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Nuestra Señora de San Lorenzo + D. Braulio Rodríguez Plaza. Arzobispo de
Valladolid, España
8
de septiembre de 2004
Una
fiesta como la de nuestra Señora de san Lorenzo nos llena de gozo:
es nuestra Patrona, bajo esa advocación, y su imagen pequeña ocupa
un lugar en muchísimos vallisoletanos; es ocasión propicia para
vernos y sentirnos en la Iglesia madre de Valladolid, después que
han pasado los meses de julio y agosto; pero sobre todo porque es
fiesta de nuestra Señora, en ambiente de familia, que nos da un
empujón para volver a nuestras actividades normales de la mayoría
de nosotros. Como Iglesia de Valladolid pronto comenzaremos el nuevo
curso pastoral, en el que estrenaremos nuevo Plan diocesano de
Pastoral, que ya ponemos a la intercesión poderosa de María, la
Madre del Señor.
La
Misa que celebramos corresponde a la fiesta de la Natividad de la
Virgen en el hogar de sus padres, una familia de verdaderos
israelitas que acogen a María como bendición del Señor, en
realidad como tantos padres que, al nacerles un hijo, miran la
futuro con confianza y cuidado pensando qué será de ese hijo o
hija, qué mundo le espera, qué condiciones existen para la
crianza. En el caso de María, ¡cuántas esperanzas y alegrías
para Joaquín y Ana!
La
fiesta de hoy, en efecto, toca de lleno temas muy queridos por
nuestro Señor, que Él ha revelado a los seres humanos, que se
refieren al hombre y a la mujer, al padre y a la madre, a los hijos
y a la familia. Impresiona ver la enorme literatura que el Santo
Padre ha dedicado a estos temas, señal inequívoca de su
importancia para la vida de la humanidad en estos inicios del nuevo
milenio.
La
Liturgia de la Iglesia así lo refleja también en sus textos de la
Misa de hoy: celebramos el nacimiento de María (antífona de
entrada); somos hijos de la gracia de Dios, que hemos recibido las
primicias de la salvación por la maternidad de la Virgen María
(oración colecta); el tiempo en que la madre dé a luz será un
signo de liberación para los que retornen (1ª lectura); se nos
narra, tras la genealogía de Cristo, cómo fue su nacimiento, según
lo ve san Mateo (Evangelio). Lo importante es que la Virgen que hoy
nace dará a luz un hijo que salvará a su pueblo de los pecados.
Este es el marco litúrgico de nuestra celebración.
En
realidad, la Madre Iglesia está siempre poniendo de relieve que su
camino es el ser humano, hombre y mujer, que poseen una dignidad única,
hasta el punto de entregar por ellos, por nosotros, su vida el Hijo
de María. Una recta comprensión, pues, de la colaboración activa
del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, en el
reconocimiento de su propia diferencia, es un asunto importante y
urgente. Da un poco de vergüenza que los cristianos conozcamos tan
poco de lo que somos como hombres y mujeres, y que, cuando otros que
no se consideran tales, sino todo lo contrario, exponen sus puntos
de vista, con frecuencia muy pobres, no sepamos qué responder más
que nada por desconocimiento y por un cierto complejo de
inferioridad, como si nuestra fe no tuviera dentro de ella una riquísima
doctrina, que en nada tiene que envidiar a las que pomposamente se
dicen progresistas.
Por
ejemplo, en los últimos años han aparecido nuevas tendencias para
afrontar la recta comprensión de la mujer. Una de ellas subraya
fuertemente la condición de subordinación en la que se encuentra
la mujer a fin de suscitar una reacción de contestación. Se dice,
así, que la mujer, para ser ella misma, debe ser antagonista del
hombre. Esa subordinación de la mujer al hombre no corresponde al
designio de Dios, pero a esos abusos de poder no se debe responder
con crear una rivalidad tal entre los sexos que estropee la
estructura de la familia.
Una
segunda tendencia quiere, para evitar cualquier supremacía de uno u
otro sexo, cancelar todas diferencias entre ellos, que son
consideradas como simple efecto de un condicionamiento histórico-cultural.
La diferencia corpórea, llamada sexo, se minimiza, mientras la
dimensión estrictamente cultural, llamada género, se eleva la máximo
y se considera primaria y primera. El problema está en que, al
oscurecerse la diferencia de los sexos, se producen enormes
diferencias de diverso tipo: se cuestiona la familia por estar
compuesta de padre y madre con sus hijos; se equipara la
homosexualidad a la heterosexualidad; se intenta que la persona se
libere de condicionamientos biológicos masculinos o femeninos, pues
toda persona podría o debería configurarse hombre o mujer según
sus propios deseos y elección.
El
problema está en que, desde esta perspectiva, la Iglesia y la
Sagrada Escritura son tachadas de tener una concepción patriarcal
de Dios, alimentada por una cultura esencialmente machista. También
tal tendencia consideraría sin importancia el hecho de que el Hijo
de Dios haya asumido la naturaleza humana en su forma masculina.
La
antropología cristiana va por otro camino, y por eso recibe todo
tipo de vituperios y de tener ideas trasnochadas. El problema no es
que seamos tachados de ésta o aquélla tendencia anticuada, claro
está, sino que se impide que las jóvenes generaciones acepten el
mensaje de Jesucristo y la vida del Señor que fluye en su Iglesia.
Así que debemos despertar los cristianos y saber qué está en
juego.
En
realidad, de lo que habla la Iglesia, o la verdad que predica
reflexionando, pero también iluminada por la fe en Jesucristo, es
de colaboración activa entre el hombre y la mujer, precisamente en
el reconocimiento de la diferencia misma entre ellos. La Biblia dice
claramente que el ser humano, hombre y mujer, Dios los creó a su
imagen y semejanza y que los creó hombre y mujer. La humanidad es
descrita, desde su primer origen, como articulada en la relación de
lo femenino con lo masculino. Es esa humanidad sexuada la que se
declara explícitamente «imagen de Dios». Cuando en el
segundo relato de la creación es creado el varón es necesario que
entre en relación con otro ser, la mujer, que se halle a su nivel.
Solamente la mujer, creada de su misma “carne” y envuelta en su
mismo misterio, ofrece a la vida del hombre un porvenir. «La
mujer es otro yo en la humanidad común» (Mulieris
dignitatem, 6).
Sólo
el pecado original altera el modo con que el hombre y la mujer
acogen y viven la Palabra de Dios, su relación con el Creador y su
misma relación recíproca. La sexualidad, que caracteriza al hombre
y al mujer no sólo en el plano físico, sino también en el psicológico
y espiritual, es ciertamente un modo propio de manifestarse, de
comunicarse, de sentir y expresar el amor humano; pero se altera por
la desarmonía entre Dios y la humanidad, surgida con el pecado. Tal
alteración, sin embargo, no corresponde ni al proyecto inicial de
Dios sobre el hombre y la mujer, ni a la verdad sobre la relación
de los sexos. Es esa relación, buena pero herida, la que necesita
ser sanada.
La
Iglesia no negocia con estas verdades: las podrán defender o no los
hombres y las sociedades. Esta verdad no depende de consensos, como
método para determinar lo que es o no es correcto en el orden
moral. Recuerden que la democracia es una forma de gobierno, tal vez
el mejor, pero no un método científico ni un criterio de
moralidad. Por eso la mayoría no tiene necesariamente siempre la
razón.
La
Iglesia no impone a sus hijos cosas imposibles, como lo demuestra la
historia bíblica en su sentido profundo. Según una larga y
paciente pedagogía, se encuentra repetido el tema de la alianza
entre el hombre y la mujer, y siempre entra en ella la participación
de lo masculino y lo femenino. Los términos “esposo/esposa” son
en la Biblia más que simples metáforas. Toca a la naturaleza misma
de la relación que Dios establece con su Pueblo.
Nuestra
Señora, como hija elegida de Sión, recapitula y transfigura en su
femineidad la condición de Israel/Esposa. Y en la escena de las
bodas de Caná, por ejemplo, María, a la que su Hijo llama «mujer»,
pide a Jesús que ofrezca como señal el vino nuevo de las bodas
futuras con la humanidad. Estas bodas mesiánicas se realizarán en
la cruz, donde, en presencia nuevamente de su madre, indicada también
aquí como «mujer», brotará del corazón abierto del
crucificado la sangre/vino de la Nueva Alianza.
Todo
eso significa que los esposos cristianos, injertados en el misterio
pascual y convertidos en signos vivientes del amor de Cristo y la
Iglesia, son renovados en su corazón y pueden así huir de las
relaciones marcadas por la concupiscencia y la tendencia a la sumisión,
que la ruptura con Dios, a causa del pecado, había introducido en
la pareja primitiva. Para ellos, hoy, la bondad del amor, del cual
la voluntad humana herida ha conservada la nostalgia, se revela con
acentos y posibilidades nuevas.
Pedimos
a la Virgen que la capacidad de acogida del otro, que hombres y
mujeres tenemos, así como la identidad femenina y masculina sea
garantía de felicidad para nuestro tiempo, tan confuso en muchas.
Vosotros, esposos cristianos, vosotros, religiosos y consagrados,
cuantos vivimos las distintas vocaciones cristianas, en el
matrimonio o en el celibato, mucho tenemos que aportar a nuestra
sociedad. Que Ella nos ayude, cuando hoy la honramos como nuestra
Patrona. Madre del Amor Hermoso, ruega por nosotros.
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Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo de Valladolid
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