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Solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora
+ Francisco Gil Hellín. Arzobispo de Burgos.
Catedral - 15 agosto 2005
1. A lo largo del año, los cristianos vamos recorriendo los grandes
momentos del caminar de María como Madre de Dios y fiel discípula
del Señor. Hoy llegamos a la meta: su triunfo definitivo sobre la
muerte y su participación en cuerpo y alma de la gloria de la
resurrección a la que Dios nos llama en Cristo.
El pueblo cristiano, guiado por el sentido de la fe –el sensus fidei-,
intuyó pronto la exaltación de María. De hecho, la Asunción es una
de las primeras fiestas marianas y el misterio que ha dado lugar a
tantas obras de arte. Varios siglos antes de ser proclamada como
dogma de fe por la Iglesia, ya era Patrona de incontables pueblos y
parroquias del orbe católico. Por eso, el Pueblo de Dios exultó de
gozo cuando el Papa Pío XII declaró solemnemente, el 1 de noviembre
de 1950, que «la Inmaculada y siempre Virgen María, madre de Dios,
acabado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a
la gloria celestial».
Ese mismo pueblo supo captar las dos grandes razones que sustentan
la fiesta de la Asunción. En primer lugar, que si el Hijo había sido
glorificado con la Resurrección, la Madre de ese Hijo tenía que
participar estrechamente en esa misma suerte. A su vez, que lo
acontecido en la Madre era el anticipo y la garantía de que los
hijos –todos nosotros– también correríamos la misma suerte. La
glorificación de Cristo y la Maternidad divina son el fundamento de
la glorificación de María; y la glorificación de María es el anuncio
y el comienzo de la glorificación de la Iglesia, es decir, de
nuestra glorificación.
2. El meollo, en efecto, del misterio de la Asunción es que María no
ha tenido que esperar a la resurrección de los cuerpos al final de
los tiempos, sino que ya está gozando en cuerpo y alma con su Hijo
en la gloria del Cielo. En ella ya se ha cumplido lo que nos
anunciaba san Pablo en la segunda lectura: lo corruptible se ha
vestido de incorrupción y lo mortal se ha vestido de inmortalidad.
Jesucristo no sólo ha querido que participara en la gloria de su
Resurrección, sino que participara de modo tan eminente, es decir,
que nadie la precediera ni nadie la superara. No podía ser
diversamente, porque él no podía permitir que «que conociera la
corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu Santo,
concibió al autor de la vida» (prefacio). El misterio de la Asunción
proclama, por tanto, la gloria de Cristo, la especial benevolencia
con que Dios ha mirado a María y la participación sin igual de María
en la gloria de su Hijo. Y es un grito de victoria, una afirmación
desafiante frente a los que aseguran que después de la muerte no hay
nada y que todo termina con la vida terrena.
3. Estamos, por tanto, ante un misterio de fe de suma importancia.
Pero lo empequeñeceríamos si le viéramos sólo como el triunfo de
María. Ciertamente, la Asunción es –como decía Pablo VI– «la fiesta
de su destino de plenitud y bienaventuranza, de su perfecta
configuración con Cristo resucitado». Pero es también «una fiesta
que propone a la Iglesia y a la humanidad la imagen y consoladora
prenda del cumplimiento final; pues dicha glorificación plena es el
destino de aquellos a quienes Cristo ha hecho hermanos» (Marialis
cultus, 6).
Como ha enseñado el concilio Vaticano II, María es una criatura:
eminente y excelsa ciertamente, pero alguien que está en la orilla
de lo creado y de la humanidad redimida por Cristo. Ella no es la
Cabeza de la Iglesia aunque sí su miembro más importante y eminente.
De ahí que lo que en Ella ya ha tenido lugar, también se realizará
en los demás miembros que sean fieles a su vocación y misión. La
glorificación de María es, en cierto sentido, nuestra glorificación,
porque es su anuncio y su anticipo. Celebrando la Asunción,
proclamamos que un día también nosotros seremos glorificados y
llevados en cuerpo y alma al Cielo, para gozar de la bienaventuranza
eterna con Cristo y con Ella. No nos cansemos de meditarlo y
proclamarlo: lo que ya se ha realizado en Cristo y en María, se
realizará también en nosotros, miembros con María del Cuerpo de
Cristo.
4. La Asunción aparece así como la fiesta del materialismo cristiano,
en cuanto que proclama la exaltación más grande que se puede
imaginar para el cuerpo humano: su pervivencia eterna y su destino
glorioso y feliz para toda la eternidad. Y, a la vez, como la fiesta
que más radicalmente se opone a todo materialismo ateo y al
consiguiente sentido trágico de la existencia. Contemplando a María
que goza de Dios en la gloria, quedan sin sentido, más aún, como una
gran mentira, todos los materialismos que se empeñan en proclamar
que el horizonte de la humanidad y de cada uno de nosotros es la
nada y que la vida terrena es la única dimensión que existe y la
única vida que debemos construir y mejorar. Frente a los
materialismos ateos –que conducen al pesimismo, a la desesperanza e
incluso a la desesperación– la fe cristiana proclama que el destino
de los que seguimos a Cristo es el mismo que el de María: ser
glorificados en la totalidad de nuestro ser, llegar a la plenitud en
cuerpo y alma. La Asunción de María nos abre así a un horizonte de
esperanza, hacia un futuro verdaderamente mejor, hacia un destino de
plenitud.
5. No consintamos, por tanto, que nada ni nadie arranque de nuestro
corazón las raíces y creencias cristianas. No permitamos que
nuestros hijos sean inficionados por el fundamentalismo laicista que
rige el pensamiento y la acción de algunos políticos, de ciertos
hombres de cultura y medios de comunicación social. Reaccionemos
ante el intento de erradicar la religión de la escuela y de
arrebatar a los padres el derecho sagrado de educar a sus hijos
según las propias convicciones religiosas. Tengamos el santo orgullo
de una fe cuya visión del mundo y del hombre es infinitamente
superior a cualquiera de las ideologías reinantes. Honremos y
respetemos nuestro cuerpo –y respetemos el de los demás– como una
realidad tan buena y noble, que tiene por destino la misma
resurrección gloriosa.
6. Que la participación en la Eucaristía sea hoy de modo muy
especial semilla de resurrección y prenda de la gloria futura.
† Francisco Gil Hellín
Arzobispo de Burgos
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