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Fiesta de Nuestra Señora de Altamira
+ Francisco Gil Hellín. Arzobispo de Burgos.
Miranda de Ebro - 12 septiembre 2008
Nos hemos reunido para festejar a la Santísima Virgen María, en su
advocación de Altamira; advocación que está muy enraizada en el alma
de todos los mirandeses y que encuentra siempre en ellos una
respuesta de amor y de cariño. Una muestra es la nueva imagen de
Santa María de Altamira que acabáis de realizar, con el fin de
preservar la original y así legársela a las próximas generaciones,
para que ellas lo reciban como un testamento de sus antepasados y
continúen honrándola y venerándola. Muchas felicidades a quienes han
tenido esta iniciativa y muchas gracias a cuantos habéis hecho
posible su realización. Estad seguros de que la Virgen os lo pagará
con generosidad de Madre.
1. Hemos escuchado la página más importante de la historia de la
Virgen María, porque todo lo que María fue y es se resume y explica
en lo que el ángel la propuso y ella libremente aceptó: ser la Madre
de Dios hecho hombre. Es decir, acoger en su seno virginal a Dios y
aportarle durante nueve meses lo que todas las madres aportan al
hijo que llevan en sus entrañas. María es la madre de Dios no porque
ella diera el ser a Dios, en cuanto Dios; porque si así hubiera
ocurrido, Dios no sería Dios sino criatura hecha por María y María
no sería criatura hecha por Dios, sino Diosa. No. María es la madre
de Dios en cuanto hombre.
El catecismo del padre Astete, que muchos de nosotros estudiamos de
niños, lo ha explicado con una sencillez y precisión admirables.
Decía así: «En las entrañas purísimas de la Virgen María, el
Espíritu Santo formó un cuerpo perfectísimo, creó de la nada un alma
y la unió al cuerpo, y de este modo el que era Dios, sin dejar de
serlo quedó hecho hombre». El Espíritu cubrió con su fuerza y poder
a María, María concibió por obra del Espíritu Santo; y a partir de
esto, María hizo lo que hacen todas las madres.
No hay ninguna mujer que tenga una grandeza semejante. Por eso,
rezamos en el Avemaría que es «bendita entre todas las mujeres»,
agraciada más que ninguna otra mujer; y no nos cansamos de repetir
con todas las generaciones que nos han precedido: «más que tú sólo
Dios, sólo Dios».
2. Glosando esta página, el gran san Agustín hizo el siguiente
comentario: «María concibió antes en su mente que es su vientre»; y
este otro: «María es más grande porque concibió en su mente que en
su vientre».
Es verdad, María concibió antes en su mente, es decir, en su
inteligencia, que en su vientre. Más aún, Dios no hubiera comenzado
a vivir en su vientre si antes no hubiera vivido en su mente, en su
alma. En efecto, cuando María oyó la propuesta del ángel, se quedó
muy desconcertada, porque se percató enseguida de que ella era la
elegida para ser la Madre del Mesías que habían anunciado los
profetas y que esperaba su pueblo de Israel. Por otra parte, ella
era consciente de que se había comprometido con Dios a permanecer
siempre virgen, a no unirse a ningún varón y, en consecuencia, a no
ser nunca madre. Es fácil comprender su desconcierto cuando el ángel
le propone de parte de Dios, algo –ser su Madre– que a primera vista
iba en contra de una propuesta que había aceptado el mismo Dios: ser
ella siempre virgen.
Por eso preguntó al ángel cómo podía ocurrir esto. No dudó de Dios,
que le hablaba por el ángel; sino qué debía hacer para ser fiel a
Dios. Por eso, cuando el ángel la tranquilizó con las palabras «el
Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra», Ella
reaccionó así de inmediato: «aquí está la esclava del Señor, hágase
en mi según tu palabra». Es decir, aquí está la que no tiene
voluntad propia sino que se somete completamente a la voluntad de
Dios; hágase lo que él quiere y como él lo quiere». Y Dios entró en
la historia de los hombres.
Tenía razón san Agustín cuando decía que antes de concebir en su
vientre, acogió a Dios en su mente, se fió de Dios. Pero también
estaba en lo cierto cuando decía que era más importante acoger a
Dios en la mente que en el vientre; es decir, que lo más importante
es creer y fiarse de Dios. Porque si María no se hubiera fiado de
Dios, no habría acogido la palabra del ángel, ya que iba en contra
de sus planes y a ella le parecían que se oponían frontalmente a lo
que Dios le había sugerido antes, al consagrarse a él como virgen
para siempre. Pero creyó más a Dios que a Ella; se fió de Dios y no
de Ella; y así Dios pudo realizar en Ella lo que de otro modo no
habría realizado. Por eso, María fue antes y, en cierto sentido más
Madre de Dios por la fe que por la corporeidad; antes y más porque
se fió de Dios que porque le dio su carne y sangre.
3. Queridos hermanos: el Concilio Vaticano II nos ha recordado que
la verdadera devoción a María consiste no es un sentimentalismo vano
o en una mera credulidad, sino en la imitación de las virtudes de
María y en el recurso confiado a su protección maternal. Pues bien,
la primera de todas las virtudes es la fe. Es verdad que la caridad
es más grande, porque cuando desaparezca este mundo y venga el nuevo
y definitivo, desaparecerán la fe y la esperanza y permanecerá sólo
la caridad. Pero mientras vivimos en la tierra, la fe es el
fundamento sobre el que se construye el edificio de la caridad. El
que no cree en Dios no puede amar a Dios; el que no se fía de Dios,
no puede luego hacer lo que Dios quiere, que eso es amarle.
Estamos acostumbrados a decir que fe es «creer lo que no vimos,
porque Dios nos lo ha revelado y la Madre Iglesia así nos lo enseña».
Es verdad, pero hay que entenderlo bien. Lo que queremos decir es
que hay que fiarse de Dios a pies juntillas; incluso contra toda
evidencia humana; incluso aunque no lo entendamos con nuestra
inteligencia. Para lo que se entiende, no hace falta fe, sino un
poco de buen sentido. Para fiarse de Dios hay que confiar más en él
que en nuestras razones. Por eso, es tan importante y tan agradable.
La fe es ciertamente razonable, pero a la luz de la Palabra de Dios,
no a la luz de lo que ve nuestra inteligencia.
Pidamos hoy a la Santísima Virgen de Altamira que nos conserve y nos
aumente la fe en Dios, en Jesucristo, en la Iglesia. Que nos haga
ser fieles a nuestras creencias cristianas en este momento, en el
que tantos no lo son y tantos se oponen a ellas. Que no nos deje
caer en la tentación del miedo al qué dirán a la hora de participar
en la misa del domingo, a la hora de pedir el bautismo y la primera
comunión para los hijos y llevarles a la catequesis, a la hora de
acercarnos a los demás sacramentos, especialmente al de la
Penitencia. Que nos haga fiarnos de la Palabra de Jesucristo: «Yo
estaré con vosotros hasta el fin del mundo», para superar el
pesimismo y la desesperanza a los que pueden llevarnos muchas cosas
y a repetirnos a nosotros mismos que «el poder del infierno no podrá
destruir la Iglesia».
Sigamos participando con fervor en la santa Misa, en la que el pan y
el vino se trasformarán en el Cuerpo y Sangre de Cristo; un cuerpo y
una sangre que recibió de su Madre y nos entrega a nosotros para que
nos ayude a recorrer con fe nuestro camino hacia el Padre.
† Francisco Gil Hellín
Arzobispo de Burgos
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