Solemnidad de la Inmaculada Concepción

+ Agustín García-Gasco Vicente, Arzobispo de Valencia, España

 

S.I. Catedral Metropolitana
Valencia, 8 diciembre 2005

—Querido Sr. Rector, formadores y seminaristas
del Seminario Metropolitano que hoy venera a su Patrona,
la Inmaculada Concepción
—Sacerdotes concelebrantes
—Queridísimo Sr. Rector y autoridades académicas
de la Universidad Católica de Valencia,
que celebra hoy el IIº aniversario de su creación
—Religiosos, religiosas, fieles cristianos laicos



1. El Señor Dios dijo a la serpiente… pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu estirpe y la suya…

Queridos hijos: La lectura del libro del Génesis nos recuerda que entre la serpiente, símbolo del mal, y la estirpe de la mujer, signo de la nueva creación, no puede haber alianzas.

La luz de los hijos de Dios nada tiene que ver con la oscuridad de las tinieblas.

María es la mujer anunciada en el relato del Génesis. Su estirpe es la Iglesia, los hijos de Dios en Cristo. María es la nueva Eva, madre de todos los creyentes, que renovados por las aguas bautismales, están llamados a resucitar con Cristo a la vida nueva del espíritu.

La Sagrada Escritura nos anuncia, en el inicio mismo de la historia de la salvación, la victoria de Cristo y de la Iglesia sobre el pecado y la muerte.

Sí. La última palabra no la tiene el mal, la destrucción o el vacío. La victoria es del bien, el triunfo es de Cristo. La primacía es del amor.

Esa victoria se ha hecho realidad plena en María, Madre del Señor y madre nuestra.

Ella, en virtud de los méritos de Cristo, es la única persona que ha tenido desde el inicio de su existencia la perfección de la pureza.

Sí. Fue concebida sin pecado original.

Los frutos de la pasión y resurrección de Cristo se adelantan en la concepción inmaculada de Santa María.

Se trata de una gracia singular, de un don maravilloso de Dios que prepara a la Santísima Virgen para ser Madre de Jesucristo.

La solemnidad de la Inmaculada Concepción infunde en nuestro corazón una gran alegría. Nos recuerda la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte. El triunfo del bien sobre el mal. Nos asegura un futuro de esperanza y nos anima a caminar con el corazón dispuesto para responder a los designios de Dios.

2. San Pablo, en la segunda lectura, nos invita a ser santos e inmaculados en la presencia de Dios por el amor…

La invitación de San Pablo nos recuerda cómo es María, la Madre del Señor.

Concebida sin pecado, María es bendita porque confía en el Anuncio del Señor. Llena de gracia. Santa. Es el orgullo de nuestro pueblo. El signo claro de la salvación. María es el anuncio de una nueva humanidad que está plenamente unida a Dios, a todos los hombres y al mundo.

La Inmaculada Concepción es por ello un modelo, un ideal. Dios nos llama a ser santos. Ese es su proyecto. La voluntad de Dios es la paz, el entendimiento, la concordia, el amor.

Nuestra meta es hacer propio ese modelo, convertir en realidad ese ideal. Se trata de una tarea difícil, imposible para las fuerzas humanas. Pero contamos con la gracia de Dios que viene en nuestro auxilio.

La felicidad total, la bienaventuranza a la que aspira la humanidad, no se alcanzarán jamás por el trabajo humano. No son un producto de la ciencia o de la técnica. Son un don de Dios. Sí. Un regalo que ha de ser recibido con agradecimiento, admiración y alegría.

Con esos sentimientos hemos de acoger a Cristo. Con ese espíritu hay que vivir el Evangelio. Esa es la vocación a la santidad.

Cuando esa llamada se acoge, la fe se convierte en una fuerza que transforma el mundo. No por el poder humano, sino por el Espíritu de Dios. Esa es la auténtica revolución que necesita siempre la sociedad.

No lo olvidéis: al margen de Dios no es posible la felicidad ni el bienestar. Si se rechaza el Espíritu de Dios no se puede construir una civilización digna del hombre.

La pretensión de algunos de echar a Dios fuera de la cultura, de la vida pública, de las relaciones sociales y humanas, de las leyes, solo conduce al vacío y a la desesperanza. No hay futuro para una sociedad así.

¿Qué ideal puede mover a los hombres hacia el bien verdadero? ¿Cómo lograr una sociedad más justa y solidaria? ¿Cómo evitar la violencia en las relaciones humanas?

Mirad el modelo: He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra. Ese es el ideal: acoger la Palabra de Dios, sin miedos ni recelos, con confianza generosa. Acoger la invitación de Dios, su Palabra hecha carne, Jesucristo, don de salvación para el mundo es el camino de la verdad, de la vida, de la santidad.

3. Queridos hijos:

El 8 de Diciembre de 1965, Pablo VI clausuró el Concilio Vaticano II. Se cumplen hoy 40 años de aquella fecha memorable.

En la memoria de muchos de los aquí presentes están bien grabadas las imágenes del Concilio. ¿Cómo no recordar la presencia de dos mil obispos en la Basílica Vaticana, o la imagen del Papa Juan XXIII en las primeras sesiones del Concilio?

Aquellos fueron años de enorme vitalidad en la la Iglesia.

También hoy, 40 años después, llevamos en el corazón los deseos, los gozos y las esperanzas que el Concilio suscitó en el corazón de los cristianos.

La recepción del Concilio, su asimilación y cumplimiento en la vida y en la misión de la Iglesia ha sido y es una obra compleja y ardua.

La renovación ha sido profunda y, con frecuencia, ha podido surgir una cierta sensación de desaliento y tristeza.

Pero no lo olvidéis: los problemas estaban ya antes. Las dificultades no han surgido del Concilio, sino de las circunstancias históricas que vivimos y de los errores en su aplicación. 

Hacemos frente a una situación de fuerte secularización y debilitamiento del sentido cristiano en la Iglesia y en la sociedad. Pero esos problemas no surgieron del Concilio.

El combate contra todo lo cristiano está presente en “el espíritu del mundo”. Es la enemistad entre la serpiente y la estirpe de la mujer que acompaña toda la historia de la humanidad…

Ese combate se ha hecho particularmente intenso durante el siglo XX. Y sigue presente en nuestros días.

Precisamente la renovación conciliar nos ayuda a tener las claves para hacer frente a ésta situación histórica.

El panorama, con relación a los años 60 del siglo pasado ha cambiado, pero permanece viva y fecunda la heredad del Concilio, que nos permite discernir los signos de la presencia de Dios en el mundo (cfr. GS 11).

Estamos llamados por tanto a continuar hoy aquella obra de discernimiento y orientación profética que el Concilio Vaticano II, bajo la guía del Espíritu Santo, ha sabido llevar a término.

Hemos de sentirnos orgullosos de pertenecer a la gran familia de los hijos de Dios en la Iglesia Católica. Estamos llamados a ser luz del mundo y sal de la tierra. Fermento de la sociedad que solamente se da con nuestro testimonio personal.

El espíritu del Concilio presenta ante nosotros, un futuro por el que vale la pena esforzarse, luchar, ser fieles. 

Somos el pueblo que permanece en religiosa escucha de la Palabra de Dios: pueblo llamado a proclamar la Buena Noticia del Evangelio con fidelidad, según el testimonio recibido desde los orígenes:

“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos… os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” (1Jn 1, 1-3).

Así deseamos que sea la Iglesia: pueblo que permanece en la escucha atenta y fiel de la Palabra de Dios, la proclama y celebra en los divinos misterios para la salvación del mundo.

La Constitución dogmática sobre la Divina Revelación, Dei Verbum, confiesa esta Palabra, por la cual “Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía” (DV 2).

De ese modo el Concilio nos ha recordado que el hombre no está solo, condenado a vivir en la fría inmensidad del universo, sino que es llamado por una palabra amiga a construir un mundo digno del hombre y de Dios.

Las distintas llamadas que Dios dirige al hombre en la historia de la salvación tienen su cumplimiento y perfección en la Palabra hecha carne, en Jesús de Nazaret (DV 4).

Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación (cfr. GS 22).

Comunión con Dios Padre, del cual recibimos con gratitud la vida; comunión entre nosotros, para que Dios sea santificado en el mundo. Este misterio de vida y de amor, lo recibimos en la Eucaristía y en los sacramentos.

La constitución sobre la sagrada liturgia, Sacrosanctum Concilium, proclama esta verdad: el misterio de Cristo no pertenece solo al pasado como hecho histórico, sino que está vivo, presente, como acción salvadora de Dios.

Por eso la Iglesia no deja de celebrar la liturgia a través de los siglos. La liturgia es el culmen al que tiende su acción y, al mismo tiempo, la fuente de la que mana todo su vigor (SC 10): la Iglesia sabe que en el misterio de Cristo, hecho presente entre nosotros por la fuerza del Espíritu Santo, está el origen inagotable de su vida, la fuerza de su misión, el camino de su santidad, la manifestación plena de su identidad.

En la Palabra y en los sacramentos Cristo mismo, vencedor del pecado y de la muerte, construye y edifica su cuerpo, la Iglesia, que en María contempla su propio ideal.

Como nos enseña la Constitución sobre la Iglesia, Lumen gentium, la Iglesia es en Cristo como un signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad del género humano (LG 1).

Esta única Iglesia, santa, católica y apostólica, articulada en la multiplicidad de ministerios y enriquecida por la variedad de los carismas se hace presente en todas las iglesias particulares, guiadas por los Obispos.

El Señor llama a todos a su Iglesia: de aquí surge la pasión que todo bautizado ha de sentir por la causa del Evangelio.

De esta vocación nace la urgencia del diálogo con los no creyentes y con los creyentes de otras religiones. Diálogo respetuoso que no puede nunca ser separado de la proclamación del Evangelio a cualquier cultura o situación histórica.

De ahí surge la inspiración de la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et spes, que ofrece una mirada atenta sobre el panorama de la existencia humana, para captar en las culturas el anhelo de unidad y de comunión, con la finalidad de establecer aquella fraternidad universal que corresponde a nuestra vocación (GS 3).

No se mueve la Iglesia por ninguna ambición terrena, solo pretende una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu Paráclito, la obra del mismo Cristo, que vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido (GS 3).

De modo particular se comprende así el compromiso de la Iglesia por la paz del mundo.

4. Queridos hijos: El Concilio, como nos recordó Juan Pablo II, es una brújula segura para navegar en las removidas aguas del Tercer Milenio que acabamos de comenzar (NMI 57).

También Benedicto XVI nos lo ha recordado en su primer mensaje.

Por ello, en esta circunstancia, deseo recordar el patrimonio del Concilio a las comunidades cristianas de nuestra archidiócesis, sobre todo a las jóvenes generaciones.

Sí. Os lo recuerdo con las palabras del Concilio: 

“La Iglesia os mira con confianza y amor. Rica en un largo pasado, siempre vivo en ella, y marchando hacia la perfección humana en el tiempo y hacia los destinos últimos de la historia, ella es la verdadera juventud del mundo. Posee lo que constituye la fuerza y el encanto de los jóvenes: la facultad de alegrarse con lo que comienza, de darse sin recompensa, de renovarse y partir hacia nuevas conquistas. Miradla y encontraréis en ella el rostro de Cristo, el verdadero héroe, humilde y sabio; el profeta de la verdad y del amor, el compañero y el amigo de los jóvenes” (Mensajes del Concilio a la humanidad, A los jóvenes).

Queridos universitarios: deseo recordaros el espíritu del Concilio:

“Luchad contra todo egoísmo. Negaos a dar libre curso a los instintos de violencia y de odio que engendran las guerras y su cortejo de miserias. Sed generosos, puros, respetuosos, sinceros. Y construid con entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores”.

Queridos seminaristas: Esforzaos por adquirir la formación espiritual, intelectual y disciplinar que el Concilio Vaticano II aconsejó para los candidatos al sacerdocio.

Estáis llamados a hacer presente entre los hombres a Cristo, que no vino a ser servido sino a servir, y haciéndoos servidores de todos, ganéis a muchos (cfr. OT 4).

Queridas familias: El Concilio nos recuerda que debéis promover los bienes del matrimonio y de la familia con el testimonio de vuestra propia vida. El mundo tiene necesidad de familias alegres, fieles, fecundas, ejemplares (GS 47 y ss.).

Queridos hijos: Los documentos conciliares han de inspirar nuestra fe. Así podremos contribuir a la construcción del pueblo de Dios.

Os invito a meditar los documentos del Concilio para hacerlos vida propia y construir un mundo según la voluntad del Señor.

Fijando nuestra mirada en María Santísima, mujer humilde, hermana nuestra, y al mismo tiempo, Madre y Reina nuestra, espejo nítido y sagrado de la infinita Belleza, celebramos hoy la solemnidad de la Inmaculada Concepción y el 40 Aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II.

María Inmaculada es nuestro modelo espiritual y nuestra esperanza confortadora. Que Ella nos guarde y nos aliente en la evangelización del mundo.

Amén.