Junto a la cruz estaba María

+ Demetrio Fernández, Obispo de Tarazona. España.

25 de Septiembre de 2005

Jesucristo es el único Mediador entre Dios y los hombres, porque sólo Él es el Hijo eterno hecho hombre. Por tanto, sólo en Él hay salvación. “No se nos ha dado otro nombre en el que podamos salvarnos” (Hech. 4,12). Encontrar a Jesucristo es encontrar el camino, la verdad y la vida. Apartarse de él es perderse. No haberle encontrado, es una grave carencia.

Pues bien, para realizar este plan de salvación, Dios ha buscado una mujer, ha buscado una madre para su Hijo, ha elegido a María como madre del Hijo eterno hecho hombre. Ella es, por tanto, la madre de Dios. Jesucristo, que ya existía en la eternidad como persona divina, ha nacido como hombre de María, y ha asociado de manera singular a su madre a la obra redentora que el Padre le ha encomendado.

María aparece, por tanto, como la compañera inseparable de Cristo en la obra de la redención, desde su nacimiento, engendrándolo, dándole a luz y criándolo, hasta su muerte en la Cruz, donde María aparece como la que “estaba junto a la Cruz”. Ella participó más que nadie en la alegría del Resucitado. María acompaña a la Iglesia en la acogida permanente del Espíritu Santo, que Cristo Resucitado envía constantemente del seno del Padre sobre todos los hombres.

En la vida del cristiano, María es la mujer que Dios nos ha dado por madre. Experimentar a María como madre es lo más elemental y lo más sublime de la experiencia cristiana. No es un añadido de lujo. Es algo que está en el centro de nuestra relación con Jesucristo, puesto que El viene hasta nosotros como fruto bendito del seno virginal de María.

No puede haber vida cristiana, si no hay relación de amor con María. Ella no hace sombra a su Hijo, sino que subraya la grandeza de este Hijo divino hecho hombre, que ha querido tenerla a ella como colaboradora en la obra de la Redención. Ella es la Madre del Redentor. En ella aprendemos que Dios busca colaboradores de su obra redentora y de ella aprendemos a ponernos a disposición de Dios para que todos los hombres se salven.

La devoción a la Virgen tiene una expresión privilegiada en el rezo del Rosario. Desgranando en actitud contemplativa cada una de las avemarías, miramos a Cristo en los misterios de su vida desde el corazón inmaculado de su madre María, mientras repetimos una y otra vez “bendito el fruto de tu vientre, Jesús”.

Junto al Rosario, el rezo del Angelus nos recuerda el momento de la Encarnación, momento central de la historia humana, en el que el Hijo eterno se hizo hombre y habitó entre nosotros, al tiempo que contemplamos la actitud con la que María lo recibió en su seno, entregándole toda su vida para siempre, “hágase en mí según tu Palabra”.

No se puede ser cristiano si uno no es mariano.

Con mi afecto y bendición:
+ Demetrio Fernández 
Obispo de Tarazona