La Virgen del Carmen, luz y guía para el cristiano

+ Mons. Antonio Dorado Soto. Obispo de Málaga, España

 

17 de julio de 2005

María nos enseña con su vida que la calidad evangélica de una persona no depende de su alcurnia, de sus estudios ni de su dinero, sino de su entrega generosa a Dios y al hombre.

La religiosidad popular, que Pablo VI prefería denominar "piedad popular", está expuesta a deformaciones y "se queda frecuentemente a un nivel de manifestaciones culturales, sin llegar a una verdadera adhesión de fe". Pero también tiene importantes valores, añadía el mismo Papa, en los que debemos profundizar. Entre otros, refleja la sed de Dios que hay en el corazón del hombre, impulsa a la generosidad y al sacrificio hasta el heroísmo y enseña el sentido de algunos atributos divinos como la providencia, la cercanía amorosa de Dios y su paternidad (EN 48). 

Conviene que recordemos esta enseñanza cuando nuestras parroquias de la costa y varias del interior celebran diversos actos en honor de Nuestra Señora del Carmen. El pueblo tiene necesidad de símbolos y de ritos y se vuelca con la Virgen. Es muy difícil saber qué es lo que mueve a cada uno cuando la acompaña en una procesión, le ofrece una vela o le entrega un ramo de flores. 

Seguramente son expresiones de una fe y de un amor inefables, que brotan del corazón estremecido de sus hijos, porque estas virtudes están más arraigados en ellos de lo que podría parecer a una mirada superficial. Sin embargo, este respeto no significa que nos tengamos que dar por satisfechos con lo que se hace o quedarnos en la belleza de las formas. Éstas constituyen también una oportunidad excelente para impartir esa catequesis que purifica los conocimientos y lleva a vivir con hondura el Evangelio. 

En nuestro Plan Pastoral Diocesano se afirma que "la religiosidad popular es una plataforma privilegiada, las más de las veces, para lo que se ha llamado evangelizar y catequizar". 

Y en el deseo de alentar en cada comunidad y en cada miembro la caridad y la cercanía a los pobres, la Virgen constituye un testimonio precioso. A la hora de elegir una madre para su Hijo, Dios eligió a esta sencilla hija del pueblo, esposa de un artesano y ama de casa sin más. Conoció lo que es una vida precaria tanto en el nacimiento como en la crianza de su hijo y la necesidad de exiliarse de su tierra para mantenerle en vida. 

Es verdad que las condiciones sociales han cambiado mucho en dos mil años de historia, pues se ha pasado de una existencia campesina a la concentración en grandes ciudades. Pero María nos enseña con su vida que la calidad evangélica de una persona no depende de su alcurnia, de sus estudios ni de su dinero, sino de su entrega generosa a Dios y al hombre. Lo que la hizo grande de verdad y la convirtió en una bendición de Dios para todos los que la veneramos como Madre, fue su fe en Dios y su obediencia a la misión recibida. 

Por eso es un signo de esperanza y una invitación a la santidad cristiana para sus hijos. Para los padres que gastan su vida entera en la entrega silenciosa a los suyos; para esas mujeres inmigrantes que se han tenido que exiliar y trabajan entre nosotros; para la persona, hombre o mujer, que renuncia a prosperar en la empresa con el fin de disponer de más tiempo para atender a sus hijos pequeños; para miles de hombres y mujeres de nuestras parroquias, esa gente sencilla y generosa que celebra con alegría la misa del domingo y entrega lo mejor de sí misma a su familia, a sus vecinos y en los diferentes servicios parroquiales.