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La
Inmaculada Concepción + D. Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo de
Valladolid, España
8
de diciembre de 2005
El
8 de diciembre de 1965, solemnidad de la Inmaculada Concepción de
María, el Papa Pablo VI clausuraba en una emocionante celebración
el Concilio Vaticano II. Quiero, hermanos, hacer memoria de esta
gracia del Señor que ha supuesto el Concilio en la Iglesia de Dios
a los 40 años de su finalización. El que os habla era todavía
alumno del Seminario Menor de Madrid-Alcalá y apenas sabía la
trascendencia de lo que estaba sucediendo.
Decía
el Papa a sus hermanos Obispos: «Es la hora de la partida.
Dentro de unos instantes vais a abandonar la asamblea conciliar para
ir al encuentro de la humanidad y llevarle la Buena Nueva del
Evangelio de Cristo y de la renovación de su Iglesia (…). Momento
único éste, (…) En esta asamblea universal, (…) convergen a la
vez el pasado, el presente y el porvenir. El pasado, porque aquí
está reunida la Iglesia de Cristo, con su tradición, su historia,
sus concilios, sus doctores, sus santos. El presente, porque nos
preparamos para ir al mundo de hoy, con sus miserias, sus dolores,
sus pecados; pero también con sus prodigiosos éxitos, sus valores,
sus virtudes… El porvenir está allí, en fin, en el llamamiento
imperioso de los pueblos para una mayor justicia, en su voluntad de
paz, en su sed, consciente o inconsciente, de una vida más elevada:
la que precisamente la Iglesia de Cristo puede y quiere darles».
¿Cuál fue el mensaje final del Concilio? He aquí algunos retazos
de ese mensaje:
«Nos
parece escuchar cómo se eleva de todas partes en el mundo un
inmenso y confuso rumor: la interrogación de todos los que miran al
Concilio y nos preguntan con ansiedad: “¿No tenéis una palabra
que decirnos… a nosotros los gobernantes…, a nosotros los
intelectuales, a los trabajadores, a los artistas…, y a nosotras
las mujeres, a nosotros los jóvenes, a nosotros los enfermos y a
los pobres?”».
Sí que hubo palabras para todos: las preguntas no se quedaron sin
respuestas.
A
los gobernantes: «honramos vuestra autoridad y vuestra soberanía,
respetamos vuestra función, respetamos vuestras leyes justas,
estimamos a los que las hacen y a los que las aplican. Pero tenemos
una palabra sacrosanta que deciros. Hela aquí: Sólo Dios es
grande. Sólo Dios es el principio y el fin. Sólo Dios es la fuente
de vuestra autoridad y el fundamento de vuestras leyes».
A
los hombres del pensamiento y de la ciencia: «También para
vosotros tenemos un mensaje…: continuad buscando sin cansaros, sin
desesperar jamás de la verdad (…) Pero no olvidéis: si pensar es
una gran cosa, pensar ante todo es un deber; desgraciado de aquel
que cierra voluntariamente los ojos a la luz. Pensar es también una
gran responsabilidad. ¡Ay de aquellos que oscurecen el espíritu
por miles de artificios que le deprimen, le ensoberbecen, le engañan,
le deforman!».
A
las mujeres: «Sois la mitad de la inmensa familia humana. La
Iglesia está orgullosa, vosotras lo sabéis, de haber elevado y
liberado a la mujer, de haber hecho resplandecer, en el curso de los
siglos, dentro de la diversidad de los caracteres, su innata
igualdad con el hombre (…). Estáis presentes en el misterio de la
vida que comienza. Consoláis en la partida de la muerte…
Reconciliad a los hombres con la vida. Y, sobre todo, velad, os lo
suplicamos, por el porvenir de nuestra especie. Detened la mano del
hombre que en un momento de locura intentase destruir la civilización
humana».
A
los trabajadores: «Estad seguros, desde luego, de que la Iglesia
conoce vuestros sufrimientos, vuestras luchas, vuestras esperanzas;
(…) de que reconoce plenamente los inmensos servicios que cada uno
en su puesto (…) hacéis al conjunto de la sociedad (…). El que
enriqueció el patrimonio de la Iglesia con sus mensajes
incomparables, el papa Juan XXIII, supo encontrar el camino de
vuestro corazón. Mostró claramente en su persona todo el amor de
la Iglesia por los trabajadores, así como por la verdad, la
justicia, la libertad, la caridad, sobre la que se funda la paz en
el mundo».
A
los pobres, a los enfermos, a todos los que sufren: «El Concilio
(…) siente fijos sobre él vuestros ojos implorantes brillantes
por la fiebre o abatidos por la fatiga, miradas interrogantes que
buscan en vano el porqué del sufrimiento humano y que preguntan
ansiosamente cuándo y de dónde vendrá el consuelo (…). La única
verdad capaz de responder al misterio del sufrimiento y de daros un
alivio sin engaño (es): la fe y la unión al Varón de dolores, a
Cristo, Hijo de Dios, crucificado por nuestros pecados y nuestra
salvación».
A
los jóvenes: «Sois vosotros los que vais a recibir la antorcha
de manos de vuestros mayores y a vivir en el mundo en el momento de
las más gigantescas transformaciones de su historia. (…) La
Iglesia, durante cuatro años, ha trabajado para rejuvenecer su
rostro, para responder mejor a los designios de su fundador, el gran
viviente, Cristo, eternamente joven. (…) Luchad contra todo egoísmo.
Negaos a dar libre curso a los instintos de violencia y de odio, que
engendran las guerras y su cortejo de males. Sed generosos, puros,
respetuosos, sinceros. Y edificad con entusiasmo un mundo mejor que
el de vuestros mayores». (Mensaje del Concilio a la humanidad).
¿Qué
había hecho el Concilio? Lavar el rostro de la Iglesia,
reflexionando sobre sí misma a la luz de la Revelación,
redescubrir que somos un Pueblo, el Pueblo de Dios, que tenemos una
misión en el mundo, con el que hay que dialogar y no imponer,
pidiendo respeto y libertad para su misión evangelizadora, que trae
bien al mundo; renovar su Liturgia; fijarse en lo que deben ser sus
distintos medios: Obispos, presbíteros y diáconos, vida consagrada
y fieles laicos; hablar sobre ecumenismo, libertad religiosa,
educación y encuentro con otras religiones, sobre todo con el judaísmo.
Un enorme esfuerzo. Y habló de María Virgen, lo más grande que
tenemos en la Iglesia, después de Jesucristo, su Hijo, al que
engendró por obra del Espíritu Santo, permaneciendo Virgen y
ascendiendo a los cielos, pues no había conocido pecado alguno,
pues fue purísima su concepción, para crear en nosotros la
esperanza, ya que fue Inmaculada en previsión de los méritos de su
Hijo, el que nos ha dado la libertad y la vida nueva por su Misterio
Pascual.
María
es de los nuestros, es miembro de la Iglesia, en la que, después de
Cristo, ocupa el lugar más alto y a la vez el más próximo a
nosotros. ¡Qué maravilla de capítulo 8 de la Lumen Gentium!
Leedlo, hermanos. Y mejor, si lo leéis después de haber escuchado
lo que dice ese documento sobre el misterio de la Iglesia, sobre
como ésta es Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios, sobre la jerarquía
de la Iglesia, los miembros de la vida consagrada, los fieles
laicos, y la llamada de todos a la santidad. Con Ella, la Santísima
Virgen, queremos mucho esta tierra, nuestra historia, las cosas
grandes que nuestro Dios ha hecho en su creación, pero esperamos un
cielo nuevo y una tierra nueva, porque los padecimientos de esta
vida son nada en comparación con la gloria futura que se ha de
revelar en nosotros, pues gozamos ya de la vida nueva de Cristo
resucitado que hemos recibido en el Bautismo y la Confirmación.
Seremos semejantes al cuerpo glorioso de Cristo Jesús, como Ella
que ya está glorificada en la totalidad de su ser:
«¡Morena
por el sol de la alegría / mirada por la luz de la promesa, / jardín
donde la sangre vuela y pesa; / inmaculada tú, Virgen María!»
(Luis Rosales).
Hoy
termina el Año de la Inmaculada, decretado por los obispos españoles
para celebrar el 150º aniversario de la proclamación del dogma. Os
dijimos entonces: «En María contemplamos la belleza de una vida
sin mancha, entregada al Señor. En ella resplandece la santidad de
la Iglesia que Dios quiere para sus hijos». Esa es nuestra
esperanza, hermanos, y nuestra acción de gracias hoy por el
Concilio y por la Madre Inmaculada.
«Inmaculada
es tanto como decir fulgor de la aurora. Preservada inmune de la
contaminación original, María fue llena de gracia desde el primer
instante de su concepción. Ya desde el seno materno, el alma de María
estuvo penetrada de la luz divina; tras la noche de largos siglos
transcurridos desde la culpa de los progenitores, se alza esta
estrella matutina, límpida y pura, transparente e inviolada,
mientras en el cielo apunta la promesa de inminente día (…); el día
en que caerán los velos de la fe, que esconden la visión de Dios,
y contemplaremos cara a cara al Señor. La Inmaculada preanuncia el
alba de aquel día eterno, y nos guía y sostiene en el camino que
todavía nos separa de Él»
(Juan XXIII, Discurso del 7 de diciembre de 1959).
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Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo de Valladolid
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