado” (Redemptoris
Mater).
Precisamente en la primera lectura, del Libro del Génesis, se nos
presenta a Adán, es decir, al hombre que hay en cada uno de
nosotros, al hombre de todos los tiempos, que no acepta el mandato o
la opción de Dios, que no acepta ser santo e inmaculado respecto a
la caridad, el que rehúsa su condición de criatura y de hijo, que
se niega a ser hijo adoptivo de Dios, que no desea su amor y la
comunión que Dios le ha ofrecido.
Y cuando escucha los pasos de Dios en el paraíso, tiene miedo, se
esconde, se avergüenza de su desnudez, de su fragilidad, de lo que
ha hecho desobedeciendo el mandato lleno de amor de Dios. Y el
miedo, que desde el tiempo de Adán hasta hoy sella la historia, da
lugar a una humanidad que tiene terror de Dios, imaginándolo como
un terrible ser superior que sólo sabe castigar, que tiene terror a
la muerte, al sufrimiento, a toda carencia y a cualquier peligro que
le pueda acechar.
Pero a ese terror, a ese miedo, Dios contrapone la promesa: la mujer
aplastará la cabeza de la serpiente. Aquella mujer que no tiene
miedo y se fía de Dios, la que se deja amar y se abandona con alegría
al plan de Dios y le obedece, esa mujer es la Inmaculada, la
concebida sin pecado original.
Se da, por tanto, de una parte, el miedo que marca la mayor parte de
la historia, y de otra parte, la inmensa fuerza de la confianza de
María que constantemente contrarresta ese temor: abandonándose al
amor del Señor y a su proyecto, ella, como nadie, se opone al mal
en todas sus formas. El texto del Génesis prevé que la maldición
contra la serpiente, se extenderá a lo largo de los siglos, en una
lucha incesante entre miedo y esperanza, lucha que desembocará en
la victoria definitiva del bien. Esta es la razón de que el texto
del Génesis, sea un gran anuncio de la esperanza, y María sea, sin
duda, la esperanza convertida en realidad, la esperanza hecha
realidad.
Ella, la Virgen María, la concebida sin pecado, constituye el
inicio de una larga e innumerable serie de fieles, los pobres de espíritu,
que en Jesús y con Jesús, vencerán el mal con el bien, incluso
sacarán bien del mal, cumpliendo con total y amorosa fidelidad al
admirable proyecto de Dios, proyecto realizado sobre todo por el
Hijo y, posteriormente, por aquellos que se han unido a él. Y por
supuesto, y de un modo admirable, por María, que supo estar en la
raíz de la primera y decisiva actuación del misterio de salvación
realizado por Cristo. La Virgen María es el punto inmaculado de la
llegada a la tierra del Verbo de Dios que se hace hijo del hombre
para salvarnos a todos.
En las breves palabras de la Anunciación, que hemos escuchado en el
Evangelio, encontramos una perfecta descripción de las características
de los lugares y personas que participan en la historia de la
salvación y las condiciones de la misma.
Nazaret es una pequeña aldea desconocida de Galilea. No es una gran
ciudad como la Jerusalén de los profetas y de los reyes. Es un país
humilde, de gente pobre que, como María, su única riqueza es Dios.
Gabriel es aquel mismo qua ya en el libro del profeta Daniel,
explica las visiones y descubre al hombre los misterios salvadores
de Dios. Y ahora es enviado para revelar a María el eterno designio
de Dios, al igual que había sido enviado a Zacarías para revelarle
otro aspecto de tal designio.
David es mencionado porque el designio de Dios se enlaza con toda la
tradición del pueblo de Israel, y esa tradición, ese misterio del
Dios de Israel, es el preludio del Reino definitivo que Jesús
iniciará y anunciará, que realizará particularmente con su muerte
y resurrección.
La humilde figura de José, descendiente de David, es al mismo
tiempo, imagen de los humildes e imagen de los profetas de Yahwé.
Pero es María, la Virgen, la concebida sin pecado original, el
centro de todo el texto. Y es saludada como “la llena de
gracia”, que en el arameo original significará, la “altamente
gratificada”, la “planamente gratificada”, o, si se quiere,
“la siempre inmensamente amada por Dios”.
Se trata de exclamaciones que, en realidad, Dios también nos dirige
a cada uno de nosotros, en nuestro Bautismo, en los Sacramentos, en
las ordenaciones...
Y el Ángel continúa, afirmando que el Señor está con María,
actualizando así los grandes acontecimientos de la historia de
Israel, y más en particular, en el acontecimiento del Sinaí,
cuando el Señor se define como ”el que es”, el que es y está
con su pueblo elegido; actualizando así la palabra de Dios a Abrahán:
“Yo estoy contigo”, “soy tu escudo”.
La Virgen María responde al saludo del ángel, inicialmente con su
silencio propio de la escucha y también de su turbación. Y después,
con aquella pregunta: “¿cómo puede ser ello posible?”. Y a
ello seguirá su “sí”, su “sí” de la obediencia, el “sí”
de la Sierva del Señor. La salvación liberadora del Señor-Jesús,
comienza con ese “sí” de María, un “sí” que explicita la
Inmaculada Concepción y que reasume la aspiración y la espera del
pasado, del presente y del futuro.
El “sí” de María en el momento de la Anunciación, es aquel
“sí” que el Señor había buscado desde toda la eternidad, el
que también había buscado desde Adán, y por el cual había creado
el mundo, el universo entero. Es el “sí” que se cumplirá total
y perfectamente en el Señor-Jesús, el Hijo de Dios e Hijo de María.
Aquel purísimo “sí” de María, seguirá siendo pronunciado a
lo largo de los siglos, por multitud de cristianos santos, y también
por simples fieles que han elegido seguir a Jesús crucificado hasta
el final.
Es también el “sí” de la Iglesia del Señor, presente a lo
largo y ancho del mundo: cada vez que los cristianos dicen “sí”
al Señor, es como si la creación entera recomenzase de nuevo y la
tierra entera volviera a exultar de alegría, como cuando la Virgen
María ofreció su “sí” a Dios.
Podemos concluir recordando unas preciosas palabras de nuestro Papa
Juan Pablo II: “Cada uno de nosotros debe tener claro que la
devoción a María no es tan sólo un deseo del corazón, una
inclinación sentimental, sino que corresponde a la verdad objetiva
sobre la Madre de Dios. María es la nueva Eva, que Dios pone junto
al nuevo Adán, junto a Cristo, comenzando por la Anunciación, a
través de la noche de su nacimiento en Belén, en el banquete
nupcial de Caná de Galilea, en la Cruz del Gólgota, hasta el
Pentecostés del Cenáculo”.
Y en su Carta Apostólica “Tertio millennio eneunte”, Juan Pablo
II nos ofrece una consigna: “María, que concibió al Verbo
Encarnado por obra del Espíritu Santo, y que después, en toda su
propia existencia, se dejó guiar en su interior, debe ser
contemplada e imitada como la mujer dócil al Espíritu Santo, la
mujer del silencio y de la escucha, la mujer de la esperanza, que
siempre acogió, al igual que Abrahán, la voluntad de Dios,
esperando contra toda esperanza”.
María, la concebida sin pecado original, ha llevado a término el
anhelo de los pobres del Señor, resplandeciendo como modelo
perfecto para cuantos confían de todo corazón en las promesas de
Dios.
Que en este año, de la Inmaculada y de la Eucaristía, pidamos al
Señor, por la intercesión de la Virgen María, que bendiga a
nuestra Diócesis y a toda la Iglesia, que bendiga a cuantos viven
con nosotros y a la humanidad entera. Que la Virgen, concebida sin
pecado original, pida al Padre, en nombre de su Hijo Jesús, la paz
y el amor, la verdad y la justicia, la bondad de corazón y unas
leyes justas y el bienestar, para los más pobres y para todo ser
humano. ¡Que así sea!.
+ Ramón Echarren Ystúriz
Obispo de Canarias.