María en la gloria: causa de nuestra alegría

+ S.E.R. Mons. Héctor Aguer, Arzobispo de la Plata, Argentina

 

Homilía en la solemnidad de la Asunción de nuestra Señora. 15 de agosto de 2005, Iglesia Catedral

             De antiguo, el 15 de agosto es una fecha mariana. En el siglo V, en Jerusalén, este día estaba dedicado a la Madre de Dios; se celebraba precisamente el título de Theotókos en el cual se encierra el papel de María en la historia salvífica y el misterio mismo de la salvación. Por entonces ya era tradicional la veneración de los mártires, que se cumplía precisamente en su aniversario, el día de su muerte, es decir, de su nacimiento al cielo. La Iglesia quiso también celebrar el dies natalis de la Virgen santísima, de modo que a comienzos del siglo VI la fiesta del 15 de agosto ya estaba destinada a conmemorar su dormición, su tránsito, su asunción. En realidad, muy pronto los fieles cristianos comenzaron a preguntarse cómo habría concluido su vida la Madre de Jesús; lo hicieron espontáneamente ante la ausencia de una noticia al respecto en el texto de la Sagrada Escritura. El obispo San Epifanio sostenía que en la Biblia se guarda completo silencio sobre el acontecimiento a causa de la grandeza del prodigio, para no agobiar a los hombres con un asombro excesivo; y, él, manifestando un agudo sentido del misterio, confesaba que de eso no se atrevía a hablar.

 

            Los historiadores han reunido multitud de testimonios, signos y vestigios de la antigua creencia; era la fe común de la Iglesia: en el depósito de la verdad que a ella le fue confiado por Dios se contenía la realidad de la Asunción. El Espíritu Santo fue guiando a los pastores y doctores y a la comunidad de los fieles hacia una comprensión cada vez más explícita de este misterio. Quizá el testigo más ilustre de la tradición sea San Juan Damasceno, que en su encomio de la dormición de María exclamaba con entusiasmo: Era necesario que aquella que en el parto había conservado intacta su virginidad, conservase también sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Era necesario que la Esposa del Padre habitara en los tálamos celestiales. Era necesario que aquella que había visto a su Hijo en la cruz y había padecido allí el filo de la espada, el dolor que no experimentó al darlo a luz, lo contemplara entronizado con el Padre. Era necesario que la Madre de Dios poseyera lo que corresponde al Hijo y que fuese honrada por todas las criaturas como Madre y servidora de Dios. Este Padre de la Iglesia quería expresar así la altísima conveniencia de la glorificación corporal de María, como una consecuencia lógica de su elección, de su vocación, de su ser.

 

            Hace cincuenta y cinco años el Papa Pío XII definió ser dogma de revelación divina que la inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asumida en cuerpo y alma a la gloria celestial. La verdad de fe ha sido formulada con absoluta sobriedad, sin conceder nada a la imaginación o a la curiosidad; no se aventura en detalles. Fue asumida, dice; el verbo asumir, del que deriva el sustantivo asunción, significa atraer a sí, tomar para sí. Dios tomó consigo a María, en cuerpo y alma, para reunirla con Cristo resucitado; la arrebató, aunque sin violencia, con la exquisita suavidad de un arrobamiento, para que fuera la primera después de Cristo en alcanzar la plenitud total, la gloria de la resurrección de la carne. Se cumplió en ella -¡y de qué modo!- la aspiración del salmista, que descubrió el misterio de la retribución ultraterrena: Dios librará mi vida de las garras del abismo, porque él me tomará consigo (Salmo 48, 16); Yo estaré siempre contigo... me conducirás con tu consejo y al fin me recibirás en la gloria (Salmo 72, 24).

 

            María pudo haber pronunciado muchas veces estas frases, unida a la oración de su pueblo, pero en su caso proclamaba algo único, singular. Quien lo decía es la Inmaculada; sobre ella el pecado, que lleva a la muerte y es causa de corrupción, jamás ejerció poder alguno. Es la Madre de Dios que engendró de su carne al Verbo del Padre; la acción del Espíritu Santo preservó integralmente su virginidad en la concepción de Jesús, en el parto y después de él. En su asunción, María se muestra como prototipo de la humanidad redimida, como el miembro más insigne de la Iglesia, pueblo de Dios de la nueva alianza; en ella se cumplieron ya plenamente todas las esperanzas de los fieles. Ella señala la meta que es la unión total y definitiva con Cristo en la gloria de la resurrección de la carne, y a la vez arroja luz sobre el camino de la vida presente: nos infunde ánimo, para que no desfallezcamos en las pruebas, sostiene con su ejemplo nuestra fe, nos invita a compartir su humildad, su actitud de servicio y de completa adoración. Suscita nuestra esperanza y con ella nuestra alegría. Alégrense en la esperanza, decía San Pablo a los romanos, y es verdad: la posesión anticipada, en el deseo, en la expectativa cierta, ensancha el alma y la llena de gozo. Pero para nosotros hoy también vale enunciar la orden al revés: la alegría que experimentamos al contemplar a la Virgen Santa en la gloria radiante de su asunción desencadena nuestra esperanza, el deseo de seguirla y de estar con ella, apoyados para desearlo en la misericordia y la omnipotencia de Dios. Porque hoy participamos de su alegría; hoy y siempre, fijando la mirada del alma en ese ícono, en esa imagen de la felicidad que nos aguarda, obtenemos el don de la perfecta alegría, capaz de vencer toda amargura, todo desfallecimiento del corazón para que sigamos a pie firme en el camino. Para que no se desdibuje la traza de nuestra peregrinación.

 

            Es importante subrayar el carácter corporal de la asunción: en cuerpo y alma fue llevada al cielo. El cuerpo glorioso de María junto al cuerpo glorioso de su Hijo, en una suerte de continuidad con nosotros, con nuestra materia corpórea, con esta tierra que aguarda su transfiguración, nos descubre el sentido del cuerpo e ilustra cabalmente la enseñanza del apóstol: el cuerpo no es para la fornicación sino para el Señor, y el Señor es para el cuerpo... ¿no saben acaso que sus cuerpos son miembros de Cristo?... ¿no saben que sus cuerpos son templo del Espíritu Santo, que habita en ustedes y que han recibido de Dios? (1 Cor. 6, 13.15.19).

 

            Los sacramentos de la Iglesia santifican también nuestro cuerpo; la Eucaristía en la que el mismo Cristo es nuestro alimento custodia la pureza de nuestros sentidos y prepara nuestra carne para la resurrección. A través de realidades sensibles se nos comunica la gracia en un inefable contacto con la naturaleza divina que nos encamina al misterio de la asunción.

 

            De todo esto nos habla la contemplación de la gloria de María, nos conmueve con el gozo de la más luminosa esperanza. Como si ella nos dijera, por boca del poeta: Hombre, arrodíllate, sígueme con la mirada y canta (R.M. Rilke: Tránsito de María, III).

 

            El de hoy es un día especialísimo para la familia platense de Schönstatt, que recuerda que hace cuarenta años la pequeña “capilla de gracias”, la Gnadenkapelle fue plantada en el jardín del arzobispado, a la sombra del santuario de la Iglesia, que es la catedral.  En este momento quiero saludar con afecto a los miembros de esta familia espiritual que se han congregado para celebrar ese aniversario para ellos memorable. Pienso en las innumerables gracias que el Señor ha derramado sobre sus fieles amigos, por la mediación de su Madre Santísima, durante esas cuatro décadas. ¡Cuántos secretos se han tejido en ese ámbito íntimo y sereno, cuántos minúsculos milagros cotidianos! Estoy seguro de que muchos hombres y mujeres, muchos jóvenes, en particular, han sido impulsados allí a vivir con intensidad la experiencia cristiana, han percibido la necesidad de robustecer su identidad bautismal como miembros de la Iglesia y recibieron la convicción de estar destinados a ejercer una misión en el mundo, a favor de nuestros hermanos, para velar por su dignidad y sus necesidades, para acercarlos a Cristo.

 

            En esta bella solemnidad de la Asunción pido para ustedes, queridos miembros de la familia schönstattiana, que María los conduzca incesantemente a profundizar el misterio de la comunión con Cristo y con los hermanos. Que ella los ratifique, con su intercesión maternal y con su ejemplo, en una firme fidelidad al patrimonio de la fe transmitida por la corriente viva de la tradición. Que les infunda un sincero y ardiente amor a la Madre Iglesia, que no sólo afronta la persecución y la indiferencia del mundo, sino que muchas veces es zaherida y agraviada por sus propios hijos.

 

            La cercanía de la “capilla de gracias” junto a la catedral, templo de la cátedra, símbolo de la Iglesia en su arraigo local, es una realidad física, por decirlo así, en providencial sintonía con el nombre de la realidad eclesial que es la familia de Schönstatt, la cual se llama y se considera “movimiento apostólico”. Pues bien, en el adjetivo se implica la relación a los apóstoles y a sus sucesores, la vinculación al obispo, sucesor de los apóstoles, principio de unidad de la Iglesia particular que él preside en nombre de Cristo y como vicario suyo. Aprecio de corazón la presencia y el aporte que este “movimiento apostólico” brinda en nuestra arquidiócesis; invito a todos sus miembros a insertar en la peculiaridad de la misma, con lealtad y generosidad crecientes, los valores espirituales propios y el afán apostólico y misionero, para confluir en los objetivos y proyectos pastorales que se trazan y ejecutan bajo la conducción del obispo. Así estarán participando en la edificación de la Iglesia particular, en la que se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica (Conc. Vaticano II: Christus Dominus, 11).

 

            Queridos hermanos: el hoy de la liturgia hace presentes los misterios de la fe y nos incorpora vitalmente a ellos. ¡Abramos nuestros corazones a la gracia que brota de la Asunción! Así la invocaba el siervo de Dios Pío XII el 1º de noviembre de 1950, después de proclamar el dogma de la glorificación de María: tenemos la vivificante certeza de que tus ojos, que han llorado sobre la tierra regada con la sangre de Jesús, se volverán hacia este mundo, atormentado por la guerra, por las persecuciones y por la opresión de los justos y de los débiles, y entre las tinieblas de este valle de lágrimas esperamos de tu luz celestial y de tu dulce piedad alivio para las penas de nuestros corazones y para las pruebas de la Iglesia y de nuestra patria. Creemos, finalmente, que en la gloria, donde reinas vestida de sol y coronada de estrellas, Tú eres, después de Jesús, el gozo y la alegría de todos los ángeles, de todos los santos. Nosotros, desde esta tierra donde somos peregrinos, confortados por la fe en la futura resurrección, volvemos los ojos hacia ti, vida, dulzura  y esperanza nuestra. Atráenos con la suavidad de tu voz para mostrarnos un día, después de nuestro destierro, a Jesús, fruto bendito de tu seno, ¡oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!