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Día de la Virgen del Mar. Patrona de Almería
+ Mons Sr. D. Adolfo González Montes.
31
de Diciembre de 2008
Queridos hermanos sacerdotes y diáconos;
Comunidad religiosa de la Orden de Predicadores.
Ilustrísimo Sr. Alcalde y dignísimas Autoridades;
Cofrades de la Virgen;
Hermanos y hermanas en el Señor:
El evangelio que acabamos de proclamar recoge la primera de las tres
predicciones que anuncian la subida de Jesús a Jerusalén para
padecer la pasión y la cruz, ser ejecutado y resucitar al tercer
día. Acontece este anuncio de Jesús después de haber recibido de
Pedro como portavoz de los discípulos la confesión de fe: “Tú eres
Jesús es el Cristo (el Mesías), el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). A
esta confesión de fe, Jesús respondió declarándole piedra sobre la
que construiría su Iglesia y matizando la naturaleza de esta
confesión: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te
ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en
los cielos” (16,17). Ni mejor ni peor que los demás discípulos,
Pedro ha recibido la instrucción de Jesús en la intimidad de trato
que Jesús otorga a aquellos que libremente eligió para estar con él
(Mc 3,13-14) y a los que ahora prepara para la pasión y la cruz. Sin
embargo, Pedro reacciona ante el anuncio de los sufrimientos de la
pasión como reaccionamos todos los seres humanos, razonablemente,
rechazando el dolor y la muerte.
El contraste es grande entre la respuesta de Jesús a Pedro ante su
confesión de fe y la respuesta que da Jesús a las palabras de
disuasión de Pedro, que pretenden apartar a Jesús de su pasión y
cruz. Después de haberle declarado piedra sobre la que levantar la
Iglesia, le recusa con duras palabras: “Quítate de mi vista,
Satanás, que me haces tropezar, tú piensas como los hombres, no como
Dios” (16,23). No se trata de rechazar la voluntad de felicidad que
anima a todos los seres humanos, ni mucho menos de adoptar una
actitud masoquista que sólo las mentes enfermas adoptan cobijados en
el dolor. Se trata del seguimiento de Cristo mediante el
cumplimiento de la voluntad del Padre, y esto tiene sus inevitables
consecuencias. La salvación del mundo es la encomienda del Padre al
Hijo encarnado, que éste ha de llevar a cabo dando a conocer el
designio divino de salvación universal, la revelación de la voluntad
de Dios como camino de salvación, que tropezará contra resistencia
de los hombres y sus planes homicidas. La pasión y la cruz de Jesús
son el resultado del alejamiento de la voluntad de Dios que realizan
los hombres; son consecuencia de la oposición de los hombres al plan
de salvación de Dios. Por eso, la incomprensión, la persecución y el
martirio están siempre en el horizonte del discípulo de Cristo. Esto
es lo que Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, no comprendía:
pensaba como los hombres, no como Dios.
Proclamar la palabra de Dios es incómodo incluso para el portavoz de
Dios, como leemos en el relato de la vocación profética de Jeremías.
Seducido por la llamada de Dios, el profeta se resiste a aceptar sus
consecuencias, a tener que “gritar «Violencia», y proclamar
«Destrucción»” (Jer 20,8). También el profeta se cansa de esta tarea
porque la palabra de Dios es causa de sinsabores e incomprensiones e
incluso puede poner su vida en peligro. Desearía olvidarse de ella,
pero “la palabra era en mis entrañas como un fuego ardiente,
encerrado en los huesos; intentaba contenerla, y no podía” (Jer
20,9).
Dice el libro de la Sabiduría que Dios no quiere el dolor de los
hombres ni es artífice de la muerte eterna, ni tampoco se alegra con
la destrucción de los vivientes, porque él lo creó todo para que
subsistiera (cf. Sb 1,13-14a). Por eso advierte. “No persigáis la
muerte con vuestra vida perdida ni os busquéis la ruina con las
obras de vuestras manos” (Sb 1, 12). El dolor y la muerte son
consecuencia del abandono de la voluntad de vida de Dios, pues
“todas las criaturas son saludables y no hay en ellas veneno de
muerte ni el abismo reina sobre la tierra” (Sb 1,14b). El pecado es
el origen de todo mal y de la muerte eterna, el dolor es
consecuencia de la rebeldía frente a Dios y del alejamiento de sus
mandamientos, porque fuera de Dios no hay vida ni felicidad, sólo
apariencia de vida, enmascarada a veces de placer momentáneo y
evanescente: un espejismo que ha seducido siempre al hombre, pero
con particular intensidad en los tiempos de prosperidad y abundante
disfrute de los bienes materiales. Cuando éstos desaparecen o están
en peligro el goce deja paso al desasosiego de las personas; las
sociedades se tornan conflictivas, y las exigencias de unos y de
otros para colmar las apetencias no satisfechas y los intereses
perdidos pueden conducir al enrarecimiento de la paz social,
amenazada por sentimientos egoístas e insolidarios.
Jesús rechazó a Pedro con las mismas palabras con las que rechazó a
Satanás: “¡Apártate de mi vista, Satanás!”. Pedro tiene el propósito
del diablo, cuando le tentó en el desierto: alejar a Jesús de
cumplir la voluntad de Dios. Pedro, llevado por su deseo de apartar
a Jesús del sufrimiento, no cae en la cuenta que el libro de la
Sabiduría añade a las palabras antes mencionadas que “por envidia
del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan sus
secuaces” (Sb 2,24). De piedra para la construcción de la Iglesia,
Pedro se ha convertido en tentador, en piedra de tropezar, en
escándalo para Jesús. No comprenden los apóstoles que el seguimiento
de Jesús lleva consigo la cruz, aun cuando habían escuchado de
labios de Jesús en el discurso apostólico: “El que no toma su cruz y
me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida la
pederá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt
10,38-39). Jesús repite ahora aquellas mismas palabras, para
recordar a los discípulos que el seguimiento encierra esta gran
paradoja: ganar aparentemente la vida puede significar perderla para
la vida eterna, si por ganancia se ha de entender buscar la
felicidad al margen de la ley de Dios, única garantía de vida
dichosa y sin fin.
Quienes pretenden vivir como si Dios no existiera arriesgan su vida
para siempre, porque Dios existe y sólo Dios es señor y dador de
vida. No es posible pretender construir una sociedad sin Dios contra
la poderosa voz divina que resuena en el interior de quienes ni
oscurecen ni reprimen la conciencia moral con la que Dios dotó
nuestra naturaleza, para que cada ser humano pueda distinguir el
bien del mal y obrar con rectitud y justicia. Ni el hombre es dueño
de la vida ni tiene el poder de reprimir la conciencia de Dios.
Todas las imposiciones realizadas en la historia contra Dios, en
nombre de la libertad del hombre, se han convertido en represiones
de la libertad humana, que sucumbe cuando se ahoga la alabanza
divina. Las ideas al uso y los programas para difundirlas no
garantizan nunca su verdad. La verdad de las cosas no es
discrecional ni se impone, sencillamente se constata. Jesús dijo del
tentador que siempre “ha sido mentiroso y padre de la mentira” (Jn
844). Entre nosotros hoy, resulta poco comprensible la
tergiversación constante de la historia del cristianismo y el
descrédito de la fe cristiana difundido por algunos con tanto tesón,
mientras hacen declaraciones de respeto a la libertad religiosa. No
resultan veraces ni se hacen dignas de crédito declaraciones en
favor de la libertad religiosa que de hecho parecen una amenaza para
quienes pretenden vivir conforme a sus creencias en privado y en
público.
San Pablo exhortaba a los cristianos de Roma con estas palabras que
hemos escuchado: “No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por
la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es
voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rom
12,2). Tal es el ideal de la vida cristiana, de la cual los
bautizados hemos de dar testimonio ante el mundo, ante las personas
que cada día entran en contacto con nosotros. Hemos de hacerlo
viviendo en privado y en público conforme a la voluntad de Dios y
excluyendo de nuestra conducta cuanto desagrada a Dios. No podemos
permanecer callados ante el mal, y ante los intentos de construir
una sociedad ajena a la voluntad de Dios. Se nos va en ello la
salvación y la felicidad que Dios ha prometido a cuantos le aman. El
testimonio es el camino del apóstol y del evangelizador, el camino
de cada cristiano.
Que la Santísima Virgen del Mar, nuestra Patrona, que siempre hizo
la voluntad de Dios, aceptando el camino que la llevaría a la cruz
de su Hijo, nos conceda el don del seguimiento de Cristo en
fidelidad a la voluntad de Dios. Hoy acudimos a ella gozosos por su
presencia continuada entre nosotros, Madre de Dios y nuestra. A ella
traemos nuestros anhelos más íntimos junto con nuestros dolores y
penas, a ella encomendamos nuestra vida y nuestra muerte. En ella
ponemos nuestra esperanza, sabedores de que su intercesión por
nosotros ante el Hijo, que anduvo los caminos de la pasión y de la
cruz, es favor que nos hace cada día.
«Estrella del Mar, Reina y madre de misericordia, ayuda con tu
auxilio a los desamparados y cuantos necesitan ayuda y fraterna
solidaridad nuestra: a los que carecen de trabajo y están lejos de
sus hogares. Te encomendamos a todas las familias de nuestra ciudad
y las que sufren por la violencia doméstica y el desamor de los
suyos. Te pedimos que alivies sus penas suscitando en nosotros
fraterna solidaridad y sincera voluntad de amar a Dios y a nuestro
prójimo como a nosotros mismos. Ayúdanos con tu maternal solicitud a
todos tus hijos, marcados por la finitud y la amenaza que siempre
pesa sobre nuestra vida mortal. Bendice, Madre amadísima y Patrona
nuestra, nuestras vidas y trabajos, acoge bondadosa las súplicas de
las gentes de nuestra ciudad y vela por todos nosotros. Amén».
Almería, a 31 de agosto de 2008
Santuario de la Virgen del Mar
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
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