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Solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora
+ Francisco Gil Hellín. Arzobispo de Burgos.
Catedral - 15 agosto 2006
1. Celebramos hoy una de las fiestas más antiguas y universales de
la Iglesia. Se celebraba ya en Oriente en los primeros siglos como
«la Dormición» de Ntra. Señora y desde allí se expandió a todo el
Occidente latino. En nuestra Patria está tan extendida, que bien
podemos decir que hoy es fiesta en toda España. Algo parecido ocurre
en nuestra diócesis y provincia, donde la Asunción es la patrona de
incontables parroquias y pueblos.
A pesar de esta antigüedad y universalidad, y de que el pueblo
cristiano intuyó enseguida que la Virgen estaba ya gozando en el
Cielo en cuerpo y alma, la declaración dogmática de este privilegio
mariano no llegó hasta fechas muy recientes; sólo fue en 1950, el 1
de noviembre, cuando el Papa Pío XII definió que «la Virgen María,
terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a
los Cielos». El pueblo cristiano recibió esta solemne declaración
con inmenso júbilo. En Burgos fue tal la conmoción del pueblo
cristiano que esta catedral –según recordáis algunos de vosotros que
fuisteis testigos presenciales–, nunca ha estado tan concurrida por
personas de toda edad, clase social y rango cultural.
2. Las palabras de la definición ex cathedra indican con claridad
cuál es el sentido de la fiesta de la Asunción.
Todos los hombres y mujeres tenemos un doble componente personal: un
alma espiritual e inmortal y un cuerpo material. Ambos están tan
profundamente unidos, que forman una unidad sustancial y un ser
específico y distinto de todos los demás. De hecho, si tuviéramos
únicamente alma, seríamos ángeles; y si tuviéramos únicamente cuerpo,
seríamos puros animales terrenales. Pero –como dijo genialmente
Pascal– el hombre es mitad ángel y mitad bestia, es decir, una
unidad corpóreo-espiritual.
Jesucristo, verdadero Dios y también verdadero hombre, con su muerte
y resurrección, ha salvado al hombre en su totalidad: no sólo al
alma, sino también al cuerpo. Y ese efecto se manifestará de modo
pleno y definitivo después de la muerte; pero en dos momentos:
inmediatamente después de la muerte, el alma recibirá su premio o
castigo, yendo al Cielo o al Infierno sin demora alguna. El cuerpo
tendrá que esperar hasta el fin del mundo, cuando tendrá lugar la
resurrección de los muertos y cada uno recuperará su mismo cuerpo,
pero glorificado. No será un cuerpo distinto del que tuvimos en la
tierra.
Pero el cuerpo que recuperaremos ya no volverá a morir, ni a sufrir,
ni a tener enfermedades ni limitaciones ¡Será un cuerpo inmortal,
impasible y perfecto y gozará con toda la capacidad que Dios le ha
dado de fruición!
3. Esta es la regla general que Dios ha establecido para todos los
hombres. Sin embargo, ha querido hacer una excepción con su Madre.
Algo semejante a lo que hizo con el pecado original en el momento de
su concepción: todos lo contraemos al ser engendrados; excepto la
Virgen María, que fue concebida Purísima y sin mancha original.
Esta misma excepción se la aplicó a la Virgen María, por eso la
llamamos Asunta al cielo: todos seremos glorificados en nuestro
cuerpo cuando resucitemos al fin del mundo y después de la
corrupción del sepulcro. Ella, en cambio, no ha sufrido esa
corrupción y ha sido glorificada ya, una vez terminado el curso de
su vida en la tierra. Aquí radica la grandeza de la fiesta de hoy y
el gozo que todos experimentamos con el triunfo y glorificación de
nuestra Madre. Con toda verdad podemos afirmar que María se
encuentra ya en cuerpo y alma en la gloria de Dios.
4. María es, por tanto, la primera redimida en plenitud, la primera
criatura que ha participado ya del triunfo pleno de la Resurrección
de Jesucristo, que nos anunciaba poco ha la carta de san Pablo a los
Corintios. Cristo ha querido que el cuerpo de quien Él recibió su
humanidad al hacerse hombre y en el que vivió durante los meses de
su gestación humana, no sufriera la corrupción del sepulcro y
participara inmediatamente de su Resurrección gloriosa.
Esta realidad hace de la Asunción de María una fiesta muy cercana a
nosotros y una fiesta que nos llena de esperanza y de consuelo. La
Virgen María es, en efecto, la criatura más perfecta que ha salido
de las manos de Dios. Pero Dios no ha querido que dejara de ser
mujer, ni verdadera hija de Adán, ni necesitada de la redención. Por
eso, todo lo que en ella ya ha acontecido, acontecerá un día en cada
uno de nosotros. Si María ha sido ya glorificada en su alma y en su
cuerpo, también nosotros lo seremos en el cuerpo, aunque tengamos
que esperar hasta el fin de los tiempos. La Asunción de María es
garantía y prenda segura de nuestra plena y total glorificación. ¡Qué
consuelo! Cuantas veces vemos sometidos los órganos de nuestro
cuerpo a mil peripecias por la enfermedad, las curas médicas, la
vejez…
5. El horizonte que la fe cristiana ofrece a todos los hombres y
mujeres –incluidos nosotros– no puede ser más esperanzador y
optimista. Las ansias de inmortalidad y de gozo que anidan en el
corazón de todos no serán un deseo siempre anhelado y nunca
satisfecho, sino que encontrarán su plena confirmación cuando
nuestro cuerpo resucite de entre los muertos y vaya a gozar
eternamente de Dios en el Cielo. El dolor y la muerte tienen,
ciertamente, una palabra en la existencia humana. Pero es sólo la
penúltima. La última palabra es nuestra glorificación en cuerpo y
alma. María Asunta, precediéndonos, da seguridad y certeza a nuestra
fe en la futura resurrección, fe que profesamos en el Credo: "creo
en la resurrección de los muertos".
Como decía Pablo VI (Exhortación Marialis cultus), «la Asunción de
María es una fiesta que propone a la Iglesia y la humanidad la
imagen y la consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza
final; pues dicha glorificación plena es el destino de aquellos que
Cristo ha hecho hermanos» (MC 6).
6. La Asunción de María nos ayuda también a relativizar las penas y
aun las mismas alegrías, los gozos y los dolores, la salud y la
enfermedad que acompañan nuestro caminar por este mundo. Todas estas
realidades son innegables y todos las experimentamos. Pero tienen
los días contados. Un día dejarán de existir y darán paso a lo
definitivo. Dios quiera que nuestro caminar por el mundo esté
marcado por obras de bien y de verdad, de modo que el día de la
resurrección de nuestro cuerpo sea el día de nuestra plena
glorificación, como lo fue la Asunción en cuerpo y alma de la Virgen
Asunta en el momento de su tránsito de esta vida al Padre.
Los cristianos no despreciamos nuestro cuerpo; lo estimamos. Sabemos
que este cuerpo está llamado a la gloria de Dios. Por ello el
desprecio del cuerpo no es cristiano, no procede de la fe alimentada
por la Revelación. Y queremos que en la unidad de la persona sirva
en esta vida a Dios y a los hombres nuestros hermanos.
Pidamos a nuestra Patrona Santa María la Mayor, que los cristianos
seamos luz del mundo viviendo la esperanza que no sólo nuestra alma
sino también nuestro cuerpo será un día glorificado.
† Francisco Gil Hellín
Arzobispo de Burgos
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