Bendita sea tu pureza

+ S.E.R. Mons. Antonio Marino, Obispo Auxiliar de la Plata, Argentina

 

A 150 años del dogma de la Inmaculada Concepción y 45 años de su patronato sobre la Arquidiócesis de La Plata 

Tiene, sin duda, la ciudad de La Plata muchos encantos. Pero nadie negará que, por variados que sean, todos palidecen ante la majestad imponente de su catedral. Admirable por su arquitectura, no lo es menos por la calidad de sus vitrales y el valor de sus tallas de madera, en las cuales los hermanos Mahlknecht y Leo Moroder inmortalizaron su arte, en singular conjunción de profunda religiosidad y refinada estética.

La Crucifixión, la Inmaculada, San Ponciano y San José, obras de Moroder, sobresalen en el conjunto por su magnitud y belleza. Oigamos la voz autorizada de Osiris Chiérico:

 

Entre ellas se destaca la estatua de Nuestra Señora, realizada con un sentimiento de religiosidad que desborda la figura evocada, o más, que la encarna más allá de la representación, que puede encontrarse en el amor con que está modelada, el gesto de las manos, la pura expresión del rostro, hasta los armoniosos pliegues de su vestidura. Sin lugar a dudas, la Inmaculada de Moroder es uno de los tesoros más preciados de la Catedral. En ella pueden fundirse la oración y la admiración[1].

 

Coincidimos plenamente con su juicio: “La Virgen, a quien está dedicada la Catedral, es el más bello encuentro que aguarda al fiel que ha recorrido naves y cruceros y ha dialogado con vitrales y columnas” [2]. Allí provoca admiración desde 1967. El mismo Moroder juzgaba esta obra suya entre las más importantes y decía: 

La imagen y sus manos unidas hacia el cielo confirman un gesto en el que hallé, profundamente, el universo de la bondad (…) Plasmé un rostro de perfil recto y austero, pero que reuniera en la mirada el candor y la fe; y en la boca la inmensidad del existir, en una vaga sonrisa[3]. 

El 21 de noviembre de 1959, el arzobispo de La Plata, Antonio José Plaza, había consagrado solemnemente la arquidiócesis a la Inmaculada Concepción, delante de una talla de madera, anterior a la actual de Moroder, que hoy se conserva en el Seminario Mayor San José. El patronato fue concedido por el papa Juan XXIII, mediante el Breve del 10 de junio de ese mismo año, en el cual el Sumo Pontífice “confirma, constituye nuevamente y declara para siempre a la Bienaventurada Virgen María, bajo la advocación de la Inmaculada Concepción, como patrona principal de toda la Arquidiócesis de La Plata” [4].

El próximo 8 de diciembre se cumplirán los ciento cincuenta años desde el día en que alcanzó su culminación un movimiento ascendente y multisecular, secretamente impulsado por el Espíritu Santo, cuando el Papa Pío IX, en la bula Ineffabilis Deus, proclamó solemnemente desde la Basílica Vaticana de San Pedro el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen, en los siguientes términos:

 

Para honor de la Santa e individua Trinidad, para gloria y esplendor de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y aumento de la religión cristiana, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, la de los santos apóstoles Pedro y Pablo y la Nuestra, declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano, está revelada por Dios; y, por consiguiente, ha de ser creída firme y constantemente por todos los fieles[5].

 

Para la Iglesia platense, es significativo recordar que la columna coronada por una imagen de la Inmaculada, colocada sobre el frente de la catedral, en la esquina de 14 y 53, fue erigida para conmemorar los cincuenta años de la proclamación del dogma, en diciembre de 1904, a instancias de la Congregación de las Hijas de María de la Iglesia de San Ponciano, quienes invitaron a todas las filiales del país a adherirse en la construcción del primer monumento público del país en honor de la Inmaculada. El mismo fue apadrinado por todos los obispos argentinos, y bendecido al año siguiente para la misma fecha. Así lo recuerdan cuatro placas colocadas en la base del monumento.

 Sirven los aniversarios para mantener la vigencia de lo que recordamos. Sirven también para ahondar en la conciencia de una identidad que permanece y triunfa sobre la precariedad de las cosas temporales. Cuando se trata de los misterios de nuestra fe, el recuerdo se vuelve memorial objetivo y ocasión de gracia. Puedan estas líneas contribuir a un mejor conocimiento y mayor gloria de aquella que llamamos simplemente “la Purísima”.

 

I. La Inmaculada en la historia del dogma

 

Desde hacía varios siglos, España estaba a la vanguardia de este movimiento mariano y concepcionista, sobre todo a partir del siglo XVI y a lo largo del XVII, en los que se encontraba en el apogeo de su irradiación cultural en todos los órdenes.

Pero antes de mostrar el aporte específico de España en el desarrollo del culto y de la doctrina sobre la Inmaculada, será preciso retroceder muchos siglos para descubrir sus raíces más remotas. Éstas se hunden en el humus fecundo de la fe de la Iglesia en la era patrística, aunque su fruto maduro en conceptos y fórmulas precisas, llegará tras una larga paciencia de siglos, luego de un arduo ejercicio de la razón amante y contemplativa iluminada por la fe, proceso en el cual la acción sobrenatural del “Espíritu de la verdad” (Jn 16,13), respetará el modo de ser histórico de nuestra naturaleza humana: valiéndose de verdades parciales, las irá conduciendo a “la verdad total”, la verdad “católica”.

Sucede con el dogma mariano algo semejante a lo que acontece en nuestra maduración intelectual: la experiencia vital precede al razonamiento y la intuición se anticipa a la palabra. Sabe el niño lo que significa el amor de sus padres sin hacer una teoría, y el rudo puede, con sus actitudes y refranes, decir verdades de a puño sin haber estudiado. El simple fiel que al pasar ante la reserva del Santísimo Sacramento hace una genuflexión, está confesando su profunda fe en la presencia real. No obstante, a la hora de explicar, de desarrollar en discurso organizado y racional aquello mismo que ellos bien conocen en el nivel de la experiencia y de la vida, todos ellos pueden asemejarse al infante, que balbucea y ensaya articular sus sentimientos y percepciones, en vagidos que requieren la tarea interpretativa de una madre.

 

La santidad perfecta e inicial de María en los primeros siglos

En el siglo II, el escrito apócrifo llamado Protoevangelio de Santiago[6], narra la milagrosa concepción de María en el seno de Ana, durante la ausencia de Joaquín, tras un anuncio angélico a éste. El texto parece afirmar la concepción virginal de María, sin intervención de Joaquín. Se trata, sin duda, de un ejercicio de la fantasía, que sin embargo refleja el deseo de extender la pureza de la Virgen hasta sus mismos orígenes. Estamos ante “la expresión falsa de una verdad confusamente sentida”[7].

En el terreno sólido de la patrística, la Iglesia desde los primeros siglos, percibe y celebra la fe de María y la perfecta santidad de quien fue elegida como madre del Salvador. Ella es “panagía” (¡toda santa!), dicen los Padres griegos. Nada que tenga que ver con el pecado es compatible con ella. Es “inmaculada”, de conducta irreprochable, exenta de toda culpa personal[8].

En una homilía sobre la Asunción, que puede ser datada entre los años 550 al 650, el obispo Theoteknos de Livias, en Palestina, además de referirse a María como “santa y toda hermosa”, “pura y sin mancha”, al hablar de su nacimiento afirma: “Nace como los querubines, aquella que es de una arcilla pura e inmaculada”[9]. La discreta alusión a Eva y la comparación con los querubines, implican una santidad original.

 

San Agustín y el planteo de la concepción de María

El problema de una “concepción inmaculada” no podía plantearse teológicamente antes de que se formulara en términos expresos y formales la doctrina de la gracia y la del pecado original, considerado éste como una condición de la naturaleza humana desposeída de la gracia divina y en lejanía y enemistad respecto de Dios, condición que afecta a todo hombre desde el origen mismo de su existencia (pecado original originado); y que, además, el hombre hereda de la culpa personal de Adán (pecado original originante). Será San Agustín, en el siglo V, el primero en desarrollar en occidente la doctrina de la gracia y del pecado original.

Sabe bien el obispo de Hipona, en polémica con Pelagio, que sin la acción oculta de la gracia en el corazón y en la libertad misma del hombre, no puede éste liberarse del pecado. Pelagio, fino humanista, a quien dicha concepción de la gracia como una moción divina que se ejerce sobre la voluntad, le parece un agravio a la libertad del hombre, en su afán moralizante confiaba excesivamente en el poder de la libertad, y se esforzará por mostrar que cuando el hombre quiere, con su libre arbitrio puede obrar el bien y evitar el mal. Argumentará presentando el caso de María, a quien “la piedad exige que la confesemos exenta de pecado”. Aun dentro de su error fundamental sobre la gracia, Pelagio está atestiguando lo que confiesa la “piedad”, vale decir la fe de la Iglesia o sensus fidelium acerca de la santidad personal de María. A su vez, San Agustín, plenamente convencido de que la eximia santidad personal de María es obra de la misma gracia, responderá magistralmente:

 

Exceptuando, pues, a la santa Virgen María, acerca de la cual, por el honor debido a nuestro Señor, cuando se trata de pecados, no quiero mover absolutamente ninguna cuestión (porque sabemos que a ella le fue conferida más gracia para vencer por todos sus flancos al pecado, pues mereció concebir y dar a luz al que nos consta que no tuvo pecado alguno)...[10]

 

Si María no pecó, ello no se debe al mero ejercicio recto de su libre albedrío, al margen del influjo de la gracia sobre ella, sino precisamente a una sobreabundancia de la gracia en la Madre del Señor.

Pero Julián de Eclana, discípulo de Pelagio, al cuestionar la doctrina agustiniana del pecado original, llevará las cosas más a fondo. Según Pelagio y sus discípulos, el pecado de Adán es sólo el primer pecado entre los muchos que cometemos los hombres; de este modo, nuestro primer padre ejerce un mal ejemplo que se difunde. Si, en cambio, como quiere Agustín, éste fuera una condición con la cual nacemos, “tú adscribes a María al poder del diablo por la condición misma de su nacimiento”, objeta Julián. Una vez más, como vemos, aparece María en esta controversia como punto crítico de verificación o contradicción de una doctrina. Sin ser la concepción de María el centro de la discusión, Julián invoca este aspecto para poner en aprietos a San Agustín. Nuevamente, el error pelagiano nos transmite de paso el común sentir de la Iglesia acerca de la santidad perfecta y original de María. Si la enseñanza de Agustín sobre el pecado original, como condición heredada o contraída por nacimiento, fuese correcta, esto implicaría proyectar sobre María una sombra de pecado, lo cual va contra el sentir de la piedad y de la fe.

La respuesta del santo obispo consistirá en destacar el triunfo de la gracia de Cristo sobre María, mediante un renacimiento que la libra del poder del demonio: 

“No atribuimos al diablo poder alguno sobre María en virtud de su nacimiento, pero sólo porque la gracia del renacimiento vino a deshacer la condición de su nacimiento”[11].

 

Esta respuesta encierra una objetiva ambigüedad: ¿debemos pensar, entonces, que la gracia de Cristo libera a María de la conditio nascendi con la cual todos venimos al mundo, y que ella –aun siendo santísima en su vida personal-, la habría igualmente contraído como todos nosotros? Si unimos este texto a otro pasaje de la misma obra, donde San Agustín señala como factor transmisor del pecado original al desorden de la concupiscencia en la unión sexual, entonces tenemos base objetiva para concluir, dentro de estos supuestos, que María, “nacida de la carnal concupiscencia de sus padres”, a diferencia de Cristo, lo ha efectivamente contraído[12].

A primera vista, parecería que Julián de Eclana y los pelagianos se encuentran en este punto más próximos al dogma definido por la Iglesia muchos siglos más tarde, que el mismo San Agustín. Sin embargo, se trata sólo de una apariencia superficial. En efecto, según la doctrina pelagiana todos somos concebidos sin contraer el pecado original, con lo cual su defensa de la santidad original de María se convierte en una afirmación banal. Si algo significa el dogma de la Inmaculada, es precisamente el triunfo más radical de la gracia redentora de Cristo sobre una creatura: su Madre. Y esto, aun con imperfecciones, está más asegurado en San Agustín y resulta negado en los pelagianos[13].

En este punto, la respuesta del gran padre y doctor de occidente, condicionará por siglos la búsqueda de un lenguaje sobre la santidad perfecta y original de María, intuida y celebrada en oriente y occidente. Al mismo tiempo, en el occidente latino ha obligado a un gran esfuerzo de confrontación fatigosa y secular entre la intuición y el razonamiento. Por un lado, la conciencia gozosa de la santidad sin par de María; por otro, la necesidad de integrar el influjo de la gracia redentora de Cristo y la reflexión sobre el modo de transmisión del pecado original.

 

El oriente bizantino y la fiesta de la concepción de María

No es la reflexión teológica, como hemos visto, la única vía por donde busca expresarse la intuición de los fieles sobre la santidad inicial y perfecta de María. En el siglo VIII (o quizá hacia fines del siglo VII), se introdujo en oriente la fiesta de la concepción de María, también conocida bajo el nombre de concepción de Ana, sin precisión dogmática, con fecha 9 de diciembre[14]. Así como existían sendas fiestas para la concepción de Jesús y del Bautista, se celebran ahora los inicios de la existencia de María, cuya fiesta de la Natividad ya se festejaba nueve meses después, en septiembre. La fiesta dará oportunidad para que San Andrés de Creta, entre otros, cante la santidad original de aquella que aparece como una nueva creación[15].

Respecto del oriente bizantino, menos analítico y más doxológico que la tradición latina, podemos decir que desde Éfeso hasta el siglo XV, los Padres y los teólogos han formulado la doctrina de la Inmaculada Concepción, preferentemente en su versión positiva, como lo han mostrado con claridad pacientes estudios sobre la patrística griega. María ha estado llena de gracia desde su aparición en el seno materno. Ella es una nueva creatura hecha a semejanza de Adán inocente[16].

Bajo el influjo del oriente, la fiesta es celebrada en el siglo IX en la Italia bizantina, con idéntica fecha, como lo atestigua un antiguo calendario marmóreo de Nápoles. En el siglo XI es introducida en Inglaterra donde se celebra el 8 de diciembre[17], y desde allí pasará al continente en el siglo XII.

 

Eadmero y los teólogos medievales

Hacia 1140, el monje Eadmero[18], discípulo y antiguo secretario de San Anselmo en su sede de Canterbury, escribe el primer tratado propiamente dicho sobre la Inmaculada Concepción[19]. En él toma clara posición a favor de la fiesta, aceptada gozosamente por el pueblo más sencillo y cuestionada por los teólogos. Emociona leer su amplia defensa de la pura simplicidad y devoción de los pobres y de los humildes que tienen el sentido de la fe, en este tratado donde elabora con maestría razonamientos de conveniencia para entender el significado de la fiesta y donde llegamos a leer palabras semejantes a las que más tarde empleará un franciscano escosés, el beato Juan Duns Escoto. En atención a la que habría de ser sagrario de su Hijo, Dios libera a María con su divino poder de las consecuencias negativas de la unión carnal de los padres (presupuesto agustiniano), evitando que contrajera el contagio de la culpa de Adán:

 

Si Dios otorga a la castaña poder ser concebida, alimentada y formada debajo de las espinas y a salvo de ellas, ¿no pudo dar a un cuerpo humano –que él mismo se preparaba como templo donde habitaría corporalmente y del cual se haría perfecto hombre en la unidad de su persona- que fuese concebido entre las espinas de los pecados, pero que sin embargo resultara totalmente exento de los mismos aguijones de las espinas. Lo pudo, por cierto. Si pues lo quiso, lo hizo?[20]

 

Se trata de un avance muy significativo, aunque aún la gracia redentora de Cristo, que hace de María la primera redimida, no juega en su presentación del privilegio mariano, todo el papel que sería de desear.

En los siglos XII y XIII, no obstante, la doctrina encontrará resistencias entre los más grandes y santos teólogos (Anselmo, Bernardo, Alberto Magno, Buenaventura, Tomás de Aquino), todos por igual imbuidos de sólida piedad hacia la Virgen y conscientes de su santidad sin par. Desde San Anselmo, y más claramente en Santo Tomás, queda superada la vinculación agustiniana entre acto procreador y transmisión del pecado original. Pero son conscientes de la verdadera dificultad que resta despejar: no puede haber excepción alguna en cuanto al alcance universal de la mediación redentora de Cristo, afirmación claramente revelada en la Escritura. Si por puro privilegio divino María ha sido concebida sin pecado, Cristo no sería su Redentor[21].

 

El beato Duns Escoto

Será mérito grande de los franciscanos Guillermo de Ware y sobre todo de su discípulo Duns Escoto, afirmar el privilegio de la Inmaculada Concepción como la actuación más radical de la gracia redentora de Cristo, por preservación y no por curación de la enfermedad o contagio del pecado original. Así, lejos de ser una excepción a la mediación redentora universal de su Hijo es su verificación más excelente:

 

Cristo ejerció el grado más perfecto posible de mediación relativamente a una persona para la cual era mediador. Ahora bien, para ninguna persona ejerció un grado más excelente que para María... Pero esto no hubiera ocurrido si no hubiese merecido preservarla del pecado original[22].

 

Seguirá un período de controversias teológicas, que confrontará a franciscanos y dominicos, mientras la “piadosa creencia” se irá imponiendo más y más en la conciencia de la Iglesia y en el culto.

Al término de este largo recorrido, mencionemos aún brevemente dos hechos significativos. El primero es el intento de definición en el concilio de Basilea, en su sesión 36ª de 1439, frustrado a raíz de la falta de legitimidad de dicha sesión, perdida por retiro de los legados papales[23]. El segundo es la postura del concilio de Trento, que al final del decreto sobre el pecado original, en la sesión V de 1546, afirma:

 

Declara, sin embargo, este mismo santo concilio, que no es intención suya incluir en este decreto, en el que se trata del pecado original, a la bienaventurada e inmaculada Virgen María, Madre de Dios...[24]

 

II. España y la Inmaculada

 

La posición de los teólogos

En la península, el culto litúrgico a la concepción de María está presente desde el siglo XII, y contará con la defensa e impulso de los reyes. Hacia fines del siglo XIII, el beato Raimundo Lulio, terciario franciscano y precursor, junto con Guillermo de Ware de la doctrina de Duns Escoto, se convertirá con sus escritos y mediante su docencia en un caluroso defensor de la doctrina inmaculista, con lo que iniciará una controversia con los tomistas[25].

Mientras en las aulas universitarias de Europa está en curso la polémica teológica acerca de la Inmaculada Concepción, en España, desde el siglo XVI, la doctrina inmaculista se abrirá amplio camino entre los teólogos, con la excepción de los dominicos y el apoyo entusiasta y generalizado de los franciscanos y jesuitas[26].

La ciencia teológica irá despejando cada vez más sus perplejidades, desde el Pro Immaculata conceptione del jesuita Fernando Quirino de Salazar, publicado en 1618, que constituye el primer gran tratado sobre el dogma[27]. Las universidades españolas, comenzando por la de Granada en 1617, y otras en Europa, se comprometerán bajo juramento a defender la doctrina de la Inmaculada hasta derramar la sangre. Se trata del votum sanguinis, que se propagará entre las diversas órdenes religiosas, las archicofradías y los fieles[28].

 

La victoria de los artistas y la fe de los sencillos

La devoción a la Inmaculada cuenta, además, con el mayor fervor popular. Las cofradías de la Concepción de Nuestra Señora, fundadas por el cardenal Cisneros, se multiplicarán por toda España, y en 1484 Beatriz de Silva, dama portuguesa, funda la Orden de la Concepción y viste a sus monjas con escapulario blanco y manto azul. Cofradías de la Concepción y monjas concepcionistas, bien pronto tendrán fuerte presencia en toda América[29].

Los grandes genios de la pintura y la escultura, con el prodigio de su arte, se alinearán claramente junto al pueblo más sencillo, en la defensa entusiasta de lo que ya se había convertido en el sentir virtualmente universal de la fe católica.

Las portentosas pinturas del Greco, Ribera, Velázquez, Zurbarán y sobre todo de Murillo, paradigma de inspiración sobre este tema al que dedicó varias decenas de sus telas; y el arte consumado de las tallas polícromas de Alonso Cano y Juan Martínez el Montañés, -por mencionar tan sólo algunos de entre los nombres más sobresalientes en la estética de estos siglos pródigos en belleza-, son suficientes para mostrar el arraigo de la “piadosa creencia” y el triunfo por caminos de intuición, piedad y éxtasis artístico y religioso a la vez, de aquello mismo que se trababa en el complicado balbuceo de la ciencia teológica más genuina.

Siendo el misterio de la Concepción Inmaculada una realidad que, por un lado aconteció en este mundo, y que por otro escapa a toda constatación empírica, ¿cómo es posible plasmar en figura, color, materia y sentimiento una idea que tánta complicación teológica había traído a los sabios?

Hacia fines del siglo XV, o principios del XVI, se introduce en Francia la representación artística de la Inmaculada, en composiciones variadas (esculturas, vitrales, pinturas, miniaturas), presididas con frecuencia por la exclamación admirativa del esposo del libro del Cantar: Tota pulchra es! (Cant 4,7). La Virgen aparece en el centro, entre la tierra y el cielo, desde el cual Dios la mira como la mejor de sus obras. Diversos símbolos bíblicos suelen completar la escena: el jardín cerrado, la fuente sellada, el pozo de agua viva, las rosas[30].

Los artistas españoles de los siglos de oro, al recibir el tema, lo simplifican al máximo, aligerándolo de la sobrecarga de símbolos y haciendo valer por sí misma la belleza radiante e insuperable de la Virgen. No cabe duda de que su producción artística sobre la Inmaculada eclipsa, en calidad y número, a la que se produce en otros países. Se trata de decir, en el lenguaje del arte, que la Virgen Inmaculada pertenece plenamente a las realidades de este mundo, pero que ya desde el primer instante ella es “la Purísima”. Por eso, aparece como bañada en una luz sobrenatural, joven y candorosa, de cabellos largos, las manos juntas o cruzadas sobre el pecho, o también con los brazos extendidos; la luna creciente bajo sus pies, o bien ángeles niños que le sirven de base, y otras veces la serpiente derrotada. Está vestida de blanco y cubierta de un manto celeste. Pero su principal característica será una actitud y una mirada, que más que su belleza física quieren destacar la irradiación luminosa de la plenitud de su gracia. Aquí “la limpia y pura Concepción” trasciende toda controversia; su mera contemplación eleva el espíritu invitando a la plegaria, y conmueve y persuade más que mil razonamientos y conceptos[31].

 

El Magisterio y el influjo de la corona española

La corona española, por su parte, en el siglo XVII, haciéndose eco de la fe inmaculista, ya triunfante en sus dominios, dejará sentir el peso de su influencia sobre la Sede Apostólica, mediante tres solemnes misiones diplomáticas, encargadas de obtener una definición dogmática[32]. Ésta tardará aún en llegar, pero el 6 de julio de 1616 Paulo V, en la Constitución Regis Pacifici, renueva y enfatiza las decisiones de Sixto IV[33] y San Pío V[34], quienes habían alentado la celebración de la Inmaculada, aunque prohibían tratar de herejes a los maculistas. Un año después, en la bula Sanctissimus, del 12 de septiembre de 1617, bajo el influjo de San Roberto Bellarmino y de la embajada española, prohibe sostener en público la tesis maculista[35]. El papa Gregorio XV, extenderá la prohibición incluso al ámbito de las discusiones privadas; esto será en la bula Sanctissimus del 24 de mayo de 1622[36].

La nueva victoria de la fe ibérica, se manifestará en la bula Sollicitudo, promulgada por el papa Alejandro VII, a instancias del rey de España, Felipe IV, el 8 de diciembre de 1661. Desde 1658, el embajador extraordinario del rey ante la Santa Sede, el obispo Luis Crespi, había iniciado su gestión de pedir que fuese declarado “con especial decreto ser el motivo de la fiesta de la Inmaculada Concepción, el primer instante en que fue infundida el alma”[37]. El papa organiza una amplia consulta preguntando al Santo Oficio, a diversas Facultades de Teología y a los teólogos más eminentes de Europa. Tras lo cual promulgará su “breve”, en el cual traza una historia de la cuestión, haciendo notar la antigüedad y el arraigo en la fe de los fieles (fidelium pietas), el culto litúrgico, así como las decisiones progresivas del Magisterio (Sixto IV, Trento, Paulo V, Gregorio XV), para concluir con una declaración donde se emplean términos que preparan los que usará Pío IX en Ineffabilis Deus:

 

“Considerando que la santa Iglesia Romana celebra solemnemente la fiesta de la Concepción de la pura y siempre Virgen María y que ya de antiguo estableció un Oficio especial y propio sobre esta fiesta... y queriendo favorecer... esta piadosa y encomiable devoción y esta celebración y culto... renovamos [los decretos] publicados a favor de la opinión que afirma: que el alma de la bienaventurada Virgen María fue enriquecida con la gracia del Espíritu Santo y preservada del pecado original, en el momento de su creación e infusión en el cuerpo[38].

 

III. La Inmaculada en América

 

“En nuestros pueblos, el Evangelio ha sido anunciado presentando a la Virgen María como su realización más alta”[39]. Estas palabras de los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla, nos sirven de punto de partida para ilustrar, en algunos rápidos apuntes, la impronta mariana y concepcionista de la “madre patria” en nuestro continente, a lo largo y a lo ancho de su dilatada geografía y de su historia. Era natural que el clima espiritual de la península se transladara a las tierras recién descubiertas e impregnara, de diversas formas, todo el proceso evangelizador durante siglos[40].

En el amanecer mismo del Nuevo Mundo, para los ojos maravillados de Cristóbal Colón, la segunda de las islas descubiertas por el almirante, será por él bautizada con el nombre de Concepción, nombre con el cual fundará también, en la isla de Santo Domingo, la ciudad de Concepción de la Vega[41].

Desde entonces, durante todo el período colonial y la etapa de independencia hasta el día de hoy, innumerable cantidad de ciudades, diócesis y templos, de norte a sur y del Atántico al Pacífico, cuya lista excedería en mucho los límites de este modesto aporte, proclaman el misterio de la Concepción Inmaculada.

También lo proclaman un inmenso número de imágenes y advocaciones de la Virgen que celebran su “Purísima Concepción”, siendo este misterio y el de la maternidad divina los dos más representados en la profusa iconografía que competirá en esplendor con la de España.

Especial mención merece la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, aparecida milagrosamente en 1531 en la tilma del indio Juan Diego. El color azul del manto, las manos juntas, la luna bajo sus pies, la representan en el misterio de su Inmaculada Concepción[42].

Franciscanos y jesuitas tomarán la vanguardia de su culto. Los franciscanos, herederos del pensamiento teológico del beato Duns Escoto y de la tradición mariana de la orden, se convertirán en fervientes propagadores del culto a la Inmaculada, por doquier en el continente. Como regla general, en sus iglesias le erigen un altar o le dedican una capilla. Algo semejante puede afirmarse de los jesuitas.

La Inmaculada se convertirá en un tema de inagotable inspiración para el arte en sus diversos géneros: tallas, pinturas, retablos, música, poesía, letrillas; como ésta que citamos, entonada por el fervor popular en 1623 en Lima, con ocasión de una procesión organizada, esta vez por los dominicos, tras ciertas reticencias previas de los mismos frailes que motivaron la reacción popular:

 

Fue concebida María,

remedio de nuestro mal,

más pura que el sol del día,

sin pecado original[43].

El saludo habitual, desde México a las tierras del Plata y a todo lo ancho del continente, será el consabido: “Ave María Purísima. Sin pecado concebida”.

Ya hemos hablado de la sólida presencia de las Cofradías de la Concepción y de las monjas de la Orden de la Concepción, difundidas muy pronto en América[44].

El III Concilio Provincial de Lima, convocado por Santo Toribio de Mogrovejo en 1582, al que asistieron, entre otros, los obispos del Río de la Plata, Fray Alonso Guerra, y el del Tucumán, Fray Francisco de Victoria, estableció como fiesta de precepto para los españoles el 8 de diciembre. Idéntica medida toma el III Concilio Provincial de México, celebrado en 1585[45].

Las crónicas del alborozo generalizado con que eran recibidas en toda América las decisiones papales ya reseñadas a favor de la doctrina y culto de la Inmaculada, constituyen páginas de entrañable emotividad. No se trataba de simple algarabía. Los eventos brindaban la ocasión para la expresión religiosa y festiva de las diversas corporaciones y para vincular el festejo popular con la catequesis más profunda, como la representación de un Auto Sacramental[46]. Entre las decisiones papales debemos recordar la de Clemente XIII, quien a pedido del rey Carlos III concedió el patronato de la Inmaculada para España e Indias, el 25 de diciembre de 1760[47].

Las universidades americanas, al igual que las de España, tomaron la resolución de defender la fe en la Concepción Inmaculada hasta con la propia vida, de ser preciso. Esta costumbre se extendió a las ciudades por medio de sus cabildos y tribunales del consulado. Es grato recordar que entre estos últimos, los de Lima y de Buenos Aires llevaban en su escudo, como divisa, las palabras: “María Concebida sin pecado”[48].

En cuanto a nuestra patria, Argentina, resulta altamente significativo el hecho de que los principales santuarios marianos celebren en sus imágenes patronales a la Inmaculada. Debemos mencionar en tierras de Catamarca, a los misioneros franciscanos vinculados con los orígenes del culto a la Virgen del Valle (1620)[49], y en Corrientes a Fray Luis de Bolaños, quien trajo la imagen de la Virgen de Itatí (1615)[50]. Ambas advocaciones celebran, como se sabe “la limpia y pura concepción” de la Santísima Virgen, lo mismo que la imagen mariana de Luján (1630)[51] y la Virgen del Milagro en Salta (1692)[52].

Además de nuestra patria, celebran a la Inmaculada las imágenes patronales de Paraguay, Nuestra Señora de Caacupé (1603)[53]; del Brasil, Nuestra Señora Aparecida (1717)[54]; de Honduras, Nuestra Señora de Suyapa (1747)[55]; así como del Uruguay, la Virgen de los Treinta y Tres (1779)[56]. Sin mencionar el sinnúmero de capillas, templos y santuarios que en el interior de esas mismas naciones recuerdan el misterio de su Concepción.

Poco antes de nuestra vida independiente, en 1806, durante las invasiones inglesas, los criollos decidirán “poner la empresa (de la reconquista) bajo el patrocinio de Nuestra Señora de la Concepción”[57]. Durante la gesta emancipadora, los colores celeste y blanco de la bandera argentina creada por Belgrano, ferviente devoto de la Inmaculada, quien como abogado ya había jurado defenderla, se han inspirado en los de su manto, según el testimonio de su hermano Carlos[58].

Luego de este extenso fresco, apenas esbozado, y que podría enriquecerse con inmensa cantidad de otros datos de interés, no resultará extraño saber que ante la consulta realizada por Pío IX al episcopado universal, antes de la definición dogmática, la respuesta favorable de los obispos latinoamericanos haya sido unánime[59].

 

IV. La Inmaculada y la Iglesia en el plan de salvación

 

En las páginas previas hemos contemplado el desarrollo de la conciencia eclesial, tal como se ha manifestado en la percepción intuitiva del pueblo de Dios desde el principio, en la lenta maduración de la doctrina, en el culto litúrgico, en las numerosas, variadas e imponentes manifestaciones del arte y de la piedad, la toponimia, las intervenciones progresivas del supremo Magisterio.

En este apartado, buscamos entender el mensaje de la Inmaculada procurando captar su sentido profundo sobre el trasfondo del Misterio de la salvación. Así, al mismo tiempo, se mostrará su significado para la Iglesia.

No se trata de brindar “pruebas” del misterio de la Concepción Inmaculada a partir de la Escritura, por vías de un razonamiento de tipo deductivo, sino más bien de mostrar la continuidad y la positiva armonía que existe entre la imagen bíblica de María y la comprensión eclesial de su santidad perfecta. La garantía definitiva de que el dogma mariano definido por la Iglesia se contiene implícitamente en la revelación bíblica, con la consiguiente certeza de los creyentes, descansa en última instancia en la explícita promesa de la permanente e infalible asistencia del Espíritu Santo hecha por Cristo a los suyos (Jn 16,12-15). Es el Espíritu de Cristo quien, más allá de conceptos y razonamientos, tiene en la Iglesia la misión de abrir la mente de los fieles con la luz de su gracia, para entender en profundidad el contenido revelado.

La liturgia de la misa del 8 de diciembre, constituye el mejor camino para adentrarnos en el significado histórico-salvífico de la Inmaculada. Ateniéndonos a sus oraciones propias, sus lecturas bíblicas y su prefacio, la Concepción Inmaculada de María aparece iluminada por su carácter de “Nueva Eva”, de “Hija de Sión”, modelo de la esponsalidad de la Iglesia, y por el hecho de haber sido elegida como digna morada o templo para la Encarnación del Verbo.

 

La nueva Eva

La primera lectura (Gn 3,9-15.20) nos trae el relato del diálogo tenso entre Dios y nuestros primeros padres luego de la caída, seguido del anuncio de la victoria de la descendencia de la mujer sobre la serpiente (v.15). Este versículo 15, será conocido en la Tradición eclesial como el Protoevangelio, cuyas palabras, junto con otros textos del Antiguo Testamento, “tal como se leen en la Iglesia y tal como se interpretan a la luz de una revelación ulterior y plena (...) evidencian la figura de la mujer Madre del Redentor” (LG 55).

Desde la luz definitiva del Nuevo Testamento, es Cristo quien quebranta el poder del demonio[60], mediante su perfecta obediencia al Padre. Pero esa misma luz hace que quede objetivamente fundado el paralelismo entre Eva y María. En efecto, en el relato de la Anunciación del Señor, que escuchamos como evangelio de ese día (Lc 1,26-38), María aparece como antítesis de Eva, mediante su obediencia, su libre consentimiento y su fe.

Así lo entendió la patrística desde el siglo II[61]. Reflexionando sobre el rol de María en la Anunciación, el Concilio Vaticano II enseña:

 

Por eso, no pocos Padres antiguos afirman gustosamente con él (San Ireneo) en su predicación, que “el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; que lo atado por la virgen Eva con su incredulidad, fue destado por la Virgen María mediante su fe”; y comparándola con Eva, llaman a María “Madre de los vivientes”, afirmando aún con mayor frecuencia que “la muerte vino por Eva, la vida por María”[62].

 

Esta antítesis entre Eva y María está en paralelo con la de Adán y Cristo. Por ser la madre de aquel que aplastará la cabeza de la serpiente, “María está situada en el centro mismo de aquella «enemistad», de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y en la historia misma de la salvación”[63]. De este modo, desde la lectura neotestamentaria, la mujer y su descendencia, María y Cristo, comparten las “mismísimas enemistades”[64] respecto del demonio.

La reflexión secular de la Iglesia fue descubriendo que esta enemistad con el demonio debía ser plena y total, en aquella que fue saludada por el ángel como “llena de gracia” (Lc 1,28), la agraciada por excelencia con el don de la maternidad del mesías redentor. El participio pasivo perfecto con que es saludada (kecharitômenè), ocupa el lugar del nombre civil e indica un estado permanente en María, previo a la salutación del ángel, y es fruto de la acción santificante de la gracia de Cristo, en orden a la digna realización de su función maternal[65]. Es el efecto más radical de aquella bendición con la cual Dios Padre nos ha bendecido en los cielos en Cristo (cf. segunda lectura Ef 1,3).

De este modo, entendemos que ella ha sido “redimida de un modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo, y unida a él con un vínculo estrecho e indisoluble” (LG 53); y que ha sido

 

... plasmada y hecha una nueva creatura por el Espíritu Santo. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con el resplandor de una santidad enteramente singular, la Virgen Nazarena, por orden de Dios, es saludada por el ángel de la Anunciación como llena de gracia (cf. Lc 1,28), a la vez que ella responde al mensajero celestial: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38). Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús, y al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención, con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente[66].

 

Merece ser destacado un aspecto dentro de la variada riqueza teológica de este texto conciliar: aquí se vincula la santidad original de María, su concepción inmaculada, con la obra santificadora del Espíritu Santo. La Purísima, desde el instante inicial de su existencia es la obra maestra del Espíritu.

 

La Hija de Sión, modelo de la Iglesia santa e inmaculada

El plan de salvación se fue desarrollando, bajo la iniciativa divina, como el cumplimiento de una Alianza entre Dios y el pueblo elegido. Desde el siglo VIII, con el profeta Oseas, esta Alianza es presentada como un matrimonio entre Yahweh e Israel (Os 2). En adelante, los grandes profetas hablarán de Israel como de la esposa bienamada, elegida por Dios por puro beneplácito y misericordia. Sin embargo, ésta es infiel y adúltera, provocando así el celo del Señor, quien la castiga una y otra vez para purificarla y conquistar su corazón. Pese a su enojo, Él es inmutablemente fiel a la Alianza esponsal. En el horizonte, siempre aparece el anuncio de una victoria final del amor apasionado de Dios, quien terminará por convertir a Israel en una esposa perfectamente fiel, dotada de una belleza deslumbrante[67].

El Cantar de los Cantares ha celebrado, como ningún otro libro, con abundantes imágenes de insuperable belleza, el amor entre el esposo y la esposa. La tradición rabínica, desde antiguo, lo interpretó en la línea profética ya reseñada, como expresión del amor de Yahweh por su pueblo. Es notable que en el libro, el esposo ya no encuentra defecto ni ocasión alguna de reproche por su amada. Sólo admiración extasiada: “¡Qué hermosa eres, mi amada, qué hermosa eres! ... ¡Toda hermosa eres, amada mía, y no hay en ti defecto!” (4,1.7).

Los profetas Sofonías (3,14-18), Zacarías (2,14; 9,9-10) y Joel (2,21-27), en nombre de Dios se dirigen a la ciudad de Jerusalén, la “hija de Sión”, símbolo de todo el pueblo y depositaria de las promesas divinas de salvación, invitándola a la alegría mesiánica (“¡alégrate!” Sof 3,14; Zac 2,14), con la exclusión de todo temor (“no temas” Sof 3,16; Jl 2,21), pues el Señor Dios viene a morar “en medio” de ella (Sof 3,15b y 17a; Zac 2,14a y 15b), como Rey (Sof 3,15b; Zac 9,9) y Salvador (Sof 3,17a; Zac 9,9); encuentra en ella su gozo y le renueva su amor de antaño. Resuena aquí el lenguaje de la esponsalidad[68].

La exégesis contemporánea ha destacado los múltiples puntos de contacto entre estos textos, sobre todo el de Sofonías, y el relato de la Anunciación en San Lucas. De hecho, todos los elementos antes mencionados en los anuncios proféticos están aquí presentes. Pero con dos trasposiciones: la “hija de Sión” es ahora María, llamada con su nombre de gracia (kecharitômenè); y el Rey y Salvador es Jesús, quien viene a habitar en ella[69].

Interpretar a María como “Hija de Sión” que Dios renueva por su amor, implica poner de relieve su aspecto eclesial, la realización perfecta del misterio de nupcialidad y de Alianza. Según el designio benevolente y misericordioso de Dios, del que nos habla la segunda lectura, tomada de la Carta a los Efesios, hemos sido elegidos desde la eternidad en Cristo para ser “santos e inmaculados en su presencia por el amor” (1,4). En esta misma carta el Apóstol presenta la redención como un misterio nupcial: “(Cristo) quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (5,27). Cuando la Iglesia proclama el misterio de la Inmaculada, proclama su propio misterio y descubre admirada su propia vocación al contemplar a “la Madre digna de tu Hijo, símbolo y principio de la Iglesia, su hermosa Esposa sin mancha ni arruga” (Prefacio). “La Inmaculada prefigura así a la Iglesia inmaculada”[70].

 

Digna morada del Verbo

La oración inicial de la Misa, data del siglo XV, y comienza invocando al Padre con estas palabras: “Dios, que por la concepción inmaculada de la Virgen María, preparaste una digna morada para tu Hijo...”. De este modo, la Iglesia declara que en el misterio de la Inmaculada Concepción está celebrando la consagración de María como templo donde habitaría el Verbo.

En cuanto casa de Dios, donde él habita, al templo “corresponde la santidad” (Sal 93[92],5). Ésta es atributo exclusivo del Dios de Israel y le designa en cuanto misterio inaccesible para el hombre. Pero Dios que es el único santo comunica su santidad a las creaturas cuando las elige para una misión o las segrega para su culto. Son su pertenencia, y en este sentido objetivo, previo a la calificación moral, es santo el templo de Jerusalén, el arca de la Alianza y las cosas relativas al culto, la tierra de la promesa, determinados tiempos, lugares y personas, como los sacerdotes, el rey y el mismo pueblo de Israel.

Respecto de las personas, el “Santo de Israel” exige una segregación más profunda que la significada por la circuncisión, la unción y las purificaciones rituales. Exige la observancia de su Ley y la pureza de conciencia mediante la segregación del pecado.

San Pablo hablará del cristiano (1Co 6,19-20) y de la misma Iglesia (1Co 3,10-17) como de un templo del Espíritu Santo, con las peculiares exigencias morales de vida santa correspondientes a tal condición. Esta presencia operante, fruitiva y santificadora del Espíritu de Cristo por la gracia, hace del cristiano y de la Iglesia un templo más calificado que el de Jerusalén, con la prerrogativa de una santidad diversa, cualitativamente superior a la meramente jurídica o litúrgica.

En el mismo instante en que la Virgen María brinda su consentimiento a la voluntad de Dios anunciada por el ángel, el Espíritu Santo obra en su seno la Encarnación del Hijo eterno del Padre, y se convierte por nueve meses en un sagrario viviente. ¡Es “Madre de Dios”! ¿Puede pensarse una cercanía, una presencia de Dios más intensa en una creatura? Y a esta presencia divina del Verbo Encarnado en sus entrañas virginales, cualitativamente superior a la presencia divina protectora que se experimenta en el templo y a la misma presencia de inhabitación por la gracia, ¿no habrá de corresponder en la “llena de gracia” una santidad más radical aún que la exigida en un templo material y en los mismos templos espirituales? A esta radical santidad, intuida y celebrada por los fieles, la Iglesia le puso un nombre: Inmaculada Concepción.

 

V. Estrella de la nueva evangelización

 

Deseamos, por último, proyectar la luz del misterio de la Inmaculada sobre nuestra hora providencial en los inicios del tercer milenio, urgidos por la responsabilidad de la inmensa tarea evangelizadora.

En varias oportunidades, la Iglesia latinoamericana ha tomado conciencia de los desafíos que debía enfrentar en el aquí y ahora de su misión. Pensemos en el Concilio Plenario para la América Latina (1899)[71], y en los acontecimientos eclesiales que significaron las asambleas del episcopado latinoamericano en Río de Janeiro (1955), Medellín (1968), Puebla (1979), Santo Domingo (1992).

En cada ocasión, la Iglesia ha podido experimentar la desproporción manifiesta entre las fuerzas humanas de que dispone y la magnitud de la obra misionera impuesta por su Fundador. De allí la necesidad sentida de implorar la gracia y de acudir al ejemplo inspirador y a la intercesión maternal de María. Bella y acertadamente lo expresaba el Documento de Puebla:

 

Ante tal desafío, la Iglesia se sabe limitada y pequeña, pero se siente animada por el Espíritu y protegida por María[72]... Esa Iglesia, que con nueva lucidez y decisión quiere evangelizar en lo hondo, en la raíz, en la cultura del pueblo, se vuelve a María para que el Evangelio se haga más carne, más corazón de América Latina. Esta es la hora de María, tiempo de un nuevo Pentecostés que ella preside con su oración, cuando bajo el influjo del Espíritu Santo, inicia la Iglesia un nuevo tramo de su peregrinar. Que María sea en este camino “estrella de la Evangelización siempre renovada” (EN 82)[73].

 

La misma conciencia eclesial se ha manifestado en el primer Sínodo de América, celebrado en Roma entre el 16 de noviembre y el 12 de diciembre de 1997. Haciéndose eco de la Propositio 5 de los obispos, el papa Juan Pablo II, en la exhortación postsinodal Ecclesia in America dice:

 

¿Cómo no poner de relieve el papel que la Virgen tiene respecto a la Iglesia peregrina en América, en camino al encuentro con el Señor? En efecto, la Santísima Virgen, “de manera especial, está ligada al nacimiento de la Iglesia en la historia de [...] los pueblos de América, que por María llegaron al encuentro con el Señor”[74].

 

Podemos preguntarnos acerca de los rasgos específicos del misterio de la Inmaculada Concepción en orden a iluminar el camino evangelizador de la Iglesia.

 

Ni presunción ni pasividad

Digamos, ante todo, que ella nos obliga a mantenernos siempre en un difícil equilibrio para no caer ni en la presunción de nuestras propias fuerzas ni en la mera pasividad ni en una visión pesimista del hombre. Esto es de gran importancia, dado que los desvíos doctrinales del pelagianismo, del quietismo o del agustinismo exagerado y tergiversado de los Reformadores, son errores y tentaciones que tienden a reiterarse en formas no siempre conscientes en la historia de la espiritualidad y en la pastoral de la Iglesia. Los vemos encarnarse, de hecho, en actitudes vitales, más que en una teoría.

Ante toda forma de pelagianismo y de vano esfuerzo del hombre por construir con sus solas fuerzas el Reino de Dios o de encontrar la liberación de sus males más profundos por su crispada tenacidad, el misterio de la Purísima proclama muy alto: “¡todo es gracia!” ¿Qué mérito antecedente puede invocar la simple creatura para alcanzar la salvación, o a través de qué obras quedará al abrigo del mal y de sus consecuencias? La misma gracia que hizo de María la “redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo”[75], es la que redime a la Iglesia y a la humanidad anticipándose a la obra de los hombres.

Es bueno recordar esta verdad situados en los inicios del tercer milenio. La Iglesia, que existe para evangelizar, no puede olvidar el paradigma mariano de su fecundidad. Ella misma no tiene consistencia sino en cuanto prevenida, fundada y acompañada por la gracia de la elección.

Pero ante toda actitud “pasivista”, de los que “creen no poder o no deber intervenir, esperando que Dios solo actúe y libere”[76], la Inmaculada les recuerda el misterio de la Alianza. En efecto, la gracia de la Concepción Inmaculada está en estrecha conexión de significado con el misterio de su maternidad divina y, por tanto, con su activa cooperación en “la obra de los siglos”[77], que es la encarnación redentora, mediante su consentimiento libre y responsable, sostenido a lo largo de toda su vida hasta la hora de la cruz. La plenitud de la gracia le es concedida en orden a un servicio diligente sin entorpecimiento de pecado alguno, a la voluntad salvífica de Dios, que ha querido asociarla a la obra redentora de su Hijo Jesucristo, en perfecta subordinación a él.

 

La libertad y el servicio

La Concepción Inmaculada enseña también a la Iglesia a poner en su justa luz uno de los valores fundamentales del hombre, quizá el más apreciado y determinante en la sociedad contemporánea: la libertad. ¿En qué época de la historia se declamó con mayor fuerza el derecho a la libertad? ¿Cuándo se extendió a niveles masivos como hoy la conciencia y el clamor por una liberación de injustas opresiones estructurales?

El dogma de la Inmaculada viene a recordarnos la genuina esencia de la libertad “que se presenta como obediencia convencida y cordial a la «verdad» del propio ser, al significado de la propia existencia, o sea, al «don sincero de sí mismo», como camino y contenido fundamental de la auténtica realización personal”[78]. En efecto, después de Cristo, y en dependencia de él, María es la mujer libre por excelencia, pero con una libertad que es gracia. Porque ha sido radicalmente liberada desde el primer instante de su existencia de toda solidaridad con el pecado, es radicalmente libre para decir sí a la voluntad salvífica de Dios, siempre y a cada instante.

Las palabras de la constitución Lumen gentium 56, ya citadas, conectan el dogma de la Inmaculada con el hecho de “abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios” y con su condición de “esclava del Señor”, que “se consagró totalmente ... a la persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la redención, con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente”.

¡Paradojas de la fe cristiana! La más humilde “esclava del Señor” es la mujer más libre de la historia, y por eso mismo consagrada totalmente a la obra de su Hijo en el servicio de los hombres.

Escuchemos esta otra página convergente del Magisterio:

 

“Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada hacia él por el empuje de su fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, madre y modelo, para comprender en su integridad el sentido de su misión”[79].

 

Con sensibilidad de mujer y de madre, desde la gloria continúa la búsqueda de caminos y soluciones para los hombres, sus hijos, como un día en Caná de Galilea. Sus prerrogativas de gracia y toda su excelsa santidad no la alejan de nosotros, antes bien la acercan: los dones singulares de gracia que le han sido concedidos ensanchan su corazón misericordioso.

***

Las páginas precedentes, no aspiran sino a alimentar la contemplación amante del misterio de aquella en quien “todo un Dios se recrea”. Como canta el prefacio de la Misa de la Inmaculada, ella es “principio de la Iglesia, la hermosa esposa de Cristo, sin mancha ni arruga”. En cuanto tal, será en esta hora del camino de la Iglesia por la historia, “estrella de la Evangelización siempre renovada”. Puedan estas reflexiones inducir al lector a recuperar la simplicidad del niño que desea repetir ante ella, la oración aprendida quizá en años ya lejanos: “¡Bendita sea tu pureza... !”

+ Antonio Marino

Obispo Auxiliar de La Plata



[1] O. Chiérico, La madera: Medioevo en el Siglo XX, en Los tesoros de la catedral.Buenos Aires, Manrique Zago, 1980, p.80.

[2] Id., p.90.

[3] ibid.

[4] Cf. Antonio José Plaza, Carta pastoral (4 de noviembre de 1959).

[5] DS 2803. Reproducimos el texto según la traducción española de J. Collantes, La Fe de la Iglesia Católica . Madrid, BAC, 1995(=FIC) n.420. El subrayado es nuestro.

[6] Para el texto cf. A.de Santos Otero, Los Evangelios apócrifos. Edición crítica y bilingüe. 9.ed. Madrid, BAC, 1996; pp. 130-170. También (Apócrifos cristianos, 3) El Protoevangelio de Santiago. Madrid, Ciudad Nueva, 1997. Para la problemática de la obra pueden consultarse las respectivas introducciones. En cuanto a la exégesis más específica del tema de la santidad original de María en este apócrifo cf. J.A. de Aldama, María en la Patrística de los siglos I-II. Madrid, BAC, 1970; pp.342-356; É.Cothenet, Marie dans les apocryphes; en H. Du Manoir (dir.), Maria. Études sur la Sainte Vièrge VI. Paris, Beauchesne, 1961, pp. 87-102.

[7] A. Wenger, Foi et piété mariales à Byzance, en H. Du Manoir, Maria V. (1958), p.945. En el mismo sentido R.Laurentin, Court Traité sur la Vièrge Marie. 5ème. éd. Paris, Lethielleux, 1968; pp.168-169.

[8] Cf. G.Jouassard, Marie à travers la patristique. Maternité divine, virginité, sainteté, en H.Du Manoir, Maria I, (1949) 69-157.

[9] Citado por J.Galot, Maria, la donna nell’opera della salvezza. 2 ed. Roma, Pont.Univ.Gregoriana, 1991; p.201.

[10] San Agustín, De natura et gratia XXXVI,42 (BAC 50).

[11] Id., Opus imperfectum adversus Iulianum IV,122 (BAC 470). La obra está concebida como un diálogo con Juliano, de quien refuta sus errores.

[12] Ibi, VI,22.

[13] Cf. R.Laurentin, o.c., pp.51-52.

[14] Cf. M.Jugie, Immaculée Conception dans l’Église grecque après le concile d’Éphèse II/4. La fête de la Conception, en DTC VII/1 (1922) 956-975; A. Wenger, a.c., pp.944-955; M. Mahé, Immaculée Conception II. Histoire de la fête, en Catholicisme V (1963) 1277-1279.

[15] M.Jugie, a.c., II/2, 916-919.

[16] Cf. ibi las conclusiones 935-936; 956. Los textos aducidos y analizados por el autor muestran que tampoco desconoció el oriente las formulaciones explícitas de la concepción sin pecado similares a las del occidente.

[17] Téngase en cuenta la diferente manera de contar los días del mes entre latinos y griegos.

[18] G. Geenen,  Eadmer, le premier théologien de l’Immaculée Conception, en Virgo Immaculata V (1955), 90-136.

[19] Tractatus de conceptione sanctæ Mariæ (H.Thurston-Th.Slater ed.) Friburgi Brisgoviæ, Herder, 1904. La Patrología de Migne lo había editado bajo la atribución a San Anselmo (PL 159, 301-318).

[20] Ibi 10, p.11

[21] Cf. X.Le Bachelet, Immaculée Conception, en DTC VII/1 (1922) 995-1078 para el período aludido. Todo el artículo (col. 845-1218) resulta una monumental e inagotable cantera de información.

[22] Juan Duns Escoto, Ordinatio 3, d.3, q.1. Citamos según S.De Fiores, Inmaculada,en Nuevo Diccionario de Mariología. Madrid, Paulinas, 1988; pp.916-917. Para la doctrina inmaculista de ambos franciscanos, además de X. Le Bachelet, a.c., cf. L. Iammarone, La tradizione mariana dell’Ordine Francescano e il P. Kolbe, en F.S.Pancheri (ed.), La mariologia di San Massimiliano Kolbe. Roma, Miscellanea Francescana, 1985; pp.273-323.

[23] Cf. X.Le Bachelet, a.c., 1108-1115.

[24] DS 1516; FIC 411. Más que de neutralidad se trata de insinuación positiva del privilegio; el concilio pide observar las constituciones de Sixto IV, cf. infra nota 31. No faltó en esta sesión quien propusiera que fuese definida la exención de María respecto al pecado original.

[25] Cf. X.Le Bachelet, a.c., 1062-1064.

[26] E.Villaret, Marie et la Compagnie de Jésus, en H.Du Manoir, Maria II (1952), 948-951.

[27] Cf. R.Laurentin, o.c., p.82; Id., Marie, l’Église et le sacerdoce I. Paris, Nouvelles Éditions Latines, 1953; p.232-233. El autor, muy estudiado por Laurentín, desde otros puntos de vista, en la última de las obras citadas (pp.232-304) resulta lamentablemente desconocido en las grandes enciclopedias y diccionarios (DTC, Espasa-Calpe, LTK, GER, Dic.Hist.Ecles. de España, etc.).

[28] Cf. S.de Fiores, a.c., p.913.

[29] Cf. N.Pérez, Piété marial du peuple espagnol, en H.Du Manoir, Maria IV, 597-601.

[30] Cf. M.Vloberg, Les types iconographiques de la Vièrge dans l’art occidental, en H.Du Manoir, Maria II. (1962) 503-504.

[31] Pueden leerse excelentes páginas al respecto en M.Vloberg, o.c. pp.521-527.

[32] Para los datos sobre las decisiones del Magisterio, cf. R.Laurentin, Court Traité sur la Vièrge Marie, p.85, n.19. También las notas introductorias de J.Collantes, FIC.

[33] Cf. las Constituciones Cum præexcelsa (DS 1400) del año 1477, y Grave nimis (DS 1425-1426) del año 1483. En esta última prohibe que maculistas e inmaculistas se tachen mutuamente de herejes. Como nota J.Collantes, FIC, p.294: “No se trata de neutralidad de la Santa Sede, pues: 1) acaba de aprobar un nuevo oficio y misa de la Inmaculada; 2) las razones que el papa aduce para reprobar a los inmaculistas son de tipo jurídico: no estando aún definida la doctrina inmaculista como dogma, es improcedente llamar herejes a los contradictores. En cambio, las razones aducidas en sentido contrario son doctrinales: su posición es falsa errónea y no conforme con la verdad. Es decir, que la Bula asume la doctrina a favor de la concepción inmaculada de María”.

[34] Cf. DS 1973. En la bula Ex omnibus afflictionibus de 1567, condena 79 proposiciones de Bayo, entre ellas la n.73 donde se atribuye a María el pecado original y el actual. Este papa dominico introdujo la fiesta de la Inmaculada en el Breviario y renovó las prohibiciones de Sixto IV. Las discuciones sobre el tema sólo podrán realizarse en ámbitos teológicos.

[35] Cf. R.Laurentin, o.c., p.85; J.Collantes, FIC, p.297.

[36] ibid.

[37] Cf. J.Collantes, ibid.

[38] DS 2017. Traducción según FIC 416. El subrayado es nuestro.

[39] IIIª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documento de Puebla 282.

[40] Cf. R.Vargas Ugarte, Historia del culto de María en Iberoamérica y de sus imágenes y santuarios más celebrados. 3ª ed. Madrid, [s.e.] 1956, 2 vols. A lo largo de toda esta gran obra, podemos rastrear el tema de nuestro interés, véanse principalmente vol. I, pp. 116-160. Existe una 2ª ed. que había sido hecha en Buenos Aires, Huarpes, 1947. A casi setenta años de la primera edición del libro (1931), la “obrilla” de este jesuita sigue siendo fundamental e insuperada como obra de conjunto. Véanse también los estudios dedicados al culto mariano en América Latina en H. Du Manoir (dir.), Maria V (1958); pp.285-480. También M.E. Méndez, Maria nella prima evangelizzazione. Tucumán e Río de la Plata. (Latino-America 1520-1620). Assisi, Porziuncola, 1995; G.T.Farrell, La devoción a la inmaculada Concepción en el pueblo latinoamericano, en Documentos Celam 108. Nuestra Señora de América. Bogotá, Celam, 1988 (2 vols.); I 331-357.

[41] Cf. R.Vargas Ugarte, o.c., I p.116.

[42] ibi p.185. Siendo inmensa la bibliografía, nos contentamos con remitir a A.Alcalá Alvarado, Santuario de Guadalupe: La sagrada imagen y las ciencias, en Nuestra Señora de América II, 7-49; S.Carrillo, El mensaje teológico de Guadalupe, ibi 51-98.

[43] R.Vargas Ugarte, o.c., I 135.

[44] Cf. ibi I 117-123.

[45] Cf. ibi I 125-126.

[46] Cf. ibi. I 127-135.

[47] Cf. ibi I 132-133.

[48] Cf. ibi I 135-141.

[49] Cf. M.Herrera - R.Rosa Olmos, Reseña histórica de Nuestra Señora del Valle. Tucumán, La Raza, 1941; R. Vargas Ugarte, II 356-359.

[50] Cf. C.Bruno, Historia de la Iglesia en la Argentina II (1967) 197-199; R. Vargas Ugarte, II 359-362.

[51] Cf. J.A.Presas, Nuestra Señora de Luján. Estudio crítico-histórico, 1630-1730. Buenos Aires, Junta Catequística de Morón, 1980; Id., Anales de Nuestra Señora de Luján. Trabajo histórico-documental 1630-1982. Buenos Aires, s/e, 1987; O.D.Santagada, Peregrinar a Luján, en Nuestra Señora de América II, 149-220.

[52] Cf. R. Vargas Ugarte, II 323-325. Véase también la introducción a Novena del Señor y de la Virgen del Milagro que se veneran en la ciudad de Salta... Compuesta en 1760 por el Pbro. Dr. Dn.Francisco Javier Fernández... Salta, Catedral, 1997, pp.3-10; A.I.Gómez Ferreyra, La dévotion mariale en Argentine, en H. Du Manoir, Maria V (1958) 333-334.

[53] Cf. A.Acha Duarte, El santuario de Caacupé-Paraguay; Id., Nuestra Señora de Caacupé Patrona de Paraguay , en Nuestra Señora de América II, 292-296; 321-345; A.Rojas, La dévotion mariale au Paraguay, en H. Du Manoir, Maria V (1958) 436-437.

[54] Cf. J.E.Martins Terra, El santuario de la Aparecida y su mensaje teológico, Nuestra Señora II 99-147; R. Vargas Ugarte, II 401-403.

[55] Cf. O.A.Rodríguez Maradiaga, Nuestra Señora de Suyapa patrona de Honduras, en Nuestra Señora De América II, 301-320; R. Vargas Ugarte, II 310-312.

[56] En ese año se levanta una capilla en el caserío Villa del Pintado, por pedido del obispo del Río de la Plata, bajo la advocación de Nuestra Señora de Luján del Pintado. Ante ella en 1825, los Treinta y Tres Orientales inclinaron su bandera tricolor. Cf. C.Partelli, La Virgen de los Treinta y Tres, en (Doc. Celam 102) Nuestra Señora de América II. Bogotá, Celam, 1988, 347-367; J.A.Presas, Historia de la Virgen de los Treinta y Tres. [Buenos Aires, Inst. Sal. de Artes Gráficas, 1988].

[57] C.Roberts, Las invasiones inglesas del Río de la Plata. Buenos Aires, 1938, p.124; citado por C.Bruno, Historia de la Iglesia en Argentina VII (1971) 85.

[58] Citado en A.I.Gómez Ferreyra, a.c., p.346.

[59] R.Vargas Ugarte, o.c., I 142-149.

[60] La Vulgata ha leído ipsa, refiriendo el pronombre a la mujer. Los LXX lo personalizan en un descendiente concreto. Aunque el pronombre hû’ del original hebreo deba ser referido sin duda alguna a la descendencia de la mujer, la resonancia mariológica queda igualmente asegurada. Cf. LG 55 y el resumen exegético en C.Pozo, María en la obra de la salvación. Madrid, BAC, 1974; pp.147-175.

[61] Cf. J.A. de Aldama, María en la Patrística de los siglos I-II. Madrid, BAC, 1970; pp.264-299.

[62] LG 56.

[63] Juan Pablo II, Redemptoris Mater 11.

[64] Cf. Pío IX, Ineffabilis Deus 9; A.Marín, Doctrina pontificia IV. Documentos marianos. Madrid, BAC, 1954; p.181.

[65] Cf. A.Feuillet, Jésus et sa mère d’après les récits lucaniens de l’enfance et d’après Saint Jean. Paris, Gabalda, 1974, pp. 44-45; P.Grelot, Jésus de Nazareth, Christ et Seigneur II. Paris-Montréal, Cerf-Novalis, 1998, p. 463.

[66] LG 56.

[67] Cf. Is 1,21-26; 50,1; 54,6-7; 62,4-5; Jr 2,2; 3,1-13; Ez 16 y 23.

[68] Seguimos de cerca los resultados de la exégesis de R.Laurentin, Structures et théologie de Luc I-II. Paris, 5.éd. Paris, Gabalda, 1964; pp.64-73. En forma independiente coincide con S.Lyonnet, Le récit de l’Annonciation et la maternité divine de la Sainte Vièrge. Roma, Pontificio Istituto Biblico, 1954. Ver también los detenidos análisis de L.Deiss, María, Hija de Sión. 2.ed. Madrid, Cristiandad, 1967; pp.89-140; J.McHugh, La Madre de Jesús en el Nuevo Testamento. Bilbao, Desclée, 1978; pp.90-107; P.Grelot, Jésus de Nazareth, Christ et Seigneur II. Paris-Montréal, Cerf-Novalis, 1998, pp.461-466.

[69] Discretamente admite lo fundamental de esta exégesis el texto de LG 55: “Finalmente, con ella misma, Hija excelsa de Sión, tras la prolongada espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se instaura la nueva Economía, al tomar de ella la naturaleza humana el Hijo de Dios, a fin de librar al hombre del pecado mediante los misterios de su humanidad”. Cf. Juan Pablo II, Redemptoris Mater 8c.

[70] L.Deiss, o.c., p.236. Cf. H.Rahner, Marie et l’Église. Paris, Cerf, 1955; pp.27-34.

[71] El Concilio Plenario de la América Latina, que fue consagrado por los Padres conciliares al Sagrado Corazón de Jesús y a la Inmaculada Concepción de la Virgen María: Ofrecemos igualmente, donamos y con irrevocable consagración consagramos el Concilio Plenario y el clero y el pueblo todo de la América Latina, á la Santísima Virgen María, Patrona principal y universal de nuestros Estados, bajo el misterio de su Concepción Inmaculada... Cf Actas y decretos del Concilio Plenario de la América Latina celebrado en Roma el año del Señor de MDCCCXCIX. Traducción oficial. Roma, Tipografía Vaticana, 1906; p.4. Se trata de una edición bilingüe en latín y español.

[72] IIIª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documento de Puebla 281

[73] Ibid. 303.

[74] n. 11.

[75] LG 53.

[76] IIIª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documento de Puebla 275.

[77] San Pedro Crisólogo, Serm. CXLIII: PL 52,583.

[78] Juan Pablo II, Pastores dabo vobis 44.

[79] Congregación para la doctrina de la Fe, Instrucción sobre Libertad cristiana y liberación (“Libertatis conscientia” 22 de marzo de 1986), 97.