El Verbo se hizo Carne. 

+ Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Atilano Rodríguez Martínez. Diocesis de Cuidad Rodrigo

 

HDurante el tiempo litúrgico de Navidad, los cristianos celebramos el nacimiento de Jesucristo, el Mesías, el Señor, el Salvador de los hombres. En la humildad y pobreza de un Niño, Dios quiere mostrarse y acercarse a cada ser humano para que éste pueda llegar hasta Él, conocer su inmensa bondad y acoger su salvación. Por eso, la novedad del anuncio cristiano no consiste en un pensamiento abstracto o en una idea maravillosa, sino en un hecho, en un acontecimiento histórico, en una persona. Dios se ha mostrado personalmente en el Niño nacido en Belén para revelar su gloria en la humildad de nuestra carne y para quedarse con nosotros para siempre: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14).

La fe cristiana, por tanto, no se puede reducir a la afirmación de un conjunto de verdades o de contenidos doctrinales. Aunque esto es muy importante, lo prioritario y lo nuclear de la fe cristiana consiste en el acogimiento de una persona, que hoy, como hace dos mil años, se hace presente en la historia de la humanidad. La fe cristiana no es un simple recuerdo piadoso de un hecho del pasado, sino una presencia, la presencia de Dios entre nosotros, que nos mira con ternura infinita, que nos da su abrazo de paz y que llena de satisfacción nuestra existencia. Con la celebración del nacimiento de Jesucristo, los cristianos descubrimos que Dios sigue teniendo piedad de nosotros, que se acerca a nuestra nada y que se abaja hasta nuestra pobreza para enriquecernos con sus la riqueza de sus dones y para ofrecernos salvación. De este modo, todos podemos contemplarle, adorarle y tocarle con nuestras manos.

Con su encarnación en el seno de María y con su nacimiento en Belén de Judá, Jesús le dice a cada ser humano: “Yo soy tuyo”. “Vengo para ti”. “Quiero salvarte”. Gracias a esta revelación de Dios, cada persona puede percibir la condescendencia de Dios y la gran ternura y compasión que tiene con ella y con su pobreza. Como consecuencia de ello, y en justa correspondencia, cada cristiano puede responderle a Dios: “Yo soy tuyo”. “Aquí estoy para hacer tu voluntad”. Todo el que asume la limitación de la condición humana y acoge la fuerza salvadora de Dios sabe que la existencia y la permanencia en el tiempo es consecuencia de la gracia divina. Dios nos está manteniendo en el ser en cada instante de la vida.

Ahora bien, para acoger al Salvador, es preciso que nos pongamos en una actitud de profunda humildad porque Dios no se revela a los soberbios, a los satisfechos y autosuficientes. Cuando Herodes, con ocasión de la llegada de los magos, quiere saber dónde nacerá el Salvador del mundo, consulta a los escribas y fariseos. Ellos le dan la respuesta correcta sobre el acontecimiento: en Belén. Pero, a pesar de que saben exactamente dónde nacerá el Salvador, no le reconocen ni le reciben. Enseñan el camino a los demás, pero ellos no se mueven. Son incapaces de salir al encuentro del Salvador, porque viven satisfechos con su sabiduría, con su verdad y con su superioridad sobre los demás. Esto les impide penetrar en el misterio y aceptar la sabiduría de Dios. Por eso, el evangelista dirá que la Palabra vino al mundo y “el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no le recibieron” (Jn. 1, 10-11).

¿Cómo estamos nosotros para recibir al Mesías?. Cuando nos sentimos satisfechos con nuestros descubrimientos o cuando somos incapaces de mirar más allá de los criterios del mundo, no podremos nunca conocer al Mesías ni acogerle en nuestro corazón. Él nace y viene a nosotros en cada Eucaristía. Me habla a través de la Palabra y se entrega bajo las especies del pan y del vino para que pueda tocarle y vivir con Él y en Él. Pero, para que se produzca de verdad el encuentro con el Señor, para que nazca en cada uno de nosotros, es preciso acogerle como el Salvador, sin ponerle condiciones y reconociendo humildemente nuestra indigencia y nuestro pecado.