Fiesta de la Sagrada Familia

+Mons. Domingo S. Castagna, Arzobispo de Corrientes

 

 

 

28 de diciembre de 2003

Lucas 2, 41-52
1.- Una Familia probada. ¡Cuán clara sería ya la conciencia filial de Jesús! La respuesta a la inquietud respetuosa de su Madre es espontánea, como brote nuevo y sorpresivo. Pero es un momento, un gesto que lo saca de lo ordinario para recuperar, de inmediato, su ejemplaridad de hijo bueno: “El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos”.[1] Al celebrar la Fiesta de la Sagrada Familia, entre la Navidad y el año nuevo, la liturgia parece introducirnos en la fuente más remota y accesible de la contemplación. María y José se hallan desorientados ante el aparente desborde. En María, ciertamente también en José, se produce una invitación a la contemplación. Sin pretenderlo nos revelan el secreto: “Sus padres quedaron maravillados...” y luego: “Su madre conservaba estas cosas en su corazón”.[2] Es la escuela de los santos. Acabo de leer los resultados de recientes estudios científicos formulados con estas expresiones: “La meditación reduce el estrés y mejora el sistema inmunológico. (La indican para enfermos de sida y cáncer)”.[3] Sin duda no es una novedad. La salud y longevidad de los monjes del desierto lo corroboran. 

2.- Meditación y contemplación. Lo que contemplan es guardado por María en el corazón. Ver y guardar señalan el movimiento preciso de la contemplación. Los hombres deben recuperar o adquirir el hábito de la meditación. Es más que una terapia para enfermos de sida o cáncer, es un saludable ejercicio del ser racional, responsabilizado de la conducción de asuntos de incuestionable trascendencia. Su ausencia ha causado decisiones irreflexivas de consecuencias dramáticas, hasta trágicas. Dios quiera que muchos se sumen al ejercicio perseverante de la meditación. La contemplación va más allá. Me refiero al encuentro con la Verdad trascendente, con el mismo Dios. Hasta la meditación el agnóstico puede seguir siéndolo. Si da un paso más, y guiado por la meditación llega a la contemplación, se llevará la sorpresa de que Dios existe y le ofrece su amistad. En ese clima saludable se desarrolla la vida familiar de Nazaret. Jesús, María y José configuran un modelo de familia donde los valores se armonizan admirablemente. Allí, de forma incomparable, Dios Trinidad adquiere su perfecta y más significativa imagen. Dios se proyecta en la Creación, que encuentra en el hombre su síntesis y en él llega a su perfección. ¡Qué lejos estamos de ser imagen! ¡Cuánta necesidad tenemos de un modelo cercano y accesible!

3.- El riesgo de no ser familia. La Sagrada Familia de Nazaret es la transparencia más lograda de la Trinidad. Su presencia en la historia constituye la garantía de unidad que nuestros contemporáneos necesitan para reconstruir su sociedad. El verdadero fundamento de la unidad que soñamos, en la que se logra la perfección de la persona humana y de sus esenciales relaciones, es la Santísima Trinidad. La Sagrada Familia manifiesta la factibilidad de ese ideal. Su presencia ejemplar abre el camino a hondas y definitivas correcciones. Observándola, entrando en su intimidad sagrada, podremos absorber de su riqueza interior la gracia y la luz que necesitamos. Un mensaje dirigido a todos pero, particularmente referido a la familia contemporánea, en riesgo de deformación o destrucción. La primera trágica consecuencia del pecado es la desvalorización del amor y de la familia. Hoy podemos afirmar que el pecado está especialmente activo. La fragilidad de la familia humana, más allá de toda cosmovisión religiosa, se ha puesto dolorosamente de manifiesto. La conocida relativización de todo compromiso definitivo ha logrado un aparente éxito. Su perversa influencia ha invadido los comportamientos que parecían más sólidos e inconmovibles.

4.- La Familia de Nazaret. La Sagrada Familia de Nazaret mantiene abierto el sendero a la auténtica felicidad. Es preciso que las virtudes que la distinguen sean adoptadas en un estilo de vida históricamente practicable. La virtud principal es la centralización de Dios en el quehacer cotidiano. El clima que hoy condiciona la vida corriente se halla contaminado por gérmenes nocivos claramente detectados: la cultura del bien sentirse sobre la del bien ser, la búsqueda desenfrenada de sensaciones nuevas y alucinantes sobre el ejercicio de la responsabilidad, el menosprecio por la vida y la dignidad de las personas, particularmente de las que están más indefensas por causa de la edad: no nacidos y ancianos etc. Podríamos mencionar muchos más. Sabemos que existen y se requiere la buena voluntad de todos para neutralizar sus efectos. Por sobre el dictado de lecciones de moralidad está el testimonio de vida. La Familia de Nazaret es perfecto modelo de las virtudes mencionadas: la hombría de bien de José, la pureza y servicialidad conmovedora de María, la docilidad y la libertad de Jesús. Es una familia auténticamente humana, conformada como ninguna con su modelo divino: la Santísima Trinidad.

5.- Modelo irremplazable. Una familia así, fundamento y célula de la sociedad, genera un pueblo nuevo, sustancialmente ordenado. No son los individuos aislados, por más inteligentes y virtuosos que sean, quienes producirán los cambios profundos y permanentes, sino la sociedad progresivamente conscientizada de la grave corresponsabilidad que afecta a cada uno de sus miembros. Para ello se deberá recurrir a la educación en sus diversas y progresivas instancias. Necesitamos un pueblo sabio y virtuoso, capaz de reconocer, en modelos oportunamente aparecidos en la trama compleja de la propia historia, su verdadera vocación a la perfección. La Sagrada Familia constituye el modelo humano de toda familia. Los cristianos no podemos cometer la insensatez de reemplazarlo. Hay quienes sucumben a la tentación contemporánea de subestimarlo, mal inspirados por los “modelos” de moda, y suplantarlo desde una visión contraria a la fe cristiana de nuestros mayores. Es éste un día para orar por nuestras familias; por su consolidación e integridad. 


[1] Lucas 2, 51
[2] Lucas 2. 48. 51
[3] La Nación. 14 de diciembre de 2003.


Fuente: Arquidiocesis de Corrientes, Argentina