Fiesta de la Sagrada Familia

Francisco José Pérez y Fernández-Golfín, Sr. Obispo de Getafe

 

30 de diciembre de 2001

Retransmitida por la 2 de TVE desde la Basílica de El Cerro de los Ángeles

Muy queridos hermanos en Jesucristo nuestro Señor; muy especialmente mi entrañable saludo a todos los que seguís esta celebración, impedidos por diversas circunstancias, en vuestras viviendas.

Hoy más que nunca, a la gente, nos parece que Cristo, durante los primeros años de su vida, estuvo como perdiendo el tiempo. ¡Cuánto nos habría enseñado en esos treinta años ocultos! Y, a pesar de la aparente contradicción, sí que nos enseñó muchas cosas: a no tener prisa, a no adelantarnos a los planes de Dios, a saber esperar, a humillarse. pero, sobre todo, nos enseñó lo que era más importante y decisivo, lo mejor que había en el mundo, que era: la familia.

Cristo pasó treinta años disfrutando de la familia, aprendiendo a ser hombre, ya que sin familia es casi imposible aprender a ser verdaderamente hombre. Así, la Sagrada Familia, queda de modelo para siempre. ¿Por qué? Porque es una familia donde todos sus miembros están centrados en Dios; todos buscan su voluntad: María pronunciando constantemente el fiat ; José obedeciendo al Ángel, y el Niño sometido a Ellos por voluntad de Dios.

Jesús nos muestra así las dos dimensiones esenciales de la familia. En primer lugar es un don de Dios que, cuando falta, se echa de menos; es absolutamente gratuito, por lo cual hay que agradecérselo en vez de protestar o de luchar contra Él. Además es un elemento fundamental e indispensable de la vida, es algo que se da únicamente entre los hombres, no entre los animales. Es el lugar donde aprendemos todos por ósmosis, sin violencia, a ser hombres. Dice el Santo Padre que la familia es el primer ámbito humano en que se forma el hombre interior (cfr Redemptor hominis, n. 14). La familia es la base, el centro y el corazón de la civilización del amor. Ella es el sentido de la vida. El problema es que hoy hay poca vida verdaderamente humana en las familias de nuestros días.

¿Y qué es eso que nos hace aprender a ser hombres en la familia? La familia es la imagen visible de la Santísima Trinidad, pues en ella, lo que caracteriza a cada persona, lo que nos da la esencia propia de cada uno es la relación con los otros; por lo tanto, el amor. Cada persona, al darse a los otros, adquiere la dimensión más propia de su ser.

En la familia sucede lo mismo, lo que nos hace ser verdaderamente nosotros es el amor, el verdadero amor: paternal, maternal, fraternal y filial. Ese es el amor del que nos invita a revestirnos la carta a los Colosenses (2ª lectura; Col. 3, 12-21); es el verdadero traje de fiesta, lo que hoy el mundo necesita urgentemente. San Pablo nos recuerda los verdaderos valores profundos: la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión; fundamentales para estructurar a la persona y a la sociedad. Pero por encima de todos ellos, se sitúa el amor, él es el "ceñidor de la unidad consumada" (id): la unidad de las familias.

El amor, cimiento de la familia, es un amor exigente cuyo fundamento es la donación gratuita de sí, la entrega absoluta, sin buscar nada a cambio. En la familia se aprende a buscar más los deberes que los derechos. Si Cristo dijo que "no he venido al mundo a ser servido sino a servir" (Mt 20, 28), fue porque los aprendió en Nazaret. La familia y el matrimonio nos dan la posibilidad de salir del cascarón de nuestro individualismo y egocentrismo. En la familia encontramos el medio para llegar al amor verdadero, que nos hace auténticos hombres, porque está en la base misma de su ser.

Como afirma el Santo Padre, la familia va buscando el amor hermoso, que es un amor exigente (cfr Carta a las Familias, nn. 14 y 20), porque invita a seguir el camino de Cristo, el del amor que se entrega sin límites. Él nos enseñó que "nadie tiene amor más grande que el que da la vida" (Jn 15, 13). La familia es la escuela del amor, allí se aprende el amor de verdad, que no se busca a sí mismo. Cuando nos vamos buscando a nosotros mismos, reclamamos derechos, se destroza la familia. Cuando la familia se destruye, la sociedad queda gravemente debilitada pues se ha minado su fundamento. Cuando enferma la familia, la sociedad está enferma, ya que la familia es lo que estructura la sociedad.

Si no es posible la vida familiar, los hombres que formarán nuestra sociedad serán hombres sin terminar de formar, serán hombres enfermos; todo hombre que viene a este mundo tiene derecho a ser hombre en plenitud, por ello no se le puede privar del derecho a tener una familia, unos padres y unos hermanos, con cuya relación pueda desarrollarse plenamente.

¡Ojalá que en nuestras familias se respire un ambiente parecido al de Nazaret para que ellas todos podamos crecer "en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2, 52).

Es verdad que esto es difícil, pero escuchemos de nuevo al Papa: "no tengáis miedo a los riesgos, la fuerza divina es más potente que todas vuestras dificultades" (Jubileo de las familias). Será esa fuerza que brota de Jesucristo, Príncipe de la Paz, la que hará que el crecimiento verdadero de todos los hombres "en gracia ante Dios y los hombres", vaya unido a un verdadero desarrollo y crecimiento en el mundo de la justicia y del amor, y, sobre todo, de la tan ausente y anhelada paz.

Nos encomendamos a María, como buena Madre, para que Ella proteja a nuestras familias frente a todos los riesgos del mundo y nos ayude a crear los ambientes familiares necesarios para que todos podamos encontrarnos con Dios.

Que Ella "nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía, y lo fundamental e incomparable que es su función para la sociedad" (Pablo VI, Alocución en Nazaret 5.I.1964).

Que así sea.

Fuente: Arquidiócesis de Madrid