Consagrados a la Inmaculada

+ S.E.R. Mons. Héctor Aguer, Arzobispo de la Plata, Argentina

 

Homilía en la Misa de aniversario de la dedicación de la Iglesia Catedral y renovación de la consagración de la Arquidiócesis a la Inmaculada Concepción.

21 de noviembre de 2004. 

            Al concluir el ciclo litúrgico, la Iglesia nos invita a dirigir nuestra mirada –la de nuestra inteligencia y la del corazón– hacia la grandiosa figura de Cristo, Rey del universo. En el ábside de las antiguas basílicas, en mosaicos y frescos que aún hoy día son objeto de admiración, aparece representado el Señor, deslumbrante de majestad y belleza: es el Resucitado, que vuelve para juzgar al mundo, rescatar a sus elegidos e instaurar definitivamente su Reino. El apóstol San Pablo, que recibió la impresión imborrable de la presencia de Jesús en el camino de Damasco, vuelve a contemplarlo en el himno con el que encabeza la Carta a los Colosenses. Como hemos escuchado hace un momento, lo llama Imagen del Dios invisible, Primogénito de toda la creación, Principio en el cual reside toda la plenitud de la divinidad, Cabeza del Cuerpo de la Iglesia; proclama la preeminencia absoluta de Cristo, que es la razón de ser de todo cuanto existe, y lo presenta como el único Mediador y Salvador. Éste es el significado profundo de la realeza de nuestro Señor Jesucristo: todo le pertenece por derecho de naturaleza, por ser Él la Sabiduría creadora de Dios que ha entrado, hecho hombre, en la historia de los hombres, y le pertenece asimismo por derecho de conquista, en virtud de la redención consumada al precio de su sangre. Por eso, el Papa León XIII pudo decir que todo el género humano está bajo la potestad de Jesucristo (Enc. Annum sacrum, 25.5.1899). 

            Contemplando a Cristo Rey la Iglesia comprende más cabalmente su misión, que consiste en conducir a todos los hombres al reconocimiento del suavísimo imperio del Señor y a aceptarlo libremente mediante la fe y el amor. Para nosotros, cristianos, es una fuente de permanente alegría saber que pertenecemos a Cristo, que estamos consagrados a Él, en lo más hondo e íntimo de nuestro ser personal, por el carácter del Bautismo y de la Confirmación. Además, esta consagración objetiva por la cual somos y nos llamamos cristianos, es asumida y prolongada por una determinación libre, por una decisión de amor, cuando nos resolvemos a vivir efectivamente nuestra pertenencia total y exclusiva al Señor y lo proclamamos en un acto de consagración que implica un nuevo vínculo, una relación especialísima con Dios.

             Rigurosamente hablando, sólo a Dios podemos consagrarnos con ese gesto religioso que se llama devoción, es decir: entrega, don total e irrevocable, compromiso pleno de adhesión, obediencia y amor. Sólo al Dios Uno y Trino, y a Jesucristo, uno de la Trinidad, verdadero Dios y verdadero hombre. Pero la tradición de la Iglesia y el ejemplo de los santos nos aseguran que también podemos consagrarnos a la Santísima Virgen María, y hacerlo en sentido propio, aunque secundario. Ella, por su maternidad divina, se encuentra en el centro de la economía de la salvación; como Madre de todos los hombres participa misteriosamente de la función vivificadora de Cristo y abarca con su influjo a todo el género humano. También de Ella –la primera de los redimidos– dependemos en nuestro ser de gracia. En realidad, nos consagramos a María para ser de Cristo. Así lo explica San Luis Grignion de Montfort, el gran apóstol de la consagración mariana: Esta devoción consiste en darse enteramente a la Santísima Virgen para pertenecer completamente a Jesucristo por Ella. Y añade: La consagración se hace a un mismo tiempo a la Santísima Virgen y a Jesucristo: a la Santísima Virgen, como al medio perfecto que Jesucristo ha escogido para unirse a nosotros y unirnos a nosotros mismos con Él; y al Señor, como a nuestro fin último, al cual debemos todo lo que somos como a nuestro Redentor y a nuestro Dios (Tratado de la verdadera devoción, cap. 4 art. 1). El mismo santo reconoce que tal consagración se identifica con la perfecta renovación de las promesas del Bautismo. 

            Hoy celebramos y actualizamos la memoria de dos acontecimientos de consagración verificados hace cuarenta y cinco años: el 16 de noviembre de 1959 fue dedicada la Iglesia Catedral bajo el título de la Inmaculada Concepción y cinco días después la Arquidiócesis Platense fue consagrada a la Virgen Santísima en la misma advocación de la Inmaculada. Al conmemorar estos dos hechos de dimensión sobrenatural, cuyo altísimo significado sólo es perceptible a los ojos de la fe, queremos renovar el gesto religioso cumplido entonces y ofrecernos nuevamente a María para vivir la filiación mariana que resulta de nuestra incorporación a Cristo, para cultivar con mayor empeño las virtudes evangélicas que distinguen a la Madre del Señor: fe, humildad, pureza de corazón, amor a Dios y a los hermanos. Al reiterar nuestro acto de consagración contamos con que Ella, la Virgen Inmaculada, está siempre en disposición de ser-para nosotros, en imitación de Cristo y en realización perfecta del principio que resume la existencia cristiana. Nosotros, por nuestra parte, con la reciprocidad que corresponde a una alianza, profesamos la decisión cristiana fundamental: ser-para Jesucristo por medio de María, y así consagrarnos a la extensión del Reino, poniendo al servicio de los demás los dones que hemos recibido, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios (1 Pedro, 4, 10). 

La gracia de esta consagración no se agota en la vivencia interior ni limita su influjo a los momentos de intimidad con Dios en la oración o a la participación litúrgica. Está destinada a animar con sentido católico la vida cotidiana, para consagrar el mundo a Jesucristo. Así lo recordaba el Concilio a los fieles laicos, llamados por Dios para contribuir desde dentro, a modo de fermento, a la santificación del mundo mediante el ejercicio de sus propias tareas, guiados por el espíritu evangélico (Lumen gentium, 31). A ellos, como miembros activos de la Iglesia, les incumbe la restauración de todo el orden temporal (Apostolicam actuositatem, 5). Si la consagración a Jesús por medio de María se identifica con la perfecta renovación del compromiso bautismal, ese gesto de devoción nos adscribe al servicio de Cristo Rey, nos alista como participantes de su realeza. Juan Pablo II atribuye singularmente a los laicos esta misión: Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos participan en su oficio real y son llamados por Él para servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. Viven la realeza cristiana, antes que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos el reino del pecado; y después en la propia entrega para servir, en la justicia y en la caridad, al mismo Jesús presente en todos sus hermanos, especialmente en los más pequeños (Christifideles laici, 14). 

La relación que esta Iglesia Catedral y la comunidad arquidiocesana han adquirido con María en virtud del respectivo acto de dedicación y consagración, nos refiere a Ella en cuanto que es la Inmaculada Concepción. La doctrina de la fe proclama que la gracia de la redención se anticipó, sobreabundante, en la mujer elegida para ser madre del Salvador del mundo, de modo que el nuevo Adán brotara en tierra limpia, de raíz humana pero exenta de aquel “pecado” que reside en la humanidad por la rebelión de los primeros padres. En ella despunta la nueva creación. Desde el primer instante de su existencia personal, María fue totalmente de Dios, puesta en una íntima conexión con el Reino mesiánico, con su Hijo, futuro y a la vez cercanísimo a Ella; se vio libre así de la confusión y el estrago que provienen de la culpa original, adornada con la integridad y belleza, con la plenitud y la fuerza de una nueva humanidad recreada por el amor divino, por el Espíritu de santidad. 

            La Iglesia fue avanzando progresivamente en la comprensión de este misterio, encerrado en las palabras del ángel de la anunciación: ¡Alégrate, llena de gracia! (Lucas 1, 28). Hace ciento cincuenta años, el Beato Pío IX declaró con sentencia infalible que la Inmaculada Concepción de María es dogma de fe; esta verdad se ofrece hoy a la sociedad contemporánea, envejecida por el olvido de Dios y de sus raíces cristianas, al hombre desengañado de las viejas utopías y atraído por nuevas ilusiones y escapatorias, como signo de redención, de esperanza cierta y de liberación total que pueden alcanzarse en la obediencia de la fe, en la aceptación del Amor crucificado. Para nosotros, la consagración a la Inmaculada expresa, como fórmula y vivencia, la fidelidad a Cristo y a su Evangelio, la respuesta a nuestra vocación de santidad. 

            En aquel noviembre de 1959, el entonces arzobispo Antonio José Plaza pronunció el acto de consagración en nombre de la comunidad arquidiocesana. Al concluir esta celebración eucarística renovaremos ese gesto de adhesión al Señor y de piedad filial para con su Madre. Será otra vez la arquidiócesis quien lo haga, como sujeto colectivo, también por boca del obispo, que la representa personalmente, sobrelleva la carga y ejerce la autoridad sagrada de trabar este nuevo compromiso. Lo haremos empleando las mismas palabras de entonces y ante la misma imagen de la Inmaculada hacia la cual se volvieron con fervor, aquel día, las miradas de los fieles. Entregamos lo que somos; es por tanto la comunidad católica, esta porción del Cuerpo Místico de Jesucristo, la Iglesia particular de La Plata la que se consagra nuevamente a María. Sin embargo, asumimos en el corazón e incluimos en la plegaria a todos los hombres y mujeres que pueblan el territorio de la arquidiócesis, cualquiera sea su condición, especialmente a los más necesitados de la misericordia de Dios; también por ellos nos consagramos, pidiendo que el Señor los encamine a la salvación. 

            Con humildad, confianza y alegría renovaremos el gesto de la dedicación, abrigando una esperanza: que por mediación de María la Iglesia arquidiocesana, cada día más fecunda, se llene de gozo por la santidad de sus hijos y atraiga a su seno a todo nuestro pueblo (cf. Misal Mariano, Oración colecta de la Misa 25).

 

+ Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata