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Nuestra Señora de San Lorenzo + D. Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo de
Valladolid, España
8
de septiembre de 2005
En
un día como hoy, fiesta de nuestra ciudad, se celebra el nacimiento
de la Virgen María. Entre nosotros, la imagen de nuestra Señora de
San Lorenzo, nuestra Patrona, nos recuerda a la Madre de Dios, con
su hijo en su regazo, que hemos portado en procesión por nuestras
calles y ante la cual celebramos ahora esta Eucaristía con gozo. Me
complazco en saludaros a todos, hermanos, que habéis venido a la
Catedral en esta fiesta, con nuestras autoridades. María forma
parte del misterio de nuestra fe desde siempre; incluso antes de que
apareciera la costumbre de llamar a las imágenes de nuestra Madre
con el nombre de las distintas advocaciones que hoy les damos.
Y
tras escuchar las preciosas lecturas de la liturgia de la Palabra,
quiero hacer con vosotros una reflexión que quisiera fuera una
invitación a penetrar en el misterio de la fe. Me gustaría
asimismo señalar la importancia que tiene justamente la historia de
nuestra fe. Si se puede hablar de una geografía de la fe
(acontecimientos salvíficos que sucedieron en lugares concretos),
existe también una historia de la fe, en la que hombres y mujeres
han ido modelando su vida según el modelo de Cristo.
Esta
historia de nuestra fe es también una historia concreta, historia
de amores y desamores a Dios y a su Hijo Jesucristo; historia de
decisiones a favor o en contra de la Alianza sellada en Cristo;
movimientos del espíritu humano, que han llevado a evangelizar y a
modelar la vida según el Evangelio, o a encerrarse dentro de los límites
humanos; creación de instituciones a favor de los hombres,
costumbres que santificaron el tiempo y la vida misma de las
personas, o rutinas e infidelidades que desdibujaron la fe en Cristo
y su vivencia en la Iglesia y en la sociedad. Esta es la razón de
por qué afirmamos que esta historia de la fe es una historia que
continúa. Durará hasta que el Hijo de Dios entregue todo a su
Padre del cielo. En ella estamos los hombres y mujeres que formamos
la Iglesia de Valladolid, en medio de una sociedad que, con
frecuencia, nada quiere saber de Cristo. Debemos, pues, vivir esa
historia, que se hace historia personal y dar testimonio de nuestra
fe, mostrando que ésta hace felices a los seres humanos, siempre
necesitados de orientación y de sentido en su vida.
Así
sabemos, por ejemplo, que Cristo nació en un momento preciso; tuvo
madre, humana, enraizada en una familia judía. Refiriéndose a este
nacimiento de Cristo, san Bernardo decía: «El único nacimiento
digno de Dios era el procedente de la Virgen» (Homilía 2,1).
¿Qué quiere decir el santo? Sencillamente que el supremo Hacedor
del ser humano, al hacerse hombre y nacer de la raza humana, tuvo
que elegir, mejor dicho, tuvo que formar para sí, entre todas, una
madre tal cual Él sabía que había de serle conveniente y
agradable. ¿Será, pues, importante, una madre, un hogar, un
ambiente, una acogida para toda aquél o aquélla que viene a este
mundo?
Jesucristo
quiso nacer de una Virgen inmaculada. ¿Por qué razón? No porque
despreciara él el nacimiento de cada ser humano ni la belleza que
supone el amor entre un hombre y una mujer, esposa y esposo, que da
lugar al engendramiento de un hijo. No, pero él, inmaculado, venía
a limpiar las máculas/pecados de todos y mostrar de este modo cuál
es el origen de las desgracias del ser humano: el pecado, el
encerramiento en sí mismo, la no apertura a la razón y a los demás.
Jesucristo
quiso que su madre fuese humilde, sencilla, sin titubeos ni
autobombos vacíos de contenido; pero esta condición de María nada
tiene que ver con ramplonería, ni con horizontes estrechos y pequeños,
sino con una virtud, la humildad de corazón, que deja lugar a Dios,
a su actuación, a dejarse llenar, a dejarse amar. ¿Nos dejamos
amar por Dios? Existe entre nosotros una tendencia a no contar con
Dios, a confiar en sólo nuestras fuerzas, a no dejarnos enriquecer.
En María no sucede esto; ella abrió el corazón a los planes de
Dios y apareció Cristo, el don supremo.
¿Nos
extraña que el ángel saludara después a María como la llena de
gracia, la que había de concebir y dar a luz al Santo de los
santos? Cierto, ella recibió el don de la virginidad para que fuese
santa en el cuerpo y el don de la humildad para que fuese santa en
el espíritu. Y sólo así Cristo nos ha sido entregado por el
Padre. Únicamente debemos al Padre de los cielos este regalo
inmenso; no se lo debemos ni a la influencia, ni a los poderes o
artimañas; no se lo debemos a conveniencias de los poderosos; no se
lo debemos ni siquiera a alguien tan grande y tan bueno como san José,
que como esposo de la Virgen hubiera engendrado a Jesucristo.
Esta
historia de nuestra fe la produce cada día el milagro de hacer
posible la gracia, ese espacio de libertad que da respuesta a la
llamada de Dios en Cristo, que nos invita a vivir con esperanza,
porque no todo se debe a los grandes centros de poder, a la
manipulación o a la deformación de la realidad. Quien acepta a
Dios y su plan de salvación alcanza la felicidad y su plenitud.
Como decía el Papa en Colonia: el poder de Dios es diferente de los
grandes del mundo. Su modo de actuar es distinto de como lo
imaginamos. En este mundo, Dios no le hace la competencia a las
formas terrenas del poder. Al poder en ocasiones pomposo y
estridente de este mundo, Cristo contrapone, por ejemplo en Getsemaní,
el poder inerme del amor, que se descubre en la Cruz —y, después,
tantas veces, en la historia de la Iglesia—; sin embargo, ese amor
de Cristo constituye la nueva realidad divina, que se opone, sí, a
la injusticia e instaura el Reino de Dios. Dios es distinto y por
eso los seguidores de su Hijo debemos ser distintos, aprendiendo el
estilo de Dios, que nos puede enseñar María.
Convenía,
pues, que la venida fulgurante y sorprendente del Hijo de Dios a los
hombres fuera precedida de algún hecho que nos preparara a recibir
con gozo el gran don de la salvación. Y este es el significado de
la fiesta que celebramos, ya que el nacimiento de la Madre de Dios
es el exordio, el prólogo, de lo que hallará su término y
cumplimiento en la unión del Verbo de Dios con la carne que le
estaba destinada. El día de hoy nació la Virgen; luego es
amamantada y se va desarrollando; y es preparada para ser la Madre
de Dios, rey de todos los siglos.
Por
eso apreciamos el valor que tiene el nacimiento de María, nuestra
Virgen de San Lorenzo. Los creyentes, todos, y particularmente los jóvenes,
están llamados a afrontar el camino de la vida buscando la verdad,
la justicia y el amor. Es un camino que se puede alcanzar solamente
mediante el encuentro con Cristo; un encuentro, por otro lado, que
no tiene lugar sin la fe, y sin la fe que muestra a María con el
Mesías prometido, Aquél que nos salva.
Gocémonos
en esta fiesta, nuestra fiesta. A todos les deseo una feliz fiesta
de nuestra Señora de San Lorenzo. Es bueno orar ante su imagen,
como hicieron generaciones y generaciones de vallisoletanos. ¿No
sería bueno, por ejemplo, pedir por su intercesión la necesaria
lluvia, o que Cristo otorgue a esta su Iglesia de Valladolid coraje
para evangelizar y ser testigos ante las nuevas generaciones?
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Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo de Valladolid
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