La inmaculada y la actualidad

+ S.E.R. Mons. Héctor Aguer, Arzobispo de la Plata, Argentina

 

El 8 de diciembre de 1854 –hace hoy ciento cincuenta años– el Papa Pío IX definió el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. La Iglesia fue avanzando progresivamente en la comprensión de este misterio, todo él contenido, como en germen, en el saludo que el ángel de la anunciación dirigió a la doncella de Nazareth: “¡Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo!” La expresión “llena de gracia” la registra en griego el Evangelista Lucas como si fuera un nombre de pila, como el nombre por excelencia de la Madre de Dios. Suena así: “kejaritoméne”, es decir, favorecida en plenitud, colmada de todos los dones divinos. 

            Al escuchar el relato de aquella escena del Evangelio, al meditar en aquellas palabras arcangélicas y al repetirlas como alabanza y súplica, los fieles cristianos aprendieron a venerar a la Madre de Jesús y a reconocerla como “panagía”, toda santa; con la intuición certera de la fe afirmaron su santidad inicial y perfecta. Los himnos litúrgicos compuestos por poetas extáticos, la predicación ordinaria de los pastores de la Iglesia, la devoción de la gente sencilla y luego los múltiples recursos de todas las artes, precedieron a la demostración teológica y a la precisión de la fórmula dogmática. 

            La verdad de fe católica que hoy se conmemora no se refiere al modo como María concibió a Jesús –a saber: virginalmente, sin intervención de varón, por obra del Espíritu Santo– sino a la identidad personal de la Virgen que, desde el primer instante de su existencia fue totalmente de Dios, eximida de contraer aquella desmedrada situación que marca objetivamente a todo ser humano desde su concepción y que llamamos pecado original. Ella fue engendrada naturalmente por sus padres y procede del linaje de Adán, envejecido por el pecado; pero en ella se anticipó, sobreabundante, la gracia de la redención de modo que el nuevo Adán, Jesucristo, brotara en tierra limpia, para que en su madre, la nueva Eva, despuntara la nueva creación, nuevo prodigio del amor de Dios que infunde y crea la bondad en las cosas. 

            Tal es el significado de la Inmaculada Concepción. Para abordar el conocimiento de realidades que nos superan enormemente se suele emplear como método una vía de negación. Por eso, para designar la situación única de María pueden acumularse términos negativos: inmaculada, incorrupta, ilesa, impoluta, intacta, incontaminada; así remarcamos la ausencia en ella de todo pecado y del estrago espiritual y la confusión que son su gravosa secuela. Expresada en términos positivos, la situación originaria de la Virgen se comprende como una singularísima integridad que armoniza en la raíz de su alma la perfecta sencillez con una profundidad que no admite parangón, la lucidez de una conciencia experimentada –sin ingenuidad– con la más pura inocencia, la obediencia rendida y fiel con la más espontánea libertad y una fuerte y suave capacidad de amar. Una plenitud de participación en la santidad de Dios, una maravillosa inmediatez con Él. 

            Cuando el Beato Pío IX definió el dogma de la Inmaculada ya había arraigado hondamente la mentalidad que caracteriza el mundo moderno y que se funda en una ficción, en la afirmación antojadiza de que el hombre no necesita ser salvado. Es la fantasía, que sólo ha producido efectos desastrosos, del hombre “naturalmente bueno”. Un hombre así concebido –a la manera de Rousseau– podría vivir entregado a sus instintos, sensaciones y sentimientos; las nociones morales que encauzan la vida serían prejuicios colectivos alienantes. Al afirmar que únicamente María Santísima fue concebida sin pecado original, la fe católica nos transmite una visión realista de la condición humana. Nos invita a reconocer que, a causa del pecado original, el hombre experimenta, junto con muchos impulsos que lo dirigen al bien, una inclinación nativa al mal, y que tiende a introducir el mal en las relaciones sociales, a infectar a la comunidad. Por eso necesita ser redimido, regenerado por la gracia de Cristo, para orientarse hacia la salvación y para contribuir a la regeneración de la sociedad. La libertad, liberada del orgullo, del egoísmo y del desorden de las pasiones, puede ponerse entonces al servicio de los demás. La figura de la Inmaculada se ofrece al hombre desengañado de las viejas utopías pero atraído por nuevas ilusiones y escapatorias, como signo de redención, de esperanza cierta y de liberación total que pueden alcanzarse en la obediencia de la fe, en la aceptación del Amor crucificado. 

            La devoción popular y la cultura religiosa de la Argentina están marcadas por el signo de la Pura y Limpia Concepción, presente en las advocaciones marianas de Luján, Itatí y el Valle de Catamarca. ¡Quiera Dios que ese signo sea prenda de conversión y de salud para esta patria terrena cuya bandera ha sido pintada con los colores de la Inmaculada!  

+ Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata