Festividad de Nuestra Señora de Lourdes 

+ D. Casimiro López Llorente .Obispo de Zamora, España

 

11 de febrero de 2006

1. “Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis, alegraos de su alegría”. (Is 66, 10). Al celebrar la Fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, Titular y Patrona de ésta, vuestra parroquia, el profeta Isaías nos invita esta mañana a la alegría y a la acción de gracias. Las palabras del profeta, dirigidas a los judíos que regresaban del exilio de Babilonia, las aplicamos hoy a María, la Virgen de Lourdes: ella, la Virgen Madre Inmaculada, es la morada de Dios entre los hombres, signo elocuente y especialísimo del amor de Dios hacia los humanos; en ella y a través de ella, Dios nos muestra su amor misericordioso, nos da su paz y nos ofrece su consuelo.

 “Yo soy la Inmaculada Concepción”, así lo reveló María a Bernardette de Subirous en la gruta de Lourdes. María es “la llena de gracia”, preservada de toda mancha de pecado desde el mismo momento su concepción. Ella es la  Madre de Jesús y Madre nuestra, la primicia de la humanidad redimida, colmada del amor de Dios. Ella nos muestra así el verdadero rostro de Dios: Dios es amor, y crea por amor y para la vida sin fin en el amor. Así nos la ha recordado el Santo Padre, Benedicto XVI, en su primera encíclica “Dios es amor”, una Carta muy hermosa que os invito de corazón a leer y meditar. En la doncella virgen de Nazaret se manifiesta el Proyecto divino de Salvación trazado por el amor misericordioso de Dios “antes de la creación del mundo”.

Con las palabras de Libro de Judit, nos postramos en adoración y cantamos: “Bendito sea el Señor, creador del cielo y tierra” (Judit 13, 17-20, 18), que nos ha creado por pura gratuidad para el amor y para la vida. Aunque el ser humano se olvide de Dios y se cierre a Él, aunque quiera construir su mundo al margen del Creador, aunque intente erigirse en centro y en norma de todo y suplante a Dios en su vida, Dios sigue amando al hombre, lo busca, sale a su encuentro. No estamos destinados a perecer o a desaparecer en la nada. Dios “nos ha destinado en la persona de Cristo por pura iniciativa suya, a ser sus hijos” (Ef 1,4).

2. ¡Cómo lo supo entender María! Ella responde al amor de Dios con una fe total y la entrega plena de su persona a Dios. “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu  palabra” (Lc 1,38). María vive así su existencia desde la verdad de su persona, - la de todo ser humano, nuestra propia verdad- que sólo se descubre en Dios y en su amor. María es consciente de que nada es sin el amor de Dios, que la existencia humana sin Dios solo produce vacío en la vida. Ella sabe que la raíz de su existencia no está en sí misma, sino en Dios, que está hecha para acoger el amor y para darse por amor. Por ello vivirá siempre en Dios y para Dios, y así para los hombres, sus hermanos. En María, Dios dice “sí” al hombre y la mujer dijo “sí” a Dios. Y entonces Dios se hizo hombre. Misterio de amor incompresible por parte de Dios, misterio de fe admirable por María. Misterio que nos abre el camino hacia Dios y hacia los hermanos. María, aceptando su pequeñez, se llena de Dios, y se convierte así en madre de la libertad y de la dicha.

La Virgen de Lourdes es buena noticia de Dios para la humanidad. En ella irrumpe Dios, dador de amor y de vida, en la historia humana. Dios no deja a la humanidad aislada, en el temor o en el dolor. Dios busca al hombre y le ofrece vida y salvación, asumiendo en la Cruz el dolor humano hasta la muerte; y la Cruz se convierte en el árbol de la vida. La Inmaculada nos recuerda que Dios nos ama de modo personal, que quiere únicamente nuestro bien y nos sigue constantemente con un designio de gracia y misericordia, que alcanzó su culmen en el sacrificio redentor de Cristo.

En medio de un mundo que invita a prescindir de Dios, a suplantar a Dios y hacer del hombre la única fuente y meta de todo, también del bien y del mal, María Inmaculada nos llama a abrirnos al misterio de Dios y acogerlo en la fe. Sólo en Dios y en su amor está la verdad del hombre, de su origen y de su destino; sólo en Dios lograremos desarrollar lo mejor que hay en nosotros.

Cierto que la vida se nos torna a veces demasiado difícil. Pero no podemos achacarle a Dios la autoría de los males. Dios siempre estará no sólo a nuestro lado, sino de nuestro lado en Cristo Jesús: Él es Dios-con-nosotros. Por eso, quienes, por el Bautismo, ya participamos de la unción del Espíritu que reposa en Jesús, debemos apoyarnos constantemente en el Señor: Él siempre nos bendice pues no se olvida de que somos suyos. Él nos apacienta y nos conduce hacia la verdad plena y hacia la perfección del mismo Dios.

3. María nos enseña a estar junto a Jesús y a dejarse contemplar por Él.  Nos alienta a  dejar que Él penetre hasta lo más íntimo de nosotros. Él descubre nuestras alegrías y tristezas; Él conoce nuestra soledad y nuestras esperanzas; ante Él nada puede ocultarse, pues Él penetra hasta la división entre alma y espíritu.

En el evangelio de hoy (Jn 17, 25-27), Jesús desde la Cruz nos entrega a su Madre en la persona del discípulo amado; y el discípulo amado la acoge en su casa. María se convierte para nosotros en la encomienda que el Señor quiere hacernos a quienes hemos de convertirnos en sus discípulos suyos.

Si sabemos a acoger a María en nuestra casa, en nuestra existencia, en muestro corazón, ella impulsará con su maternal intercesión nuestra vida y nuestro testimonio de fe y de amor: a Dios y al prójimo. Porque ella nos quiere en una relación vivida en la comunión fraterna, capaz de ser luz puesta sobre el candelero para iluminar a todos.  Si Cristo y si María están en nosotros, viviremos como testigos del amor de Dios para todos, en especial para el que sufre, para los enfermos y para sus familias.

4. Acerquémonos, hermanos, con corazón bien dispuesto a la mesa de la Eucaristía, centro de la vida de todo cristiano y de toda comunidad cristiana. La Eucaristía es el alimento de la vida cristiana, la fuente de la comunión de Dios, con Dios y con los hermanos. Ella nos fortalece y nos envía a ser testigos del amor de Dios en el amor a los hermanos. Jesús nos ha reunido en torno a Él para que, juntos, celebremos su Misterio Pascual. Nosotros, como el siervo dispuesto a hacer la voluntad de su amo, estamos de pie ante Él para escuchar su Palabra y ponerla en práctica. Nuestra actitud no es la de quedarnos sentados como discípulos inútiles. Su Palabra, pronunciada sobre nosotros, nos invita a saber acoger a nuestro prójimo no sólo para hablarle del Reino de Dios, sino para hacérselo cercano desde un corazón que se convierte en acompañamiento del Dios-con-nosotros, que camina con el hombre desde la comunidad de creyentes en Cristo.

El trabajo por el Reino de Dios no se llevará adelante conforme a nuestras imaginaciones, sino conforme a las enseñanzas y al ejemplo que Cristo nos ha dado. Por eso, hemos de estar dispuestos a acoger en nuestro corazón a nuestro prójimo, a velar por él, a no abandonarlo ni a pasar de largo ante su dolor, ante su sufrimiento, ante las injusticias que padece. Cristo nos ha confiado el cuidado de los demás para fortalecerlos, para ayudarles a vivir con mayor dignidad, para mostrarles el amor de Dios.

5. A María, Salud de los enfermos y Consuelo de los afligidos, le encomendamos hoy, en la Jornada Mundial del Enfermo, a todos los que sufren la falta de salud, física, espiritual o mental; ella es la Madre solícita y compasiva de la humanidad que sufre. No podemos ocultar a los enfermos, no hay que marginar a los dolientes. Bajo su protección maternal ponemos también hoy a todos los que, de una manera u otra, trabajan en el mundo de la salud: directores de centros sanitarios, capellanes, médicos, investigadores, enfermeras, farmacéuticos y voluntarios. Bajo su manto protector ponemos también el servicio desinteresado de tantos sacerdotes, religiosos y laicos comprometidos en el campo de la salud, que atienden generosamente a los enfermos, a los que sufren y a los moribundos.

La Virgen María, al pie de la cruz permaneció fiel y escuchó a su Hijo; ella no rehuyó la encomienda de acoger al discípulo amado para ayudarle a caminar con su mismo amor y fidelidad. Que ella, nuestra Madre, interceda por nosotros, para que caminemos en una fe hecha obras de amor hacia los que sufren. Amén.

 

+ Casimiro López Llorente
Obispo de Zamora